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Diarios, Memorias y Relatos Testimoniales
Diario de Viaje de Talca a Cádiz en 1783
Capítulo II

II: Ocurrencia en el paso de los Andes hasta Mendoza inclusive. Anécdotas en la carrera de Postas. Ingreso en Buenos Aires. Ligera idea de esta ciudad. Navegación a  Montevideo y a Cádiz.

En 8 de abril de 1783 partimos de Santiago para la cordillera de los Andes. A pocas leguas se comienza a subir a estas grandes montañas. Nos reunimos seis individuos para emprender la caravana, entre los cuales se había juntado una suma de trescientos mil pesos en plata y oro, que conducían 33 mulas de carga con sus arrieros y capataz correspondiente. Para que no faltase capellán, se nos incorporó un religioso Agustino que iba a Roma. Tomamos un hombre del Paraguay que se encontraba en Chile, práctico de estos caminos, para que nos acompañase, asignándole cien duros de salario. Una nevada nos cayó ya internados en la cordillera. Los arrieros trataron de descargar al raso. Nosotros pedíamos que la carga se pusiese al abrigo de una gran peña que se encontraba cerca, y que los pasajeros, dejando al paraguayense al cuidado de los caudales, fuésemos a dormir en una de las casuchas de ladrillo edificada para estos casos, que se hallaba a no mucha distancia. Habiendo despreciado los arrieros nuestro acuerdo, el paraguayense tomó su sable, y como un león se arrojó sobre ellos, repartiendo tantos golpes, que no les dejó lugar para la defensa. Todos echamos manos a las armas. Los arrieros, viendo que sosteníamos la resolución del valiente paraguayo, se redujeron a hacer lo que pedíamos. Continuamos después en buena armonía. Yo les hice dar al día siguiente, para contentarlos, un gran almuerzo de costillas de vaca en adobo, compuestas con mucho caldo y pimiento de que todos comimos; y además abundante vino de Penco; con lo cual se olvidaron los agravios; y ni el frío sentíamos.

Luego subimos la montaña de los Caracoles, que es la más elevada en este camino. Sus vistas se extienden inmensamente. El hombre común, cuando se ve en estas alturas, se arredra de sus precipicios y desea salir pronto de ellos. No así el filósofo que todo lo examina. Admira estas grandes masas que presenta la naturaleza, discurriendo sobre su composición y descomposición y aun sobre los modos de hacerlas útiles y de sacar ventajas de ellas. Se encanta de cuanto se presenta a su vista, y siente ser pasajero de rutina como los demás, porque quisiera registrar las cosas más singulares. Mas, en estos momentos, no se podía detener, ni separar de la compañía que los viajeros, ni adelantar nada careciendo de todo instrumento para las observaciones.

Por lo demás, bien conocimos en el estrecho paso de la Ladera de las vacas que se podía ampliar el camino, no sólo para el tránsito de las mulas, que seguían una a otra con peligro de ser precipitadas; sino para el uso de los carruajes, haciendo una excavación de doce o más varas a la montaña. Efectivamente, el Capitán General de Chile, don Ambrosio O'Higgins, dispuso después esta operación: él mismo que en tiempos muy anteriores proyectó y dirigió las casuchas de bóveda de ladrillo que se ven en estas montañas, e hizo mejorar, bajo de su gobierno, el camino de Santiago a Valparaíso, y enlosar las calles de la capital.

Cuando caminábamos por un valle de los que hay entre estos montes, nos encontramos con una partida de trescientos negros, que conducía, montados de dos en dos, un comerciante de Buenos Aires [1] a Chile, para transportarlos desde Valparaíso a Lima. En el momento que nos vieron los negros, gritaron capianco, capianco, ladrones, ladrones. No obstante que, desde que nací, fui servido por esclavos, con todo, siempre he mirado con horror este ramo de comercio de carne humana. Mi espíritu se atribulaba reflexionando los principios tiránicos con que se hacen la guerra en África los unos a los otros para venderse. Después los observaba casi desnudos siguiendo el curso de la vida infeliz que debían sufrir, hasta ocuparse en los penosos trabajos de la labor de la caña dulce. Solamente me consolaba la memoria de que en Chile se ven pocos, pues a excepción de los que hay en la capital de Santiago, apenas se encuentra tal cual en las ciudades y villas interiores, donde los oficios están repartidos entre los naturales.

¡Qué hermoso ojo de agua encontramos en medio de la misma vereda por donde seguía el camino! Se podía reputar, sino por un buey, por un becerro de agua. Las mulas, cuando nos acercábamos, corrían a meter el hocico en la espuma que levantaban sus borbollones. Yo la bebí con mucho gusto.

Todos los pasajeros enfermaron de los ojos con el reflejo del sol sobre la nieve. Mi quitasol era de plumas de avestruz, y en lugar de hacerme sombra, como practicaban los demás con los suyos de tafetán, lo ponía hacia bajo contra el reflejo del sol, mediante lo cual pude impedir la reflexión de sus rayos, y conservar la vista sin la menor incomodidad. Algunos se prevalen de espejuelos verdes, que son útiles en estos casos.

Son muy graciosos los puntos de vista que presenta esta cordillera en diversas partes. En el Puente del Inca hay, además, que admirar sus cristalizaciones. Con más detención, y menos cansancio, algo se podría expresar con la pluma [2].

Desde las minas de Uspallata me adelanté de madrugada, con un criado, para llegar más temprano a la ciudad de Mendoza, situada en la parte oriental de los Andes. Llegamos a las 12 del día. Nos detuvimos en una de las huertas que forman la mayor parte de la ciudad. Agitado de la marcha, y del calor, apetecía frutas. Pregunté si había proporción para una ligera comida. El dueño se prestó gustoso. Hizo poner en la mesa media docena de huevos, un gran pan blanco y bueno, una botella de vino, una sandía, porción de peras, uvas y otras frutas, todas exquisitas. Cuando acabé de comer, dije al criado que pagase la cuenta. En el momento se presentó una mujer diciendo: el pan, vino y huevos vale un real de plata, y las frutas nada, porque se dan y no se venden. Conviene apuntar esta anécdota para que sirva de memoria de la feracidad del país y baratura en aquella época.

Esta ciudad sirve de escala para los que van y vienen de Chile a Buenos Aires. Todos se detienen algunos días, y sus gastos influyen bastante en su felicidad. Sus terrenos son pingües, abundan las plantaciones de viñas y frutales. Los vinos, pasas y frutas secas hacen su principal ramo de comercio con Buenos Aires. En sus campiñas se observan muchos ganados que se crían y aumentan con la fertilidad natural de los terrenos que producen copiosos pastos.

En la Concepción de Chile, determiné mi viaje para España. No dejaba de prever que era un obstáculo la guerra con Inglaterra. Se me ofrecían dificultades al parecer insuperables. No obstante, la sabia Providencia, en cuyas manos ponía mi empresa, me inspiraba consuelos que siempre se verificaban. Uno de ellos era que en Mendoza encontraría la noticia de la paz general. En los ocho días que me detuve en esta ciudad, nada oí hablar sobre este particular. Resuelto a separarme de la comitiva, y de hacer el viaje en posta, me dirigí al correo para tomar el parte. Cuando iba por la calle, me ocurrió la especie, y consideraba que mi cálculo en este momento debía salir errado. ¡Cuál sería mi sorpresa, en el punto de hablar al administrador, el oír de su boca que acaba de llegar un  extraordinario de Buenos Aires con pliegos que conducía a Chile la noticia de la paz general! Mi alma se penetró del más vivo reconocimiento al Ser Supremo, conociendo su especial protección.  Este incidente me facilitaba el transporte en derechura a Cádiz, en la misma fragata de guerra que había conducido los preliminares de la paz, como lo verifiqué; cuando de otro modo era menester adoptar el círculo costoso y penoso del Janeiro a Lisboa.

Luego busqué un práctico de los más diligentes en ésta carrera para que me acompañase. El religioso Agustino se determinó a correr conmigo la posta. Partimos, pues, los cuatro a caballo con el postillón. Muchas observaciones se podían hacer en las dilatadas llanuras de las pampas, ya para fundar ciudades, ya para repartir las terrenos entre los colonos, y ya para la plantación de arbolados, o  sea sementeras de pinos de Flandes, a fin de proporcionar la leña de que carecen estas vastas campiñas. Mas, estas clases de apuntaciones exige detención, y no es proporcionada al que viaja en posta. Las cosas se presentan en todas partes en su primitivo estado natural. Las casas  de postas son chozas miserables. Como abundan los caballos, en cada posta reunían a veces más de ciento para escoger los que debíamos montar. Un día me tocó un potro mal domesticado que, después de cinco corcovos, me despidió de la silla a bastante distancia. No recibí el menor mal. En el acto de ponerme en pie, ví que el caballo se había reunido a una piara de yeguas silvestres, y que todas corrían desatinadamente. El buen práctico que me acompañaba, tuvo mucho que correr para poder coger el caballo. Volví a montar en él, mas, como estaba cansado, siguió la marcha sin inquietud.

La comida, por lo regular, se reduce a carne asada o guisada de vaca. Leche se encuentra en algunas partes. Lo mismo el pan y el vino. Otras veces, no obstante, hay que conducir ambas cosas de posta en posta, la cual cuando menos dista una de otra cuatro leguas.

En jurisdicción de Córdoba, llegamos a una infeliz choza a las 9 de la noche. Dentro de ella habían, a más de una mujer, dos o tres personas que apenas cabíamos sentados. Fuera de la choza se sentía un gran ruido de pisadas. Pregunté ¿qué significa esto? Respuesta: “son los mocetones que están bailando, los cuales han venido a coger burras silvestres porque se ha presentado un comprador que las paga bien”. Añadí ¿a cómo las paga? Respuesta: “a dos reales, y se le han entregado setecientas”. No creo que pueda darse un testimonio más evidente de la abundancia de animales en estos campos. Yo mismo quedé admirado, y de que no fuesen propiedad de alguno pues los cazaban como bienes comunes.

Un día nos encontramos con un hermoso caballo de buena talla, silvestre. La crin del cuello le bajaba más de media vara, y la cola le arrastraba: su color alazán, la cara asombrada, las narices abiertas, iba solo, con paso detenido, como que se había enervado con nuestro encuentro. Parecía una pintura. Nos paramos para verlo pasar. El práctico decía que de buena gana cogería aquel vagual (que es el nombre que les dan) para conducirlo a Buenos Aires. Yo le quité de la cabeza el pensamiento, dejando gozar de su libertad a un animal que podía pasar por el rey de su especie.

En otras partes caminábamos entre avestruces como se puede caminar en un cortijo entre gallinas. No se movían, ni siquiera levantaban la cabeza para mirarnos a pesar del ruido de los caballos. Yo me dirigí a una, pero mi caballo quedaba siempre atrás de ella. Los hombres de campo las cogen con laques, que es una cuerda de pellejo de buey con dos piedras, una en cada extremo, forradas en lo mismo, con las cuales les tiran y las enredan. Los venados se veían cubiertos de la yerba en los lados del camino. Un perro que traíamos se entretenía en perseguirlos.

Una de las cosas notables es el mal olor que despide la orina del chingue, animalillo pequeño, de linda piel pintada, menor que el gato. A veces se caminan leguas por una campaña en que hace horizonte la vista por todas partes, sufriendo siempre el fastidioso hedor. Los perros con él sienten tanta inquietud, que se desesperan hasta meterse en los ríos. Parece increíble que tome tanta extensión la divisibilidad de la materia que causa tan pestilente infección procedente de su pequeña orina.

En las postas se decía que los indios pampas habían salido a sus correrías. Llegamos de noche a una de las más avanzadas para mudar caballos, y la hallamos desamparada por temor de ellos. Nos fue preciso pasar la noche en ella para dar descanso a los caballos. Mi religioso compañero se afligía de tal manera que creía iba a morir mártir. Nuestro práctico se reía de todo poniendo su empeño en hacer candela para tomar mate a que era apasionado.  Se encendió el fuego de modo que no levantase llama, para que no se pudiese descubrir por los indios, y se viniesen sobre nosotros.

En otra posta estaban prevenidos de pólvora, balas y diez escopetas. Un foso circuía la casa, con su puente levadizo: aquí nos contemplábamos seguros.

Otro día que habíamos caminado desde las 4 de la mañana hasta empezar la noche, por adelantar más el viaje, seguimos a otra posta que distaba seis leguas. Con la oscuridad de la noche nos perdimos sin encontrar recurso alguno para el abrigo. Había llovido mucho, por lo cual pasábamos lagunas de agua que llegaban hasta la barriga de los caballos. Continuamente se oían ladridos de perros salvajes. En un principio presumí que estaríamos  cerca de algunas chozas; pero el práctico nos desengañó, asegurando que eran perros silvestres tan perniciosos como los lobos. Los caballos, después de media noche, se hallaban tan cansados que no podían dar paso. Desmontamos, para aliviarlos, en un terreno que parecía menos encharcado. Me quedé dormido de pie, arrimado al caballo, un momento.  Luego oí trotar cabalgaduras. Me dirigí a ellas. Eran dos hombres que conducían una carga. Les grité varias veces, llamándolos para que se acercaran, pero ellos, temerosos de que fuésemos ladrones, no se determinaban a hablarnos. Con las protestas que les hice de que nos habíamos extraviado, y que deseábamos saber por dónde encontraríamos el camino que conducía a Luján, se acercaron, a la distancia de más de sesenta pasos, poniéndose en facha. Respondieron que siguiésemos sus huellas y encontraríamos el camino: que se dirigían a aquella villa a vender la carga de perdices que llevaban. Media hora después nos pusimos en marcha, y habiendo salido felizmente al camino, llegamos a Luján a las 7 de la mañana. Dista de Buenos Aires doce leguas. Descansamos aquí todo el día, y el siguiente, 14 de Mayo de 1783, entramos en Buenos Aires. En su ingreso se notaban muchas cercas de tunas, que daban idea poco favorable de su magnificencia; pero penetrando en lo interior ya era otra cosa. Las muchas casas nuevas indicaban el aumento de su población; por lo común tienen puesta sobre su portada la data de su construcción. Las más brillantes habían sido edificadas desde 1778, época del comercio libre de ésta provincia con las internas del Perú y Chile. Me hospedé en casa de don Manuel de Basabilbaso, administrador de correos, amable americano y muy instruido. A su eficacia se debe el primer arreglo de las diversas carreras de postas con Chile y el Perú.

En esta ciudad se observaba bastante movimiento en el comercio. Sus relaciones con la metrópoli, con el Brasil, y con el África le daban las mayores ventajas. De lo interior del Perú, y de Chile, acudían a comprar efectos de Europa y negros. En las campañas se hacían grandes acopios de peletería para transportar a España. Muchas casas de comercio se habían formado en pocos años. El genio mercantil animaba a todos. Este genio, cuando ocupa la atención de las gentes, introduce la industria, el cálculo juicioso, y el complejo de operaciones que constituyen la felicidad de los países.

Tres meses y días me detuve en esta ciudad ínterin se habilitaba la fragata de guerra Bárbara para su regreso a Cádiz. Nada presentaba de agradable en su policía. Algunas calles parecían lodazales. En la plaza de la Aduana era menester ser volatinero para transitar por ella saltando de piedra en piedra. En este sitio he visto caer a una persona decente y llenarse de lodo. No había teatro. En las tertulias dominaba la pasión del juego.

Fuí convidado a dos famosas cenas y bailes que se dieron recíprocamente entre el Intendente de Puerto, con el nuevo que había entrado a sucederle. Todos los del ramo de hacienda se esmeraron en obsequiar a este último, así la función fue muy lucida por la abundancia y exquisito primor de la mesa, colocada en un gran patio entoldado, cuyos corredores estaban simétricamente adornados, como por la numerosa concurrencia. Mientras la juventud de ambos sexos bailaba, las gentes de más edad, que debían  dar ejemplo, se ocupaban en jugar fuertemente a la banca, para lo cual se retiraban a los cuartos interiores: en estas partidas corrían con profusión las onzas de oro. Noté que la vanidad tiene mucha parte en esta clase de juegos. Llaman hombre de espíritu al que más se expone y que se presenta en la desgracia o mala suerte con ánimo sereno. Equivocan la disipación con la generosidad. Los hombres de poco juicio sacrifican sus caudales y se arruinan por aparecer falsamente desprendidos. La verdadera generosidad es la que se emplea en obsequio de la patria y de sus semejantes. Los tahúres de profesión, diestros en el manejo de las cartas, son los que sacan partido de la debilidad de los demás, en estos juegos violentos.

El río de la Plata no tenía muelle. El embarque de las personas se hacía en carretillas con las ruedas bastante altas. Como las aguas que bañan sus márgenes, por esta parte, en un espacio considerable, no presentan mayor fondo, las carretillas corrían dentro de ellas, tiradas por un caballo, salpicando a los que iban dentro: eran una especie de muelle volante. Así arribamos a un canal en donde estaba el bote que debía conducirnos al bergantín que se hallaba anclado más afuera. El 20 de agosto dimos la vela para Montevideo. Las vistas que presenta Buenos Aires desde el río son muy lindas, mezclándose las casas con los arbolados de un modo pintoresco. Se computan 40 leguas de distancia hasta Montevideo. Cuando se llega a cierto punto de esta navegación, se observa la línea, formada por las mismas aguas, que divide las dulces de las saladas. Yo las he bebido, tomándolas en un vaso por mi mano, encontrando las unas dulces, y a muy poca distancia las otras, amargas. Tardamos 21 horas. No le sucedió así al otro bergantín que, por haber dado la vela una hora después, no pudo tomar el puerto, viéndose obligado por el viento contrario que le entró a dar bordos en el río por espacio de ocho días, hasta que arribó a la Colonia del Sacramento, desde donde se trasladaron por tierra los pasajeros y los caudales a Montevideo. Cada bergantín conducía un millón de pesos, los cuales se embarcaron en la fragata de guerra Bárbara.

El puerto y muelle de Montevideo estaba bien ordenado. Mas, la muralla por parte de tierra se hallaba sin concluir con varios portillos o derrumbios. Las isletas o manzanas de las casas presentaban muchos solares sin edificio alguno. Es regular que todo esto haya mejorado con la gran concurrencia de buques en aquel puerto. En la época de que hablamos, conté 35 fondeados en su bahía.

Cada vez que salíamos por la puerta de tierra, teníamos que admirar los desperdicios que tiraban del ganado vacuno que mataban para el consumo diario del vecindario. Las cabezas, las manos y pies sin descarnar, y los intestinos de las reses quedaban abandonados a los perros y los gusanos. En Chile había más economía, pues aprovechaban en sus matanzas estos despojos.

El 5 de Septiembre dimos la vela para Cádiz. Nos embarcamos más de treinta pasajeros y algunas pasajeras. Éramos unos 20 de primera mesa, parte de los cuales no cabiendo en la cámara, comían en la chopeta o camarita alta. El Intendente depuesto se embarcó en la misma fragata, el cual poco después de su llegada, fue ascendido al Consejo. La reunión de tanta gente hacía la navegación muy divertida. Había aficionados que tocaban perfectamente la guitarra. En algunos momentos se bailaba, y siempre se jugaba. Yo tomé el partido de leer, pasando de este modo la mayor parte de las horas. No obstante, invitado a hacer partida de juego, tuve que condescender algunas veces.

El juego de bancas en algunas temporadas, entretenía a la oficialidad y a los pasajeros desde las ocho hasta cerca de las 12 de la noche. Entraban cuanto querían apuntar. El Intendente jamás se presentó en ella, a pesar de que le llamaban con instancia. Era muy circunspecto. En su camarote, que ocupaba media cámara, se le veía vestido con bata de damasco carmesí y gorro de seda. Un día, viendo colgadas las ordenanzas en que se prohíbe los juegos y otras cosas, me dijo: Yo no sé para qué las colocan aquí si no las han de observar; más valiera que las quitaran. El tenía razón; pero si cabe alguna tolerancia en la navegación, es en los casos de la reunión de tanta gente, para evitar la monotonía que causa la vista de unos mismos objetos, y el fastidio de verse todos reducidos a tan pequeño círculo.

En la línea, los calores hicieron tanta impresión en mi cuerpo, que me causaron algunas grietas en la espalda, bien que me prevenía con el refresco de naranjadas. Los continuos chubascos refrescaban la atmósfera y eran nuestro consuelo. Ellos nos la hicieron pasar en pocos días con felicidad.

Estando arrimado a la mura mirando a la mar, ví un gran tiburón de unas 6 varas de largo, que nadaba paralelo a la fragata, el cual me obligó a desviarme, porque son muy ágiles para hacer presa.

A bordo de la fragata venía un hermoso leopardo, que tenía dos varas de largo, un tigre, y un gato montés atigrado. Los dos primeros aun eran cachorros: el leopardo se jugueteaba con los que se le acercaban, dejando marcados a varios con su uñas.

En uno de los días de calma se representó la farsa del reino de Neptuno. Para esto se permitió que el guardián colocase en la fragata una especie de dosel en el alcázar, y una mesa delante con sus secretarios y un azafate en el centro. El comandante y oficialidad se retiraron a un camarote en la chopeta. Neptuno interrogaba a cada uno ¿con qué objeto caminaba por aquellos mares? La respuesta era, sin prevención, según le ocurría a los individuos. El término de la declaración se reducía a echar algunos pesos en el azafate para aplacar a Neptuno, que después se repartía el dinero con sus satélites; y a zampuzar en la mar dos marineros. La farsa duró pocas horas con cierta seriedad, que daba al acto un tono imponente.

La fragata daba continuamente a la bomba por la mucha agua que hacía, de resultas de haber dejado en el banco Inglés, cuando varó, algunos codos de quilla, de los cuales no se reparó en Montevideo. El comandante y oficiales estaban atentos a todo. Las observaciones se hacían diariamente con el mayor acierto. Cuando dijeron que estábamos cerca de la isla de la Trinidad, se nos presentó a la vista. Lo mismo se verificó en el descubrimiento del cabo de San Vicente. Anclamos en el puerto de Cádiz el día 11 de Noviembre, a los 67 días de navegación.

 

Notas:

1. Lezica. Volver.

2. Tal vez estará reservada para un buen pincel en los tiempos venideros la publicación de tan hermosas vistas. Volver.