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Diarios, Memorias y Relatos Testimoniales
Capítulo X. El Partido Realista y los Carrera. Vacilaciones del Gobierno
Documento 1. Contestación de la Junta de Gobierno al Virrey de Lima

6 de noviembre de 1811.

Al recibo de la Real Orden de 14 de abril, cuya copia acompaña V. E., se resentía aún el reino de Chile y su Gobierno, de la convulsión causada por uno que se reputaría por un fanático, si la conducta de toda su vida no le acreditara de un malvado.

Esta circunstancia, y la de hallarse obstruida su correspondencia con la Península, hizo suspender su contestación hasta el regreso del Estandarte, buque de S. M. B.[1] que lo condujo. Ella deberá extenderse más de lo que sería necesario, si hubiese llegado al Supremo Consejo el aviso que se le dio el 2 de octubre de 1810, con documentos de las causas que entonces precisaron a erigir una autoridad conforme a la que regía a la nación, y exenta de los defectos que alejaban la confianza de los pueblos, y la seguridad de estos dominios.

Al mismo tiempo se recibieron cartas de Cádiz de igual fecha, en que congratulaban a la Junta dos vecinos y naturales de esta ciudad, que incluidos entre los vocales de las Cortes como representantes de Chile, debieron comunicarle su existencia y circunstancias.

También vino poco antes un papel intitulado Motivos que ocasionaron la instalación de la Junta de Gobierno de Chile, y el Acta de la misma -Cádiz- Imprenta de la Junta Superior de Gobierno, año de 1811.

En 30 de junio se había recibido por la fragata Bigarrena, procedente de Montevideo, una carta del señor Marqués de Casa-Irujo, Embajador nuestro en el Brasil, en que con fecha de 14 de diciembre de 1810, se complace en los términos más expresivos de la erección de la Junta y de sus cualidades, de las que le informaron los documentos que se le dirigieron en el mismo día y forma que a V. E., y estando expedita la navegación del Janeiro a España, es de creer que por aquel conducto haya llegado la noticia oficial en el caso de haberse perdido la primera.

Aunque estos datos al primer aspecto sólo inducen perplejidad, pero unidos a otros y observados con circunspección, anuncian la tendencia de la razón, de la justicia y del bien entendido interés de la nación hacia la condescendencia y aprobación de un acto heroico de lealtad, que sólo pueden impugnar la prevención, el engaño o las pasiones: suceso que como todos los grandes servicios hechos en la distancia y en tiempos difíciles, sufrirá los embates de la maledicencia; pero al fin la virtud que lo originó, lo pondrá en todo su ley y por sus efectos manifestará su importancia.

El espíritu que ha guiado nuestra conducta la asegura la protección de la Providencia, la gratitud del Rey, la benevolencia de la nación, y la aprobación de la imparcial posteridad.

Concurren a radicar esta esperanza las mismas cláusulas de la Real Orden y de la carta de V. E.: todo indica que en la sustancia hay un acuerdo completo, y que sólo restaba aclarar las equivocaciones y sombras que disipa fácilmente la ingenuidad y recta intención propia de los que dirigiéndose a un mismo punto, únicamente varían en la elección de las líneas que terminan en él.

Chile habría anticipado este paso justo y conveniente; no le ha retenido la falta de generosidad de sus operaciones, sino el desdeñoso silencio, que las daba el aire que no merecen, o las imprimía un carácter a que no pueden resignarse ni el honor ni la probidad de un pueblo noble, leal y verdadero español.

Vencido felizmente este, embarazo, oiga V. E. a Chile, que con la franqueza y candor del que sólo teme la infamia, va a presentarle las cosas como son en verdad.

No conoce aquella política tortuosa que alucina momentáneamente su antiguado invariable proceder y su causa se degradaría si usase de la más leve falsedad, efímero e infructuoso recurso de los malos.

Resonaban todavía en nuestros oídos los últimos estruendos de las armas que acababan de atacar las costas orientales de este continente, y servían de lenitivo a sus terribles ecos el del nombre de Napoleón Bonaparte, que escuchábamos como el del primer aliado de la nación, y del último amigo de nuestros buenos reyes, cuando repentinamente sucede el más inesperado trastorno, se nos ofrece un grupo de desengaños, perfidias y horrores, un conjunto de hechos, de los que cualesquiera bastaría para hacernos temblar, y abrazar asombrados todos los medios de seguridad que ocurriesen a una imaginación consternada.

El suceso de Aranjuez, el del 2 de mayo, las Cortes de Bayona, la ocupación de Barcelona, y demás plazas fuertes, la Regencia de Murat, las órdenes de los ministros para que se sometiesen estos dominios al del tirano: todo esto y mucho más se agolpa sobre nuestras almas asustadas, y las agobia.

Se siguen las insurrecciones de los pueblos de España, asesinatos de gobernadores, intrigas de generales, avisos del enviado español en los Estados Unidos para que nos precavamos de los emisarios de la Francia; órdenes de la Junta de Sevilla y Central, para que velásemos sobre los que nos mandaban.

Nos mirábamos por todas partes anegados en peligros e incertidumbres.

El estado de la Península era un problema: perturbada la comunicación no sólo por embarazos reales, sino por el interés en adulterar las noticias, exagerando unos las ventajas, otros las desgracias de la Metrópoli ¿debíamos racionalmente esperar que su resolución fuese una escuadra enemiga, que con el desengaño nos trajese las cadenas, o un ejército capitaneado por algún falso amigo, que al pretexto de conservar la dominación de Fernando, tratase de establecer la suya?

En medio de este melancólico caos volvió Chile los ojos alrededor de su horizonte, y no divisaba sino tinieblas, y precipicios, y buscaba ansioso una autoridad en quien residiese la facultad de reunir sus esfuerzos.

De nada le servía tener recursos para mantenerse fiel en todo evento, sin una atinada dirección que los hiciese útiles ¿y dónde encontraría este Fénix?

Sí, señor: no lo descubríamos.

Un sujeto que revestido de aquel carácter que llama la consideración, juntase en su persona, valor, ciencia, opinión, prudencia y la confianza, no le había.

El que por acaso tenía las riendas del Gobierno carecía de vigor y conocimientos: los que por sus grados podrían aspirar a sustituirle, son precisamente los mismos que hoy tiene V. E. a la vista.

Un solo cuarto de hora de trato descubre su absoluta ineptitud, y hace la apología de Chile.

Los que vendrían de España...

Es preciso hablar sin embozo: ¿sería justo y sería prudente, convendría someterse ciegamente a personas de quienes no se tenía confianza, ni se debía tener?

Las autoridades de donde emanaría la suya estaban contestadas por algunas provincias: con las que íbamos a chocar por solo un acto que indirectamente reprobaba su conducta.

Las juntas de Sevilla, y Central, el primer Consejo de Regencia se sucedían con una celeridad que no indicaba tener el voto de la Nación.

Estos mismos podían muy bien ser sorprendidos por hombres astutos que obtuviesen despachos cuya certeza no podíamos comprobar.

A más podían recaer las gracias en sujetos que hiciesen de ellas el mismo abuso que en España acaban de hacer de sus facultades otros que les eran tan superiores en dignidad, concepto, fortuna y motivos de gratitud a un Soberano que vendieron escandalosamente, y con menor esperanza que la que éstos podían figurarse al venir a estos destinos, que preferían a la gloria de servir a su patria oprimida, y que públicamente se lamenta de la falta de oficiales y de cuya defensa pende la fortuna de estos países que allá debe asegurarse y no aquí, donde los traería al parecer el deseo de encontrar un asilo; conjetura obvia que bastaría para hacerlos mirar en poco y perder toda su autoridad, o, a lo menos, la parte esencial de ésta, que estriba en el concepto que los que obedecen forman de la capacidad, y virtud de quien los manda, y en la estimación que hacen de sus personas.

En esta agitada situación se presenta la idea de Junta.

Los ánimos, así como los cuerpos, por contacto se comunican sus especies y se propagan los modos de pensar con la misma facilidad que las influencias de la atmósfera.

Sabíamos que todas las provincias de España habían adoptado el Gobierno de juntas en su mayor angustia; se nos enviaba por las Cortes modelos de ellas; se proclamaban sus ventajas; unos pueblos de la América las erigían, otros las pretendían; el de Chile clamaba por imitarlos, y representaba mayor necesidad.

Se instaló en efecto, formándola el mismo que tenía el mando, y la quiso como precisa, del Ilustrísimo Obispo, un Consejero de Indias, el Comandante de Artillería, dos Coroneles de Milicias, y un vecino distinguido; de modo que no se hizo sino variar el nombre, aquietar el reino, y multiplicar los medios de conservar la religión santa y los dominios de Fernando séptimo, a quien se juró de nuevo, y recibió en esta ocasión las pruebas más tiernas y sinceras del amor y fidelidad de estos vasallos que crecen al paso que obtienen de mano de los depositarios de la real autoridad y en el augusto nombre los beneficios que antes les habían decretado los soberanos, y habían frustrado causas que debían olvidar.

Sírvase V. E. de fijar su atención en esta exacta sucinta descripción de los acaecimientos de Chile y observará una conformidad total entre ellos y las noticias que se difundieron en la Península, y dieron ocasión a la Real Orden; circunstancias o condiciones a que se liga la real aprobación, de que jamás dudó este reino, penetrado de la justificación de su Príncipe, y de los motivos de sus operaciones.

Estas después no han discrepado y para que V. E. no lo dude y guste del placer de hallarnos justos, tenga a bien el que nos detengamos.

Nos explicamos así, porque creímos fundadamente que V. E. se agradará al ver desvanecidas las siniestras impresiones que causan los genios melancólicos, los juicios precipitados, o las pasiones.

Chile no ha variado, ni desmentirá jamás el estimable concepto que tiene entre la nación, y entre las naciones, que le han granjeado la honradez de sus naturales desde su incorporación a la España.

Su adhesión a la Madre Patria está fundada en principios inalterables que todos conocen y sienten.

No hay uno que no sepa que la situación política, moral, y física de las provincias de América, las precisa a tener en Europa un amigo, un apoderado, un protector, una obra avanzada que las defienda de las empresas que siempre se fraguan en aquella parte del mundo.

No hay quien ignore que las regiones que componen nuestro hemisferio necesitan un centro de unidad donde se combinen sus intereses, sus relaciones y sus fuerzas; y debiendo ser esto así, ¿no es natural, no es forzoso que prefieran a la potencia con quien convienen en origen, religión, idioma y costumbres?

Es igualmente cierto que desgraciadamente hay una rivalidad que por descuido del Gobierno, o por inevitable entre colonias y metrópolis, aleja los ánimos de los naturales, los que por haber nacido en la España europea pretenden la primacía; pero aquí es donde menos reina esta división, y a más sabemos que el extinguirla es hoy uno de los conatos de la buena política.

Esta idea que casi es innata en los chilenos, la habitud, su colocación geográfica, que los separa del roce con extranjeros, y viajantes, los constituye, por naturaleza, razón, conveniencia y necesidad, unos verdaderos españoles; y la inclinación propia de todos los hombres a no cambiar un estado que tienen por bueno, por otro que no han experimentado, los hace generalmente pacíficos, y amantes a la quietud; no por eso faltan en más de un millón de vivientes algunos espíritus poco afectos a la tranquilidad y que siembran la discordia, pero que no encontrando aquí secuaces, arrojan el fuego a la distancia, y perjudican el honor del país haciendo que en la Península y en los reinos vecinos se viertan especies contrarias a la verdad, como lo habrá observado V. E. hasta hoy que se nos franquea la puerta para parecer bajo nuestro aspecto verdadero, y no como nos figuran los folletos malignos de autores desconocidos, interesados o ignorantes, dignos del último desprecio de un Gobierno sabio.

La urgente necesidad de convenir con la voluntad general, con las de las provincias de América y con las de España a las que éstas se acaban de declarar iguales, obligó a una innovación accidental, de que se creyó dependía la guarda de estos dominios del Rey.

Su ejecución no debía ocasionar algún mal y sí bienes; pero la repugnancia habría traído de pronto acaso desastres, y en lo sucesivo tal vez la pérdida del reino u otros daños irreparables.

Los polos sobre que gira son la conservación intacta de la religión católica y la mayor lealtad al augusto Fernando.

Está compuesta (la Junta, según expresa la Real Orden) de individuos dotados de lealtad, virtud y prudencia: se dedica a conservar el orden y tranquilidad de este reino; a mantenerlo fiel y sumiso a nuestro soberano el señor don Fernando Séptimo, y a las legítimas autoridades que en su ausencia y cautividad gobiernan sus dominios; a cooperar por cuantos medios le sean posibles salvar la patria, guardando en todo el respeto y miramiento que es debido a las autoridades del reino dejándoles libre, y expedito el ejercicio de sus funciones.

Bajo de estas condiciones se nos ofrece sernos propicio mientras que la Constitución que ha de formarse, establece el Gobierno que más convenga a las provincias de la nación.

Todas estas condiciones o deberes están literalmente cumplidos por Chile, que puede fácilmente satisfacer al reparo que se les haga de no haber sufragado más al auxilio de la Metrópoli con su notoria pobreza que se le ha hecho más sensible con la dilapidación del Erario en los últimos gobiernos, con la perturbación del comercio, con los gastos de defensa, y con la suspensión del envío de tabacos y situado de Valdivia que antes venia del Perú.

Es igualmente palpable el motivo de preferir el mando de los que están imposibilitados de cometer una felonía, a los que lejos de darnos un seguro de sus miras, traen contra sí la presunción de venir imbuidos de los malos designios, y ejemplo de los que por interés, seducción o capricho entregaron los dominios y confianza del Rey a sus enemigos, los mismos a quienes sin reserva habríamos obedecido como siempre, sin los recelos que acaba de justificar una triste experiencia.

Es cierto, señor excelentísimo, que toda novedad es mala, como dijo el mayor innovador, el Bonaparte de su siglo, julio César, delante de la estatua de Catón, el más rígido romano, y cuya severa e inflexible virtud arruinó su patria; pero hay algunas que son peores; tal sería la que alterase nuestra actual situación; y más si se pretendiese por modos duros, propios sólo para alarmar [a] los pueblos, y obstinar los ánimos; sobre todo, cuando si hay en ello inconvenientes, son fácilmente reparables y excusa provisionalmente resultas que después no tendrán enmienda.

Dilate V. E. la vista sobre ese escabroso Perú, y verá que aún humea el fuego mal apagado de las primeras guerras civiles: heridas curadas en falso, que reviven a ciertos tiempos y perpetúan el espíritu de inquietud.

Los remedios violentos, no el éxito parcial, jamás extinguieron la opinión dominante, sino que la radicaron, o a lo sumo la contuvieron, mientras recuperó la fuerza que le dio la misma contradicción, y que habría disipado la paciencia, y la sagacidad.

Sin embargo de que nuestra razón y nuestras obras van de acuerdo, no tenemos el orgullo de creerlas infalibles, principalmente en un tiempo en que se conjuran todos los accidentes para hacer vacilar la meditación más reflexiva y juiciosa: así encarecidamente interpelamos a V. E. para que se sirva anunciarnos qué es lo que haría su concepto acerca de nuestra futura conducta, a vista del estado actual de las cosas.

El del Perú es un verdadero enigma; el de España se presenta por tantas fases como correos, o más bien cartas que nos llegan; las ideas de nuestros enemigos, y aun aliados son insondables.

Sírvase pues, V. E., en ejercicio del encargo que le hace la Corte, y de su alto empleo, en fuerza de los conocimientos que posee y de lo que debe al Rey y a la nación, proporcionarnos un dictamen que nos saque de este laberinto.

A nosotros no nos ocurre otro efugio que ratificar en sus manos, a presencia del cielo y del mundo, que somos españoles y vasallos de Fernando, para quien mantendremos este último reducto: en él reinará sobre nosotros, y sobre nuestros hermanos los españoles fieles, a quien servirá de refugio, y para esto no será uno con la nación en el caso que la fortuna la subrogue a otro como se indica en la Proclama de la Regencia de 6 de septiembre de 1810, que antes de sujetarnos a otro sacrificaremos nuestras fortunas y vidas.

Que desconfiamos del Universo entero;

Que auxiliaremos en cuanto podamos a la Metrópoli, y Provincias fieles al Rey;

Que a nadie incomodaremos;

Que una empresa de esta importancia sólo ha de fiarse a los que deben, tienen interés inmediato, y están resueltos a sostenerla mientras respiren;

Que ésta es la unánime voluntad de los pueblos, expresada por ellos, modificada por sus representantes y apoyada en el valor conocido de millares de hombres listos, robustos y sobrios, que aborrecen el yugo extranjero más que la muerte.

Con el mismo candor y en la efusión de nuestros sentimientos de amor al Rey, a la humanidad y a la memoria de V. E., nos avanzamos a exponer a su consideración una ocurrencia sugerida por la lealtad de nuestros corazones, que no nos permite sofocarla en la esperanza de que puede ser oportuna.

Observamos con el más profundo dolor, que las opiniones formadas sobre la economía del Gobierno interior, que en España nos han producido consecuencias perjudiciales al sólido interesante principio de amar, reconocer y defender al Rey, hayan llegado en América al extremo de que después de derramarse tanta sangre y tan necesaria para resistir a los peligros extranjeros, hoy se halle el ejército del Brasil ocupando el territorio español, llamados por unos jefes que estuvieron destinados para mandar este reino: trama que se urdía desde mediados del año pasado, a pesar de la vigilancia del .Ministro de España, a quien se alucinó, según la Gaceta de la Regencia de 27 de noviembre de 1810.

Precisamente estos designios siendo en toda ocasión temibles, hoy se hacen más sospechosos con la pública y válida voz que ya corre, que debe mantenerse su soberanía en la posesión de aquellas provincias; porque a más de sus anticipados derechos es de temer que el señor don Fernando Séptimo aun cuando vuelva al trono de España, traerá todas las impresiones e ideas del Emperador de los Franceses.

Acaso V. E. por unos medios pacíficos, y conciliatorios pudiera evitar tan inminente e irreparable desgracia.

Nosotros tendríamos la mayor gloria, si autorizado nuestro Gobierno con la aprobación de la Metrópoli, y con la moderación de nuestra conducta, nos juzgase un instrumento capaz de facilitar los arbitrios de una amistosa conciliación, o de que se acercasen a tratar este negocio algunos emisarios de los gobiernos limítrofes, cuya sola unión bastaría para hacernos respetar de los enemigos exteriores, fortificar nuestra adhesión a la sagrada persona del Rey, y a la causa de la Madre Patria, invirtiéndose en su socorro el numerario que hoy se emplea en destruirnos mutuamente para ser víctimas después del primero que aproveche de nuestra división el estado de languidez en que debemos quedar, o atraídos por una facción.

No hay sacrificio que no haríamos en obsequio de un objeto tan grande e importante, cuyo logro acaso está reservado a nuestra pequeñez, como otras veces destinó el gran árbitro de los imperios para instrumento de sus determinaciones, o para conductor de la oliva al que menos se pensara, y que tal vez no tenía más recomendación que un deseo justo y una buena voluntad.

Si llegase la nuestra a conseguir el dichoso fin que se propone, y que cree muy posible ¡qué perspectiva tan lisonjera para el servicio del Rey, satisfacción de Chile, honor de V. E., y bien del género humano!

Para ello cuente V. E. con nuestros últimos esfuerzos, con el más profundo respeto a su carácter e íntima, estimación a su persona.

Nuestro Señor guarde a V. E muchos años.

Santiago de Chile y noviembre 6 de 1811.

Excmo. Señor don José Abascal, Virrey Gobernador y Capitán General de las Provincias del Perú.

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Notas

[1] Su Majestad Británica. (N. del E). Volver.

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