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La Aurora de Chile
Número 45. Jueves 17 de Diciembre de 1812. Tomo I.
Concluye el discurso de Jorge Washington al Pueblo de los Estados Unidos, anunciándole sus intenciones de retirarse del servicio público [22]. Concluye este texto. (Véase Tomo I, Nº 44, Jueves 10 de Diciembre de 1812).

Para la eficacia y permanencia de vuestra unión es indispensable un gobierno central. Las más estrechas alianzas entre las partes componentes no se le pueden adecuadamente substituir. La experiencia de todos los tiempos ha manifestado infracciones e interrupciones en todas las alianzas. Sensibles a estas verdades elegisteis el gobierno actual, obra de vuestra elección, sin que nadie os hubiese violentado, después de una investigación plena, y de una madura deliberación; gobierno completamente libre en sus principios y distribuciones de poderes; que une la seguridad con la energía, y que en sí mismo tiene los medios de reformarse; por todo esto tiene derecho a vuestra confianza, y a su conservación.

El respeto a las autoridades, la observancia de las leyes, son deberes que imponen las máximas fundamentales de la verdadera libertad. La base de vuestro sistema político es el derecho que tiene el pueblo de hacer y alterar la Constitución y forma de gobierno.

Pero la Constitución existente, mientras no se varíe por la voluntad explícita y auténtica de todo el pueblo, es religiosamente obligatoria para todos. La verdadera idea y derecho del pueblo de establecer su propio gobierno, presupone la obligación de cada individuo de obedecer al gobierno establecido.

Todo lo que impide la ejecución de las leyes, todas las combinaciones y asociaciones bajo cualquier motivo plausible con designio de turbar, oponerse, violentar las regulares deliberaciones de las autoridades constituidas, son destructivas de los principios fundamentales, de una tendencia peligrosa. Ellas dan nacimiento a las facciones, y les prestan una fuerza extraordinaria. Ellas colocan, en lugar de la voluntad delegada de la nación, la voluntad de un partido, y las miras pequeñas y artificiosas de unos pocos, y siguiendo los alternativos triunfos de las facciones diferentes, dirigen la administración pública por mal concertados e intempestivos proyectos, no por planes consistentes y saludables, dirigidos por consejos comunes, y modificados por intereses recíprocos. Por ahora no tememos tan tristes acasos, pero en la serie de los tiempos y de las cosas, pueden aparecer hombres astutos, ambiciosos y sin principios, que logren trastornar el poder del pueblo, y usurpar las riendas del mando, arruinando después a aquellas mismas máquinas que les proporcionaron elevarse a una injusta dominación.

Para la conservación de vuestro gobierno, y permanencia de vuestra actual felicidad, se requiere no solo que estorbéis las oposiciones a las autoridades, sino que resistáis con celo el espíritu de innovación acerca de nuestros principios, sin deslumbraros con pretextos especiosos. El plan de asaltaros será alterar la Constitución, para debilitar el vigor del sistema, minándolo ya que no puede combatirse al descubierto. En todas las alteraciones a que se os invite, debéis acordaros que el tiempo y el hábito fijan el verdadero carácter de los gobiernos y de todas las instituciones humanas; que la experiencia es quien descubre la tendencia de la constitución de un país; que la facilidad y ligereza en hacer variaciones, fiándose de opiniones hipotéticas, expone siempre a que no haya nada estable, nada cierto, según la variedad eterna de las hipótesis y de las opiniones; acordaos especialmente que tanto para un país tan extenso como el nuestro, como para la seguridad y libertad general, es indispensable un gobierno enérgico. La misma libertad, y los poderes bien distribuidos, son los garantes de ella misma. No existe más que el nombre de libertad, cuando el gobierno es tan débil que no puede impedir los atentados de las facciones, contener a cada uno en los límites señalados por las leyes, y conservar a todos el seguro y tranquilo goce de los derechos de los individuos y de las propiedades.

Os expuse en otra ocasión los riesgos de las facciones; séame lícito fortaleceros más, y de un modo solemne contra los perniciosos efectos de las facciones.

Desgraciadamente el espíritu de partido es inseparable de nuestra naturaleza, teniendo sus raíces en las pasiones humanas. Él existe en todos los gobiernos bajo diferentes formas, más o menos descubierto, más o menos reprimido; pero en los sistemas populares se muestra con más osadía, y es su mayor enemigo.

La alternativa dominación de una facción sobre otra, aguzada por el espíritu de venganza, natural a los partidos, el cual en diferentes edades y países ha perpetrado las más horribles atrocidades, es en verdad un despotismo espantoso, y que a la larga conduce a un despotismo más formal y más permanente. Los desordenes y miserias que resultan, inclinan gradualmente los ánimos de los hombres a buscar la seguridad y el reposo en la autoridad absoluta de un individuo, y tarde o temprano la cabeza de alguna de las facciones más hábil, o más afortunado que sus rivales, encamina estas disposiciones a los intentos de su propia elevación, y a la ruina de la libertad pública. De aquí se origina el que los consejos públicos se distraigan y que la administración se debilite. La comunidad se agita con mal fundados recelos y falsas alarmas; se aviva la animosidad de un partido contra otro, y ocasionalmente se fomentan tumultos e insurrecciones. Todo esto abre la puerta a la influencia y corrupción de los extraños, que hallan un acceso fácil al mismo gobierno entre las pasiones y delirios de las facciones. Desde entonces la política y la voluntad de una potencia queda subordinada a la política y voluntad de otra. Yo se que algunos opinan que los partidos son útiles en los pueblos libres para avivar la administración, hacerla vigilante y conservar activo el amor de la libertad. Esto puede ser verosímil con ciertos límites, y sobre todo en las monarquías el patriotismo puede mirar con indulgencia, si no con agrado, el espíritu de partido. Pero en los gobiernos populares y puramente electivos, deben mirarse con recelo y disgusto las facciones. Siempre debe temerse el exceso en causas que por su naturaleza se encaminan al exceso por la violencia de las pasiones más inflamables. La fuerza de la opinión pública debe adormecer este espíritu. Es difícil apagar los incendios cuando han tomado un cuerpo demasiado.

Conviene también en los pueblos libres la moderación en los que obtienen la pública confianza, y que cada magistratura no salga de los confines que le señala la Constitución, evitando introducirse en la esfera de las otras. De lo contrario se originarán competencias, y estas reúnen el poder de todas las magistraturas y departamentos en una sola, y entonces la administración es despótica. El deseo de mandar, y la inclinación a abusar del mando, predominan demasiado en nuestros corazones para que miremos esta advertencia con descuido. Que sea necesaria la emulación entre las magistraturas y poderes políticos; que estos se dividan y distribuyan para que unos eviten que no se hagan despóticos los otros, son cosas que convence la experiencia de todos los tiempos, y que nosotros hemos experimentado. Tan necesario es conservar como instituir los buenos establecimientos. Jamás se corrijan abusos, ni hagan variaciones por medio de la usurpación, porque aunque en algún caso pueda ser instrumento de bien, es de ordinario la arma destructiva de los gobiernos libres. Los beneficios pasajeros suelen conducir daños permanentes.

De todas las disposiciones y hábitos que traen 1a prosperidad política, la religión y la moralidad son la columna. No es patriota, no es juicioso, el que trabaja por derribar este firme apoyo de la pública dicha, y de las obligaciones humanas y civiles. El hombre político y el hombre piadoso convienen en respetar la religión y las costumbres. Para exponer su conexión con 1a prosperidad pública se necesitaría un libro. ¿Qué seguridad habría para las propiedades, reputación, y vida si la opinión y fe de la obligación religiosa se separase de los juramentos, que son los instrumentos de investigaciones judiciales? Concedamos generosamente que la moralidad pueda existir sin religión. Concédase la influencia que se quiera a la mejor educación y al carácter peculiar del ánimo; la razón y la experiencia nos advertirán siempre que esperemos la moralidad nacional de solo los principios religiosos.

Conservad el crédito público como un manantial de fuerza y seguridad. Usad de la posible economía, evitad los gastos cultivando la paz; pero tened presente que un gasto a tiempo evita un gran desembolso para lo futuro; y es más como prevenir un peligro que repelerlo. Guerras inevitables pueden ocasionar deudas, deben cubrirse en la paz, y no trasmitir a los venideros el peso odioso que nosotros sufrimos. Estas máximas tocan al Congreso, pero debe cooperar la opinión pública.

Guardar buena fe y justicia con todas las naciones, cultivar con todas paz y armonía, dirigiéndose siempre por la religión y la moralidad: la verdadera política esta hermanada con estas disposiciones. Fuera digno de tan brillantes días, y de una nación libre y grande dar al género humano el magnánimo e inesperado ejemplo de un pueblo naciente guiado por una exaltada justicia y benevolencia. Nadie dude que en el curso de los tiempos y de las cosas un plan tan hermoso recompensaría ricamente los sacrificios que hubiese costado. ¿Creeremos que la Divina Providencia no haya unido con estas virtudes la felicidad permanente de las naciones? Haced la experiencia; a esto nos invitan y compelen los sentimientos que ennoblecen a la naturaleza humana. ¡Ah! no lo hagan impracticable sus vicios.

Para la ejecución de estos planes es indispensable que se excluyan y disipen las antipatías inveteradas contra naciones particulares, y el efecto apasionado para con otras... Armonía, comercio liberal con todo el mundo, es la conducta recomendada por la política, la humanidad y el interés. Seamos siempre imparciales, y jamás pretendamos favores, ni preferencias exclusivas. Consultemos el curso natural de las cosas. Difundamos y diversifiquemos nuestras relaciones por medios pacíficos, sin forzar a nadie. Establezcamos reglas convencionales de comercio, acomodadas a las circunstancias y al estado de la opinión, pero variables según estas se varíen. Acordémonos siempre que se pagan con una porción de independencia los favores que se reciben. Nada se da sin interés de nación a nación.

Al presentaros, oh paisanos míos, estos consejos, propios de un amigo antiguo y tierno, no concibo la esperanza de que hagan una impresión tan duradera y fuerte, que manden a las pasiones, e impidan que corra nuestra patria el destino de todas las naciones. Todo tiene su curso inmutable. Pero si pudiera yo lisonjearme de que mis avisos habían de ser de algún modo útiles, que habían de contener la furia del espíritu facción, si os armasen contra las intrigas extranjeras y contra las imposturas del falso patriotismo, esta esperanza sería una plena recompensa de mi solicitud y amor.

Yo confío que trayendo a vuestra memoria cuarenta y cinco años consagrados a vuestro servicio con ternura paternal, consignaréis al olvido mis yerros, mientras yo, conservandoos todo el cariño tan natural a quien se ha envejecido en el suelo patrio entre las cenizas de sus mayores, gozo en medio de mis conciudadanos de la dulce y benigna influencia de las buenas leyes bajo un gobierno libre; este ha sido siempre el blanco de los deseos de mi corazón, y ha de ser, como lo espero, la feliz recompensa de nuestros cuidados, fatigas y peligros.

George Washington.

Estados Unidos, 17 de Septiembre de 1796.

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[22] (Nota en el título). Véase tomo I, número 44, Jueves 10 de Diciembre de 1812 (N del E).