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La Aurora de Chile
Número 39. Jueves 5 de Noviembre de 1812 Tomo I.
Discurso sobre el sistema. Texto firmado por Patricio Leal (Manuel de salas) en que se aclara el concepto de "sistema".

El que ama la verdad, la busca sin prevención. Esto es lo que yo exijo de los que lean este discurso para que no se escandalicen antes de examinar despreocupadamente sus fundamentos. Si ellos son ciertos y sólidos, convencerse, y si no, impugnarlos para enmendar el error que nunca será de voluntad, como el de los que se obstinan para no ver la luz. Otro ha explicado antes, qué es Patria [9], y yo intento ahora averiguar, qué es Sistema, para que todos seamos conformes en la opinión del que adopta la Patria.

Desde el principio de nuestra revolución han clamado los  amantes de la patria por la necesidad de formar la opinión pública, pero sus clamores serán siempre nulos si ellos mismos no especifican la esencia de la opinión que apetecen. Desear que todos convengan en un sistema sin explicar cuál sea éste, es lo mismo que intentar que los hombres sean adivinos, o que cada uno manifieste sus sentimientos con el valor de que carecen los mismos declamadores, ya que no se atreven a fijar el objeto a que terminan sus instancias por la uniformidad de la opinión.

Si pretenden que esta consista en que el pueblo entero se contente con haber depositado en muchas manos el gobierno que antes se administraba por una sola, la solicitud me parece extravagante porque la felicidad general jamás se afianzará en el numero de las personas, sino en la beneficencia y virtudes del gobierno, sea de uno o de muchos, y en siendo malos los gobernantes, no habremos hecho otra cosa que separar al tirano para multiplicar la tiranía.

Es verdad que entonces nos quedaría el consuelo de enmendar nuestro error en la elección siguiente, y tener siempre la esperanza de un término señalado que no teníamos en el despotismo antiguo. Pero también entonces no será  la pluralidad de gobernantes, sino su periódica mutación eso que se llama sistema, y me parece cosa ridícula y muy pequeña apoyar nuestra dicha en las repetidas elecciones que cuesta tanto acertar como desprender a los hombres del espíritu de partido, e infundirles aquellas virtudes cívicas que sofocan la facción y la intriga.

Además, ¿[de] qué podrán servirnos los reglamentos que metodicen este derecho electivo, siempre que no estemos seguros de que él es efectivamente un derecho de que nadie podrá despojarnos? Y ¿lograremos esta seguridad estando dependientes de un extraño que podrá despojarnos de la ley a su arbitrio? Yo creo que me acerco a el objeto único y esencial de la opinión pública, si consigo convencer que el sistema consiste en gobernarnos absolutamente por nosotros mismos, y remover los obstáculos que deban influir en la imaginación de cada uno para dudar de este derecho, que es mejor ejecutarlo en muchos por que es difícil que todos quieran o logren ser déspotas.

No quiero subir a la Conquista, y empeñar los argumentos que demuestran que la fuerza y la violencia nunca autorizaron la usurpación de lo que era ajeno. Cuando todos saben que el dominio no se adquiere sino por un       pacto con que el propietario legalmente lo transfiera, y los pueblos de Chile no sabemos que hubiesen celebrado semejante contrato con sus conquistadores, cuyos derechos (si tuviesen algunos) nos corresponderían como a su descendencia, porque habiendo salido libres del seno de naturaleza, no hemos pertenecido al patrimonio de una casa, ni hay autoridad sobre la tierra que pueda aplicar a cierta familia las generaciones que se reproducen, se suceden, y forman pueblos de hombres que nacieron con la misma libertad que un Rey, que no ha sido regalado en el vientre de su madre con un diploma celestial para gobernar a sus semejantes si ellos no lo quieren.

Desde la prisión de Fernando 7º se ha repetido mil veces por las plumas españolas, y no era necesario que ellas lo enseñasen para que fuere cierto, que las naciones no se hicieron para los reyes, sino éstos para las naciones; que ellos son unos oficiales del pueblo, mayordomos de sus  intereses, y depositarios de la soberanía popular. Con sólo estos axiomas dogmáticos de la política y el cautiverio de Fernando, hay sobrada materia para que el derecho de gobernarnos los chilenos por nosotros mismos sin dependencia alguna de afuera, sea una de aquellas verdades que se entran por los ojos hasta el cerebro.

Fernando 7º fue jurado Rey en la forma que se acostumbrada por un Alférez Real que, habiendo rematado su vara, no compró los poderes invendibles del pueblo, ni la voluntad ajena para sujetarla a la suya. ¿Podrá obligar [a] mi conciencia el juramento que yo no he prestado, ni otro a quien yo haya comisionado para jurar en mi nombre? Los Teólogos más rigoristas responderán que no, y la razón natural lo está dictando.

Por otra parte, el juramento de obediencia y fidelidad es de la clase de aquellos que los canonistas, ministros de la moral, y doctores de la Iglesia llaman promisorio, y que según su doctrina embebe las condiciones tácitas e imprescindibles de que los contrayentes se hallen en posibilidad de llenar sus respectivos deberes, y las cosas permanezcan en el mismo estado en que estaban cuando se juró. Por ejemplo, yo he pactado con Diego una compañía de comercio y nos hemos juramentado de poner dentro de dos meses el capital de dos mil pesos; antes de este plazo cayó Diego en esclavitud, varía de estado, y él queda inhábil para la sociedad como yo desobligado de cumplirla. Fernando libre fue jurado Rey; después se muda su condición en la de cautivo, desatándose por consiguiente en el vasallo el vínculo del juramento y la obligación o pacto de obedecer al que juró libre y no cautivo.

Pero supongamos que Fernando sea el monarca de Chile, por que así lo acepten sus habitantes. Este Rey, después de cautivo ¿qué clase de poder civil ejercerá en un país que no sabe si su príncipe vive o ha fallecido, y que no duda que se halla civilmente muerto? ¿Cómo podrá ser el resorte de su vida civil el que no la tiene, y acaso carece de la natural? ¿Qué leyes, qué reformas podrá enviarnos desde el Castillo de Valençay? ¡Ha!, si por ventura ha muerto ya este infeliz joven, ¡cuánta será nuestra vergüenza, cuando (corrido el velo que oculta su sombra, y convidando el fin de sus días) viésemos que nos hemos estado conduciendo en nombre de un ente imaginario y sin existencia! La historia será para nosotros un monumento de rubor, y de la influencia infamante que han ganado sobre nuestro espíritu los hábitos del respeto más servil y más imperioso que la fuerza misma del instinto. ¿Qué se diría de un propietario que habiéndole preso a su mayordomo, necesitase manejar la hacienda en nombre de este para hacer valer sus disposiciones domésticas? ¿Qué de aquel que, cautivado el depositario de su caudal y volviendo a recibirse de sus intereses por este accidente, se juzgarse sin facultades para negociar sino en nombre del depositario? Pues si el ejercicio de la soberanía ha recaído en el pueblo, porque se halla preso el Rey, que era el mayoral en quien estaba depositada, ¿habrá cosa más ridícula que un pueblo que administre el gobierno de que es dueño en el nombre de este mismo Rey inexistente a quien lo había confiado?

Ahora bien, si no es necesario invocar el nombre de Fernando para gobernar, ¿por qué principio estamos sometidos a los que en su nombre pretenden sojuzgarnos? Chile, un pueblo libre y de iguales derechos a los demás, se encuentra capaz de una administración independiente, la desea, toma sus medidas para consolidarla pacíficamente; ni Dios, ni la naturaleza se lo impiden; antes bien, su libertad la debe al Ser Supremo y no es donación de los hombres; luego, tampoco hay obstáculo, ni en la religión, ni en la política, que le embarace este deseo, este derecho de gobierno por sí mismo con independencia de otra autoridad que no sea la territorial.

¿Y don Fernando? ¿y las Cortes? ¿y la Regencia de España?  De don Fernando he dicho lo suficiente, de las Cortes y Regencia lo han dicho otros, y yo añadiré que ellas se hicieron sin nosotros, porque nos llamaron con hipocresía, con mala fe, con desigualdad, y últimamente con engaño hasta darse tiempo para pretextar un apuro y no aguardarnos. Sobre todo, nosotros también vamos a tener nuestras Cortes en el Congreso chileno; tenemos ya nuestra Regencia en la junta; no necesitamos de pasar anchos mares para buscar la feliz Constitución y los destinos que aquí nos daremos con mejor conocimiento del mérito y de las circunstancias que están presentes a nuestra vista. Y mientras se prepara la representación legítima de nuestros pueblos, Fernando será nuestro Rey hasta que aquella fije nuestra suerte.

Confesemos pues que podemos, y debemos, gobernarnos por nosotros mismos; y este es el sistema que debe contraer la opinión pública, sin que la mera imagen de un Monarca se oponga al derecho efectivo de nuestra independencia, y este convencimiento habrá disipado las sombras, y removerá los obstáculos que pudiesen influir un escrúpulo en la imaginación.

No dudándose del derecho, menos puede dudarse de la conveniencia de este sistema, que será tanto mejor, cuanto más claramente se ve lo que está dentro de nuestra casa, que a una inmensa distancia. Con la misma prontitud se crearán y fomentarán los bienes, que se enmendarán y aniquilarán los males que están inmediatos; y si al principio no gozamos de una administración perfecta, la experiencia la rectificará, y en fin, o probaremos lo que podemos ser; o seremos lo que queramos, y nunca esclavos de amos foráneos que siempre son menos caritativos que los compatriotas.

Paisanos: unión, uniformidad en la opinión, paciencia, constancia, amor a la virtud, a la ilustración, al trabajo, y a la libertad. Tene quod habes, ne alius coronam tuam, aconsejó San Pablo, y en buen castellano quiere decir: has recuperado tus cosas, no hay que soltar la presa.

Patricio Leal.

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[9] Véase el artículo titulado "Discurso Dirigido por la Aurora de Chile a los Patriotas de Nombre", de Antonio José de Irisarri, tomo I, número 37, Jueves 22 de Octubre de 1812 (N del E).
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