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La Aurora de Chile
Número 38. Jueves 29 de Octubre de 1812. Tomo I.
Discurso sobre la necesidad de sostener el sistema de la América, y sobre la injusticia de sus enemigos. Texto de Antonio José de Irisarri sobre el tema indicado en el título.

Cuando escribí sobre la opinión pública [3], leyeron todos con gusto mi papel porque sólo trataba de las obligaciones del gobierno. Después tracé en otro discurso los deberes del patriota [4], y se alegraron nuestros enemigos porque vieron retratados al vivo los defectos de una parte de nosotros. Ahora voy a tratar sobre la injusticia de nuestros enemigos, no para que guste a unos, ni desagrade a otros, sino para que conociendo su error lo detesten y corrijan. Yo no escribo para agradar a nadie, ni espero que por premio de una vil adulación me den empleos que desprecio, rentas que no necesito, honores que me infamarían, ni elogios que me envilecieran. La verdad y la razón dirigen mi pluma contra el error, donde quiera que se encuentre; procuro examinar las opiniones, y sin tomar un partido caprichoso, sólo busco sus fundamentos para aprobarlas o combatirlas; mas entiéndase que en esto no llevo otro interés que el de la sociedad.

El sistema de las Américas es salir del estado ignominioso de colonias, y elevarse a la jerarquía de naciones, como lo fueron en otro tiempo; o más claro, salir de la esclavitud para entrar en la libertad. ¿Es este por ventura un delito, o una virtud en el orden de la naturaleza? Veamos lo que dice sobre esto el Procurador General de Asturias, en su examen imparcial de las disensiones de la América con la España en las páginas 74 y 75: "La ley de la conveniencia debe ser siempre la base en que estribe toda sociedad civil. La primera ley que el Autor de la Naturaleza impuso al hombre, es la de la propia conservación, o lo que es lo mismo, la de su felicidad. Por esta ley superior a cuantas pueden existir, todas las sociedades tienen la facultad inadmisible de variar la forma de su gobierno, de elegir sus gobernantes y de deponerlos".

¿Pero qué necesidad teníamos de que esto lo dijese un español, cuando la naturaleza lo escribió con caracteres indelebles en los corazones de todos los mortales?

A lo menos servirá para que lo entiendan aquellos que, despreciando la voz de la madre común, sólo escuchan los acentos que salen de un órgano de su partido. Réstanos solamente examinar si pudiéramos ser felices bajo el actual gobierno español, y para esto no tenemos más que abrir los ojos a su conducta pasada y presente, de donde inferiremos cual sería la futura.

Viose la España repentinamente envuelta en mil desgracias, de las cuales debía esperar su cercana ruina. Invadida por muchas partes con poderosos ejércitos enemigos, y encontrándose sin soldados, sin armas, sin erario, sólo podía conservar una sombra de esperanza en los auxilios pecuniarios de la América; ¿pero cómo esperar auxilios de un esclavo oprimido, maltratado y más interesado que nadie que en la ruina de su dueño? Sin embargo de esto, creyó la inocente América en los halagos que la urgente necesidad arrancaba del orgulloso despotismo español; oyó con placer aquellas voces de fraternidad, de igualdad y de reformas. Sólo resonaban clamores de compasión por los hermanos europeos en cuantos países abrazan el río Mississippi y el caudaloso Plata; olvídanse en un momento los agravios de tres siglos, y todo americano se desprende de parte de sus bienes para auxiliar a la España, su opresora; llegan a Cádiz los navíos conductores de las riquezas de la América, de aquellas riquezas que son el objeto de la codicia, y el motivo de las injusticias de la que quiere llamarse Madre Patria. ¿Y qué sacamos de todo esto? Lo mismo que sacó la cigüeña del socorro que prestó a un lobo que se ahogaba.

Consiguen nuestros pretendidos hermanos algunas ventajas sobre su enemigo, y creyéndose por esto inconquistables, se van arrepintiendo poco a poco de haberse mostrado con nosotros tan humanos; no se halla entonces bien su orgullo con la declaración que su necesidad nos hizo en un momento apurado, y como no puede recoger sus palabras, se contenta con dejarlas sin efecto. Así es que habiendo algunos pueblos de América creado sus juntas provinciales, a ejemplo de la España, se mira esto como un crimen, y se sostiene descaradamente que lo que es lícito en aquella es un crimen en esta otra. ¿Cómo componemos, pues, la igualdad de derechos? En vano se fatigarán los partidarios del error en buscar sofismas con que oscurecer verdades tan claras como el sol; jamás conseguirán otra cosa que demostrar más y más la debilidad de sus miserias, y la obstinación de sus caprichos. Pero pasemos adelante.

Fórmanse en la Península unos gobiernos tras otros, sin que los pueblos americanos tuviesen más voz para ellos que la de la obediencia. En España se puede dudar de la legitimidad de las elecciones, y pueden suscitarse competencias entre las provincias sobre la superioridad de los gobiernos, cuando en América se lleva al cadalso al pobre insurgente, que no cuenta entre los misterios de fe la infalibilidad de los españoles. ¡Qué bella igualdad!, ¡Qué fraternidad tan cariñosa! Esta es la misma fraternidad, la igualdad misma que había entre los lacedemonios y los ilotas, o la que hay entre el esclavo y el Señor, con la diferencia solamente de que los españoles de Europa ni nos han conquistado, ni nos han comprado a nosotros los españoles de América. Mas todo esto es nada en comparación de lo que resta.

Se trata en España de dar una apariencia de legitimidad a sus gobiernos, y para esto se apela a la autoridad de los pueblos, sosteniendo que por falta del Rey se hallaba la nación en libertad para establecer la forma de gobierno que juzgase conveniente. Yo entiendo que esto era lo mismo que decir: "el pacto social que antes teníamos se ha disuelto, y debemos los pueblos concurrir de nuevo a formarlo". Esta es la obra más grande de los hombres, y cuanto tiene de solemne y majestuosa, tanto más debe tener de justa y sabia.

En consecuencia de esto, las Américas debían concurrir a la formación del nuevo pacto con el número de sufragios correspondiente a su población, a su riqueza, y a su importancia. Como [5]la mayor parte de la nación española, debía llevarse la mayor representación en las Cortes; pero nunca pretendió tanto nuestra moderación, y así sólo exigimos la igualdad. Pretendimos menos de lo que podíamos, y sólo nos concedieron lo que de nada nos importaba. Así es que la España tuvo un representante por cada cincuenta mil personas y la América uno por cada millón. ¿Podía esperarse que en medio de esta desigualdad sacásemos los americanos la menor ventaja a nuestro favor? Por una parte el gran número de diputados europeos, y por otra la fuerza en un país extraño, siempre arrollarían a los americanos, y harían al cabo de nuestros representantes unos estafermos sin acción para oponerse a la voluntad de los peninsulanos. Ellos no se descuidaron en este punto, pues sus medidas están tomadas con esta consideración; pero tampoco creo que habrá uno entre nosotros tan ignorante que deje de conocer esta política tan injusta.

Desde el momento en que la [Junta] Central señaló el número de diputados a cada reino, comenzaron los clamores de la América, clamores de un hijo ofendido a una madre despiadada e injusta, mas todos fueron en vano. El nuevo reino de Granada dirigió sus quejas a España en una sabia representación en que manifestaba la desigualdad arbitraria entre las diputaciones europeas y americanas, y hacía palpable la injusticia; pero este papel no podía dar vista a quien quería ser ciego. Después, en repetidas ocasiones, han clamado los pocos americanos que hay en las Cortes sobre este mismo punto, que por ser el más interesante, es al mismo tiempo el más tenazmente negado por los europeos. Mas al fin de todas las sesiones, el único fruto que hemos sacado de ellas es que se hagan callar en las Cortes a nuestros diputados, como si fuesen muchachos de escuela; que se arresten, o se envíen a un castillo los que defienden los derechos de la América; y que un diputado de la Península, por fortuna de uno de reinos que domina Bonaparte, dijese a los americanos: "a ustedes se les dio el dedo, y quieren ya tomarse la mano". Es lo mismo que si hubiese dicho: "les hicimos la gracia de llamarlos iguales, y ellos tuvieron la sandez de creerlo" [6].

He aquí como nos hallamos sin seguridad, sin igualdad, y sin los medios de conseguir la felicidad, que son las bases en que debe estribar la sociedad civil; he aquí como la primera ley de la naturaleza pugna contra la dependencia de la América a una autoridad compuesta de enemigos suyos, y he aquí como los americanos debemos preferir la muerte, los suplicios de los héroes, todas las desgracias de una adversa fortuna, a la vida ignominiosa de los esclavos. Sí, no debe acobardarnos la desconfianza del éxito, antes bien debemos considerar que nuestros cuerpos cubiertos de heridas o colgados de la horca, al mismo tiempo que serán un monumento magnífico de la grandeza de nuestras almas, serán el testimonio de la injusticia, y de la ferocidad de nuestros opresores. ¿Mas de dónde vendrán estos verdugos, y cuál será su fuerza? Ellos sólo confían en nuestra debilidad: seamos esforzados y no temblemos por unas vanas sombras de un poder soñado. Oigamos las voces tristes de nuestros hijos que nos piden les dejemos labrada su felicidad. Veamos a las generaciones futuras que desde el seno profundo de la naturaleza nos hacen responsables de sus desgracias, ofreciéndonos sus maldiciones si las hacemos infelices, o su agradecimiento si les preparamos su dicha; temblemos al considerar que por una larga serie de siglos no cesarán de juzgarnos todos los días nuestros descendientes, y en cada instante lloverán maldiciones sobre nuestras cenizas, que en vez de ser un objeto de amor y veneración, lo serán del odio y del desprecio. Pero si queremos cerrar los oídos a la naturaleza, y vivir como una planta sólo para crecer y morir, no esperemos tampoco que nuestro fin sea muy largo. Sobra con lo hecho en Chile para que el gobierno español haga desaparecer de esta región bellísima la mitad de los hombres que la habitan, y al fin vendríamos a padecer más de lo que padeceríamos si nuestro arrojo fuese absoluto. Entonces maldeciríamos nuestra pusilanimidad, pero sin fruto.

¿Quién sería aquel habitante de la América que no sintiese el peso de las desgracias que oprimirían a estos países bajo la dominación Española? ¿Será bastante excusa para evadir los males generales el decir soy europeo, o soy del partido de la España? No, por cierto; la cadena de la esclavitud se repartirá entre todos los moradores de América; su peso abrumará a todos por igual, y aunque la culpa sea de pocos, la pena caerá sobre todas las cabezas; la desesperación será general y el remedio solo se podrá encontrar en la muerte. Entonces, los enemigos de nuestra causa conocerían sus errores, llorarían su equivocación, se arrepentirían del cisma que introdujeron; pero ya sería tarde y habría huido para siempre la presurosa ocasión, que nunca o raras veces vuelve.

Estos enemigos de la causa de la América son de dos clases. La una es de europeos, y la otra de americanos. Voy a hacer a cada cual las reflexiones convenientes para que entren en su deber; mas como mi intención no es zaherirles sino convencerles, no usaré de dicterios inútiles sino de razones poderosas. Yo soy europeo por mi origen, y americano por mi nacimiento. Si hablara mal de los primeros indistintamente, no haría más que escupir al cielo, y si de los otros, no podría quedarme afuera; por tanto, la razón nos dicta que prescindamos de preocupaciones, y sólo busquemos la sustancia de las cosas. Entre unos y otros hay mucho bueno y mucho malo, como entre todo el número de los mortales.

Decidme hermanos europeos: ¿los agravios que el gobierno español hace a las Américas, quienes son los que los reciben? ¿No entráis vosotros en el número de los agraviados? ¿O estáis creyendo que no podéis ser ofendidos por vuestros paisanos?  Si se niega a los habitantes de América el goce de los derechos del hombre libre, si no se les concede un comercio franco; si se les niegan los recursos para poder llegar algún día al estado de prosperidad que desean las naciones, y que sólo se consigue por una sabia administración, por el fomento de las artes, de las ciencias, después del de la agricultura, ¿no seréis vosotros comprendidos en el número de los perjudicados? ¿Qué bienes recibís con que los españoles de la Península se engullan nuestros tesoros, si vosotros mismos os hacéis indigentes para que aquellos sean opulentos?  Diréis que el amor a la patria; mas no es tal amor, sino un delirio, hijo de la poca reflexión; es la falta de amor a vuestros deberes más sagrados; es un espíritu de partido que se oculta al examen de vuestra razón, y es, al fin, un crimen contra la naturaleza. Si vosotros vivís en España, en hora buena pretended oprimir a la América para haceros felices; pero si habéis de vivir y morir con los americanos, si habéis de partir con ellos de la desgracia o de la felicidad de su país ¿seréis tan locos que pudiendo haceros dichosos os empeñéis en haceros desdichados?

La naturaleza, que habla en un mismo lenguaje a todos los seres animales, inspiró a todos igualmente el placer de la reproducción, acompañado del amor a los hijos, que es el amor más tierno de cuantos caben en un corazón sensible. El hombre que ha sido la causa visible de la existencia de otro, reconoce los deberes que contrajo hacia aquel nuevo ser, advierte que mejor le estaría no haber salido del caos de la nada si su vida debe ser miserable, y por tanto emplea todos sus cuidados en hacerlo feliz. Por esto un padre se arroja al riesgo de los mares, y atraviesa distancias inmensas con el objeto de adquirir tesoros de que disfruten sus hijos; otros se privan de lo necesario porque estos vivan en abundancia. En fin, puede decirse que casi todos los trabajos de este mundo caen sobre los padres por el amor a sus hijos. ¿Y cómo vosotros, padres de los americanos, preferís el interés injusto de vuestros paisanos a la justa felicidad de vuestros hijos? ¿Pueden en vosotros más la razón de paisanaje, y el espíritu de partido, que las voces de la naturaleza? Si así fuese, seríais peores que los tigres, que a todos hacen daño menos a sus hijos; pero no os quiero hacer un agravio tan grande como creeros capaces de tamaña inhumanidad. Mostrad en vuestras obras que se engaña el que así piensa; mas permitid que acabe de poneros a la vista el cuadro de las desgracias que origináis con la tenaz oposición al sistema de la libertad americana, cosa en que tal vez no habréis pensado hasta ahora.

Suponed que conseguís ver destruido este sistema, que ya está demasiado gravado en los corazones americanos, ¿y qué ventajas sacabais de esto?  Yo os lo diré en breves razones. Vuestros hijos acabarían su temprana vida en un suplicio, y los que tuvieran mejor fin, se verían errantes de pueblo en pueblo, hambrientos, desnudos, miserables y maldiciendo a la naturaleza por haberles dado padres tan crueles. Vuestros hijos serían los traidores, los rebeldes, los insurgentes; aquellos mismos que con otra fortuna hubieran sido los héroes, los virtuosos defensores de su libertad, los beneméritos hijos de la patria. Vuestros hijos serían los que encorvados bajo el yugo pesado de una esclavitud afrentosa y cruel, clamarían al cielo por la venganza de vuestras culpas contra la naturaleza, y el Ser Eterno no podía ser injusto.

¿Queréis ahora oponeros a la salud y a la vida de vuestros hijos? ¿Queréis que la historia lleve hasta el fin del mundo la noticia increíble de que hubo una época en que se aparecieron sobre la tierra ciertos monstruos, que con figura humana demostraban un corazón mil veces más feroz que el de los tigres? No puedo creer que haya una obstinación tan acérrima que no se doblegue al poder de estos convencimientos.

¿Y vosotros americanos enemigos de vosotros mismos, en que fundáis vuestro partido antipatriótico?  Abrid esos labios sellados por la ignorancia y la injusticia; romped ese silencio que os impone la vergüenza y el crimen; hablad para correros más, y para que confundidos con vuestras mismas necedades aborrezcáis vuestros errores. ¿No veis que vuestro corto número es la señal más evidente de vuestros injustos designios? ¿No veis que la misma Providencia, dandoos desengaños cada día, os advierte el camino que habéis equivocado? ¿No advertís que el camino opuesto al que lleváis es por donde van todos los hombres de letras que tiene la madre América? Pues si nada puede ocultarse a vuestra razón ¿por qué hacéis profesión de insensatos? ¿es acaso porque bajo un gobierno tiránico pensabais dominar a vuestros hermanos? Advertid que para esto no faltarían pretendientes más poderosos que vosotros. ¿Será por haceros hombres originales, de distinto modo de pensar que vuestros paisanos? Para esto podríais haber tomado otro medio más laudable, podíais haber cultivado el talento y la virtud, y en la noble emulación de saber más que otro, o de ser más virtuoso, lograríais vuestro empeño con mayor utilidad. ¡Ah!... ¡quién pudiera borrar de nuestra historia que hubieron [hubo] entre nosotros algunos hombres tan injustos, tan necios, o tan egoístas que se opusieron a la felicidad de su patria!, ¡quién pudiera hacer que estos malos americanos leyesen en los papeles europeos los agravios que sufriendo ellos mismos no pueden conocer!, ¡quién pudiera hacerlos justos y con esto serían patriotas! Pero qué ¿será creíble que duren estos hombres sumidos en su error? No lo creo, pero si tal sucediese, era preciso formar con ellos una pequeña república de caines, para separarlos de sus hermanos, a quienes declararon la guerra más injusta y más tirana que vieron los siglos. A la verdad me faltan expresiones para pintar dignamente el agravio a la patria, la traición a sí mismos, y todos los crímenes horrendos que cometen los americanos antipatriotas: por tanto, corramos el velo del silencio sobre un cuadro tan miserable, tan horroroso, tan inmundo.

Concluyamos de una vez diciendo que el sistema de libertar a la patria es justo y necesario, y que sus enemigos lo son de la justicia, de la naturaleza, de Dios, de los hombres y de sí mismos.

Antonio José de Irisarri.

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[3]

Véase el Artículo Comunicado de Irisarri en tomo I, Número 33, Jueves 24 de Septiembre de 1812, y su continuación en tomo I, número 34, Jueves 1º de Octubre de 1812 (N del E).
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[4]

Véase "discurso Dirigido por la Aurora de Chile a los Patriotas de Nombre", tomo I, número 37, Jueves 22 de Octubre de 1812 (N del E).
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[5]

Léase "siendo". (N. del E).
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[6]

En este discurso no se pueden apuntar todos los agravios que la América ha recibido de España, porque de hacerlo era preciso escribir un tomo, y pueden verse por menos en los Diarios de las Cortes, en la obra del Español impresa en Londres, en el examen imparcial de Estrada, sin embargo de que estos pagan tributo nada escaso al amor de su país, y sobre todo en un tomito que corre por ahí muy sacramento y se titula Carta de un Americano al Español. Abrir los ojos y por todas partes encontrarán documentos de la justicia americana.
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