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La Aurora de Chile
Número 37. Jueves 22 de Octubre de 1812. Tomo I.
Discurso dirigido por la "Aurora de Chile" a los patriotas de nombre. Texto de Antonio José de Irisarri, relativo al verdadero patriotismo.

El amor a la patria es una de aquellas innumerables cosas que se dicen sin entenderse. Por eso todos quieren llamarse patriotas, cuando son muy pocos los que en el discurso de setenta siglos han merecido este renombre glorioso. A la verdad, cuando oigo a algún necio que se jacta de merecer este título, me parece que en su concepto el nombre de patriota es tan genérico como el de animal, o cuando no, tanto como el de hombre; pero este error produce males infinitos en la sociedad, y yo he creído que es un deber mío el combatir esta ignorancia, definiendo el amor de la patria como lo han entendido los sabios, y como lo debe entender el que aspire al renombre de patriota verdadero.

Por Patria entienden algunos, o los más, aquella área de tierra en que nacieron; pero como esta idea sólo cabe en un talento muy inculto y limitado, es preciso decir a estos hombres que la patria no es el suelo que pisan, ni son los cerros, ni los ríos, ni los árboles, ni las casas; que es otra cosa más digna, la más excelente que salió de las manos del Autor Universal; los hombres reunidos bajo un gobierno y unas leyes que a todos favorecen igualmente. Esta es la Patria según las ideas de la razón y de la sabiduría; de manera que en todo el rigor de la palabra, sólo entenderemos por amor a la patria el amor a los hombres; pues el gobierno y las leyes en tanto se deben amar, o aborrecer, en cuanto sean útiles o perjudiciales a la sociedad. De aquí se deriva aquel principio tan sabido como demostrado de que sólo en los pueblos reside la soberanía, y con ella la facultad de instituir y revocar las instituciones cuando se juzgue conveniente. Salus populi suprema lex esto..

Ahora pues, teniendo ya una idea exacta de la patria, es necesario que advirtamos las obligaciones recíprocas que la componen. Nadie debe ser gravoso a otro, ni al común, porque entonces sería como los zánganos de la colmena, que viven a expensas del trabajo ajeno; y las sociedades, en este caso, vendrían a ser útiles solamente para el vicioso, y muy perjudiciales para el hombre de bien. En los pueblos todos se auxilian mutuamente, pues de lo contrario sería imposible que cada cual diese por sus manos el debido cumplimiento a sus necesidades. El pastor depende del ganadero, este del agricultor, y este último del sabio que observa la naturaleza. El comerciante, de todos los artistas, de todos los agricultores, de los sabios y de todos los consumidores; todos estos necesitan del comerciante, sin el cual no tuvieran en sus casas las medicinas, los regalos, y las demás producciones de las tierras más remotas. En una palabra, todo hombre que siente necesidad de alguna cosa depende del trabajo de aquel que se emplea en lo que necesita; todo el que trabaja en alguna cosa útil o necesaria, da provecho a la sociedad. De aquí podremos deducir, que según la naturaleza de la patria y lo que ella exige, la  primera calidad del patriota debe ser el amor al trabajo, a que somos condenados en cualquiera circunstancia de la vida. El ocioso, el que vive encenagado en los vicios, no es hijo, sino ladrón asesino de la Patria; es indigno de la sociedad, y acreedor al vituperio de los sensatos.

Los hombres tenemos en nuestra constitución el principio del bien y del mal, que son las pasiones. Ellas, en el bueno, son la causa inmediata de las virtudes, y en el malo son el origen de sus vicios; de manera que solo la razón cultivada del hombre es la que hace que las pasiones sean útiles o perjudiciales en la sociedad. Son lo mismo éstas en el cuerpo político que la cicuta, el sublimado, el opio, y los demás venenos en el cuerpo físico; el modo de prepararlos, su actividad y la constitución del pariente son quienes hacen que produzcan estrago o provecho. El deseo de engrandecerse y de ser feliz es la pasión que en el corazón humano, sofocando las demás pasiones, las debilita y dirige según las ideas de engrandecimiento y felicidad que hubiese concebido. Giges, que mató a su Rey Candaules, cometió el asesinato por engrandecerse y ser feliz; Solón, que pronunció mil veces la corona de Atenas, que le daban sus conciudadanos, no lo hizo sino por engrandecerse también y ser feliz; pero si este se engrandeció efectivamente, y si este se hizo tan dichoso, que vive aún amado en el mundo; el otro, jamás mereció el afecto de un solo hombre, y siempre será mirado como un monstruo de inmoralidad. Washington fue el héroe de la guerra en Norteamérica, por dar la libertad a sus paisanos. El héroe americano siempre fue cubierto de gloria, y sus alabanzas se oyeron en boca de sus mismos enemigos, y se oirán por todos los siglos en la tierra. Por esta razón, el que quiera llamarse patriota debe tomar por modelos a Washington y a Solón; debe tener un gran amor a la gloria; unas ideas exquisitas de generosidad, desinterés, heroísmo y sólo debe aspirar a que su nombre se oiga con alabanzas de los buenos, cuando en el mundo ya no quede memoria de su contemporáneos. Esta es la noble ambición de los espíritus sublimes; estas deben ser sus ideas de engrandecimiento, y este el objeto de la felicidad a que aspire. Así se hacen los héroes, los hombres inmortales, los amigos de la humanidad y de la patria. Por la senda opuesta se camina al despotismo, a la tiranía, a las bajezas, y a todos los excesos que afligen al género humano.

La religión es el resorte poderoso de las pasiones, que sabe sacar provecho de donde solo pudieran producirse males. Las ideas de un Ser Eterno, justo y vengador, las de esperanza del premio y de temor del castigo, son las más a propósito para retirar al hombre del vicio e inclinarlo a la virtud. Por esto, y por todo lo demás que llevo expuesto, se conocerá que no hay cosa más cierta que la sentencia de Foción, aquel célebre orador y famoso General de Atenas: "No puede haber amor a la patria donde no hay Religión, templanza, y amor al trabajo y a la gloria". Reflexiónese sobre la multitud de cosas que encierra esta sentencia, y convengamos en que el amor a la patria que se cacarea por esas calles, mejor llamado estaría amor a los bienes de la patria. Yo entiendo por patriota un hombre ilustrado y virtuoso, y por tanto formo muy mal concepto de aquel que se jacta de merecer este título de gloria, pues en ello acredita su orgullo e ignorancia. Menos despreciable se haría viviendo en medio de sus excesos, sin osar a una pretensión tan injusta.

Los compatriotas son los únicos jueces que deben decidir si se merece o no el título de amante de la patria; pero sobre todo, el corazón de cada uno es la mejor información de méritos para saber si se podrá conseguir este inaccesible laurel. Examine cada cual sus acciones: si halla que puede compararlas sin rubor con las de un Washington, de un Solón, de un Arístides, de un Sócrates, y otros como estos, que son el honor de su especie, gloríese en secreto de que las generaciones venideras oirán su nombre con el mismo respeto y amor [con] que ahora oímos nosotros los de aquellos héroes; pero si en vez de hallar algunas virtudes, sólo se descubre una parte de interés personal mal disfrazado, tenga entendido que su nombre ni pasará del sepulcro, ni se extenderá mucho por la tierra; le sucederá lo mismo que a los asnos, que su existencia en el mundo acaba con su vida.

Feliz sería Chile si sus hijos se hallasen penetrados de estas verdades tan sencillas como claras; y felices mil veces de nosotros si persuadidos de nuestro verdadero interés, no atendiéremos más que al provecho universal de los conciudadanos; pero desgraciados todos, y cada uno en particular, si se fomentan entre nosotros las disensiones, los enconos, las envidias, las desconfianzas, el interés bajo individual, y todo el cúmulo de causas que precipitan a los estados en el abismo de su ruina, más cierta cuanto parece más distante.

Si los Americanos tenemos enemigos que nos incomoden, tenemos también los medios de vencerlos. Las armas con que debemos vencerlos son nuestras virtudes; los brillantes ejemplos de un espíritu público generoso, humano y desinteresado; los bienes reales con que les brindemos, y las demostraciones más claras de su conveniencia. El corazón del hombre no es de diamante ni de acero, sus membranas son la obra más exquisita y delicada de la naturaleza; en ellas se graban las impresiones del bien, dulce y claramente; las del mal entran con violencia, y jamás quedan bien grabadas, o a lo menos, del modo conveniente. La experiencia de las desgracias del género humano nos han demostrado ya bastantemente lo inútil y dañoso del terrorismo, y nos ha convencido de la necesidad de la dulzura para manejar a los hombres.

¿Mas como podemos no tener enemigos dentro y fuera de nuestra patria, si dejamos de ser virtuosos, y si acaso damos pruebas de que nuestro patriotismo no es más que un velo negro y espantoso con que cubrimos el feo aspecto de nuestras pasiones? ¡Ah! es preciso entonces que todo ente racional nos abomine, nos aborrezca, nos detente y nos maldiga; es preciso que confundan la idea que formen de nosotros con la que anteriormente hayan formado de los espíritus infernales, y a fe que tendrán razón de hacerlo.

Muchos hay que vinculan el patriotismo en solicitar los empleos de la patria; otros se quejan de que no les den a ellos las plazas que ocupan otros, que dicen no ser de este sistema; otros cometen mil bajezas por poner enemistados a aquellos de cuya desgracia esperan su propio provecho. ¿Y quieren estos hombres que les llamemos patriotas?  Entonces también sería patriotismo la rapiña de las águilas en el aire, la ferocidad carnicera de los tigres en los bosques, y la voracidad monstruosa de los tiburones en los mares. Llamemos de una vez patriotismo a todo lo horrendo y despreciable, y no profanemos la virtud dándole el mismo nombre que al vicio. Seamos malos sin que preciemos de ignorantes.

Dispensad, hermanos míos, este fogoso deseo de vuestro bien. Mirad que no pudierais corregiros sin que hubiese uno que os desagradase con la crítica de vuestros vicios, y advertid que si en todas partes ha habido hombres viciosos, tampoco han faltado espíritus fuertes que combatan los errores. El bien de mis semejantes y la gloria de Chile dirigen esta pluma, que en algo se parece a la de Tácito, aunque no en lo sublime de los pensamientos, sí en el motivo de sus rasgos. Los buenos encontrarán aquí sus elogios; y los malos, los medios de no serlo. Amor a la virtud, y odio eterno a la inmoralidad; este es mi mote, y debe serlo de todo el que quiera merecer el título de buen patriota, de amigo de los hombres.

Antonio José de Irisarri.