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La Aurora de Chile
Número 33. Jueves 24 de Septiembre de 1812. Tomo I.
Artículo comunicado. Comentarios sobre la opinión pública, por Antonio José de Irisarri. (Continúa en Tomo I, Nº 34, Jueves 1º de Octubre de 1812).

He visto en los últimos números de este periódico algunos trozos sobre la opinión pública, y teniendo yo que decir sobre ella algunas cosas, voy a hacerlo con la satisfacción que me inspira el deseo de hacer un servicio a mis semejantes.

Si la opinión es aquel concepto que nosotros formamos de las cosas, es preciso que esta opinión sea el resultado de las ideas que se nos comuniquen por los sentidos, y de esta suerte es demostrable que la voluntad no tiene la menor parte en la formación de este concepto. El entendimiento es el laboratorio en donde cada cual analiza sus conocimientos por las ideas que recibe, según el método que a todos nos enseñó la naturaleza; allí se comparan estas ideas, y de allí salen los resultados que después abraza o deshecha la voluntad. Si se padecen equivocaciones, o por falta de exactitud en los análisis, o porque las ideas o medios de comparación no eran convenientes, todo el mal es causado por defecto del entendimiento poco diestro en estas operaciones.

Sucede ordinariamente que después de examinar muchos hombres un solo objeto, cada cual forma diverso concepto de su naturaleza; todos van de buena fe a buscar el resultado, y cada cual saca el suyo diferente. Sólo acertó el que tuvo más ideas auxiliares, mejor método, y más ejercicio en las facultades del alma; mas no por esto se dirá que los otros quisieron equivocarse, porque también pudieron acertar. Semejante modo de raciocinar es tan absurdo como arbitrario, y es preciso no haberse observado a sí mismo para pensar de esta manera. Ahora pues, contrayéndonos a nuestro objeto, veamos lo que es la opinión pública, de que se ha tratado en la Aurora; examinemos el orden de su formación, los medios de auxiliarla, los obstáculos que se oponen, y los arbitrios para removerlos: en una palabra, veamos si hasta aquí ha habido opinión pública, y si no, busquemos los medios seguros de formarla.

Los pueblos de Chile no podían tener otras ideas sobre el gobierno, que las que les prestaban sus sentidos. Habían oído hablar a sus mayores de un Rey, que había del otro lado de los mares, como de una persona divina; habían visto a un Presidente, una Audiencia y otros tribunales, cuyos individuos les enviaban una idea colosal del poder por el orgullo de que los veían revestidos; infinitos son los que ignoran el nombre de Monarquía, y si pudiera contarse más allá de lo infinito, diría que eran más los que no sabían su significado. No podía ser menos exacta la idea que estos pueblos tenían de su Gobierno, ni tampoco podía esperarse que diesen un salto desde la ignorancia a la sabiduría. Era preciso que se les diesen ideas de política, donde son rarísimos los que las tienen; y no era menos necesario que viesen por experiencia la utilidad de los nuevos establecimientos. Sólo de esta manera se puede contar con la opinión pública en favor del sistema gubernativo, sea el que fuese. El hombre, que en todas las cosas que le rodean sólo consulta la utilidad que le pueden producir, jamás ha sacrificado su reposo ni su satisfacción por alcanzar un daño que amenaza, ni por sostener un establecimiento que le oprime. Por el contrario, la memoria nos acuerda incesantemente el bien que perdimos, o el mal que tememos, y solo se puede conciliar la tranquilidad con la esperanza. Estos sentimientos, como derivados de la naturaleza, son comunes a todos los hombres, lo han sido de todos los tiempos, y lo serán de todos los siglos. En vano se cansan los políticos en devanarse los sesos con discursos elegantes, con pinturas hermosas de la libertad, ni con presentar ejemplos de pueblos heroicos, que no hacen más que causar admiración y creerse exagerados; en vano se fatigan los legisladores queriendo mover en el corazón de los hombres los resortes que no hay, despreciando los que mejor se manifiestan; en vano serán, en fin, todas las medidas que se tomen para enmendar a la naturaleza, pues no hay más partido que tomar, sino el de observarla para seguirla. Empecemos, pues, algún día a dirigir nuestros pasos por las huellas de esta maestra sapientísima de los hombres; ella nos dará las más seguras y provechosas lecciones de política, como de todos los demás ramos de sabiduría.

Tenemos sentados dos principios que no pueden disputarse: el uno es la falta de conocimientos en la masa de los pueblos, y el otro, la propensión innata de todos los hombres a buscar su felicidad, o los medios de adquirirla en cuantos objetos chocan a sus sentidos. Ahora podemos discurrir que no siendo fácil, ni posible instruir en una ciencia complicada a una muchedumbre educada en el seno de la barbarie, es preciso emplear en el logro de nuestro fin aquellas mismas pasiones que parecen oponerse a nuestro intento. La voz del interés individual, para la que no hay sordera ni en los brutos, esa es la mejor y más enérgica elocuencia que deben emplear los gobiernos para con los pueblos; pero también es menester advertir que estas voces no hieren los oídos sino el corazón de los hombres. La esperanza es virtud que solo puede existir con la paciencia, y como esta desfallece casi al instante de nacer, cuando su objeto es demasiado interesante, por eso mejor entienden los hombres por las obras que por las estériles promesas. Vean, sientan, toquen todos su conveniencia; adviertan que mejor les está este que el otro establecimiento y yo aseguro que sin más estudio, sin más lógica ni argumentos, todos quedarán persuadidos de que este gobierno es útil y benéfico, y contaremos con la opinión pública en su favor.

Cualesquiera otras teorías que se escriban sobre este particular, jamás podrán pasar por otra cosa que por una miserable trama de delirios, que sólo engañan al que piensa engañar con ellos, pues el hombre nunca podrá creer otra cosa que aquello que le testifican los sentidos. Por ellos debe juzgar, y sus juicios siempre serán conformes con las ideas que perciba de las cosas. Los ingleses son celosos observadores de sus leyes constitucionales, son valientes defensores de su gobierno mixto, y son seguramente los más patriotas de todos los europeos, porque están persuadidos a que sus leyes son las más justas, las más favorables a los sagrados derechos de propiedad, libertad y seguridad; y de esta suerte no es extraño que aquel punto pequeño de la tierra produzca tantos hombres célebres en todas materias. No cuenta la Turquía entre los individuos de diez siglos tan solo un sabio de los que la Gran Bretaña forma cada día. En esto está cifrada la gloria o el descrédito de los gobiernos: este deberá ser el objeto de sus cálculos y meditaciones; este al fin [es] el único modo de conseguir el renombre de beneficio. Todo lo que se aparte de estas ideas liberales es caminar a ciegas por en medio de infinitos precipicios.

(Se Continuará [13]).

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[13] Véase tomo I, Número 34, Jueves 1º de Octubre de 1812 (N del E).
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