ACTAS DEL CABILDO DE SANTIAGO PERIODICOS EN TEXTO COMPLETO COLECCIONES DOCUMENTALES EN TEXTO COMPLETO INDICES DE ARCHIVOS COLECCIONES DOCUMENTALES

La Aurora de Chile
Número 30. Jueves 3 de Septiembre de 1812 Tomo I.
Extracto del célebre discurso de Milton sobre la libertad de la prensa, pronunciado en el Parlamento de Inglaterra. Inserta discurso de John Milton sobre el tema indicado.

No pretendo, Señores, que la vigilancia del gobierno no comprenda a los libros lo mismo que a los ciudadanos; si son culpables, sobre unos y otros debe caer la espada de las leyes. Un libro no es una cosa absolutamente inanimada; él tiene vida como el alma que lo produjo. Yo considero a los libros tan vivos y fecundos como los dientes de la serpiente de la fábula: sembrados en la tierra, pueden producir hombres armados. No puede, pues, atentarse contra su existencia. Un buen libro es la esencia pura de un espíritu superior, es como una preparación que el genio da al alma, para que pueda sobrevivirle.

La censura fue desconocida de los gobiernos más célebres. En Atenas solo los libelos y los escritos blasfemos fijaron la atención de los magistrados. Ni Epicuro, ni la escuela de Cyrene, fueron llamados a su presencia. Aristófanes hacía las delicias de Platón.

Los romanos, pueblo guerrero, marchando largo tiempo sobre las huellas de Esparta, solo conocían las artes militares. Pero Nevio y Plauto pusieron sobre el teatro de Roma las escenas de Menandro y Filemón. Aquí se abre el bello siglo de la literatura latina, la gloria de las letras se une a la de las armas. Sofocada, la literatura renace siempre bajo la influencia de la libertad republicana. Todo el mundo aplaudió los bellos versos de Lucrecio, porque la libertad pública reposa sobre la libertad del pensamiento. César respetó los Anales de Tito Livio, aunque celebran el partido de Pompeyo. Si, a pesar de tantas causas reunidas para minar el vasto edificio de la grandeza romana, si Roma hubiese conservado la independencia del pensamiento, no habría venido a ser el oprobio de las naciones; no habría sufrido el yugo de los monstruos que la envilecieron, si la servidumbre intelectual no hubiese preparado la servidumbre política. Llegaron los siglos de opresión en que el despotismo extendió sus atentados hasta los pensamientos, encadenando las almas. Tácito describe de una pincelada aquellos tiempos deplorables: "Suprimido por las inquisiciones el libre comercio de oír y hablar, habríamos perdido la memoria con la voz, si fuera más fácil olvidar que guardar silencio. Mas no quiero recordar mayores violencias; y dejo a la erudición [de] las autoridades los ejemplos; yo me elevo a la naturaleza de las cosas..."

La censura es un desaire, y un gran motivo de desaliento para las letras y para los que las cultivan. Si habéis concebido el raro pensamiento de desanimar a aquellos que escriben por amor de la fama, y cuyas obras se dirigen a promover la prosperidad pública, yo os aseguro que no podíais hacerles mayor ultraje que desconfiar de su juicio y probidad.

¿Qué diferencia habrá entre un literato y un niño de la escuela, si lo sujetáis a la férula censoria. Si semejantes a las composiciones de un muchacho, las obras trabajadas cuidadosamente no pueden ver la luz sin la aprobación pronta o tarda de un censor?

Un autor llama a su socorro todas sus potencias. Aún no contento con sus largas meditaciones, consulta a sus amigos. Si todas estas precauciones en el acto menos equívoco de la madurez de su alma, después de sus largos estudios y pruebas de su habilidad, es necesario aún que la aprobación censoria de un hombre tal vez más joven, tal vez de menos opinión, sirva de caución al fruto de sus vigilias; si es necesario que el imprimatur asegure al público que el escritor no es ni corruptor ni imbécil; es envilecer a los literatos, es deslustrar la dignidad de la literatura. ¿Cómo bajo este orden humillante se elevarán los ingenios? Examinad los libros cargados de aprobaciones, no hallareis en ellos más que ideas comunes.

Si continúa este orden odioso de cosas, [las] opiniones de grandes espíritus no pasarán a la posteridad, y será infeliz la condición de los seres raros y admirables que nacen con ingenio. Dejarán de escribir, volarán a otras regiones. ¿Y qué gana en esto la nación?  Permitid que os refiera lo que vi y oí en los países en que reina esta suerte de tiranía. Las gentes de letras de aquellas naciones me felicitaban por haber nacido en un país, que juzgaban libre, y deploraban la condición servil en que ellos vivían. De este modo, decían ellos, se ha perdido la gloria de las letras en Italia; por esto ya no aparecen más que adulaciones y folletos insulsos. Allí vi al inmortal Galileo, que encaneció en las prisiones porque descubrió verdades astronómicas. Aunque yo sabía que la Inglaterra gemía bajo el yugo censorio, recibía como un gaje de su felicidad futura la libertad que yo veía establecida entre las demás naciones. Yo ignoraba aun que mi patria encerraba en su seno a los dignos autores de su libertad, cuyos nombres vivirán eternamente, sean cuales fueren las revoluciones del mundo. Mas ¡ay! ¡Cuando hubiera yo creído que en la actual revolución un proyecto de censura me precisase a pronunciar este discurso en vuestra augusta presencia! Milores: yo no defiendo mi propia causa; yo reclamo los derechos de las ciencias y de los que se consagran a la ilustración pública.

¿Qué vais a hacer?, ¿Suprimiréis esa brillante mies de luces, que de día en día nos promete una cosecha tan feliz? Vais a cortar el curso de vuestra beneficencia. Porque si se busca la causa inmediata de la libertad de pensar y de escribir, solo se hallará en la liberalidad humana de vuestro gobierno. Esta libertad, fruto de vuestro valor y sabiduría, fue siempre madre del genio. Ella es la que ha elevado y vivificado nuestros espíritus. No trastornéis la grande obra de vuestro valor y magnanimidad excelsa, derribando con vuestras propias manos el edifico de la libertad.

Podemos todavía volver a la ignorancia, al embrutecimiento, a la servidumbre; pero antes, lo que no es posible, es necesario que os hagáis opresores, déspotas, tiranos, como aquellos de cuyo poder nos liberasteis; si somos ya más inteligentes, si nuestras ideas han tomado más vuelo, si somos capaces de grandes cosas, todo es un efecto, una serie de vuestras virtudes, que de vuestros corazones se comunicaron a los nuestros. ¿Queréis sofocarlas? Renovaréis la ley bárbara que daba a los padres derecho sobre la vida de sus hijos. Quitadnos todas las libertades, pero dejadnos la de pensar y de escribir.

Jamás hubo un tiempo más favorable a la libertad de la prensa. Cerrose el templo de Jano, es decir, ya no se matan los hombres por palabras. Se injuriaría a la verdad si se creyese que puede arrancarla el viento de las opiniones. Combatan, y veréis de que parte queda la victoria. La verdad triunfa cuando se le ataca al descubierto y se le deja la libertad de defenderse. El medio más seguro de destruir el error es refutándolo libremente. ¿Quién duda de la fuerza eterna e invencible de la verdad?, ¿Necesita acaso para triunfar de la policía y de las prohibiciones?  Estas son las armas favoritas del error. Combátase al descubierto; acogerse bajo la fortaleza de las leyes prohibitivas, y de la censura, es un signo de debilidad, y hace sospechosas las causas. Permitid que la verdad se desenvuelva libremente, bajo cualquiera forma que se presente; no intentéis encadenarla mientras reposa, porque enmudecerá.

En fin, Milores, los errores no son menos comunes en los buenos gobiernos que en los malos. ¿Quién está libre de ser sorprendido, sobre todo si no hay libertad de imprenta? Pero enmendar las equivocaciones, preferir al triste placer de encadenar los espíritus la gloria de ilustrarlos, es una virtud que corresponde a la grandeza de vuestras hazañas, a la que solo pueden aspirar los mortales más dignos y más sabios.