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Fuentes Bibliográficas
Discursos.
Don Mariano Latorre.

La Universidad de Chile me ha designado para representarla en esta velada que conmemora el Centenario del nacimiento del gran escritor chileno, Benjamín Vicuña Mackenna. Lo he llamado escritor deliberadamente y no historiador o ciudadano ilustre, porque Vicuña Mackenna representa en mi concepto al genuino hombre de letras, sin alardes estéticos ni transcendentalismos rebuscados. Consagró toda su actividad intelectual, en el libro o en el periódico, a luchar por su verdad en una época en que vivir de la pluma era una profesión heroica. Su misión de escritor comprendíala, no como una alegría de creación, sino como un deber cívico, como una exaltación de la nacionalidad, como un canto a las virtudes de la raza en adolescencia y a la maravilla de la naturaleza de Chile.

La vida es una faena, dice en una carta al General Mitre en 1882, y esta frase es el lema de su vida y de su obra. Hay en él un luchador, un apóstol, que recuerda el temple espiritual de un Zola o de un León Tolstoy.

Vicuña fue un escritor antes que nada y un escritor chileno. Su tumultuosa improvisación, su visión exaltada de los hechos y de las personas, su concepto del arte de escribir nada significan ante la vida que creó y ante la sinceridad que puso en su creación.

¡Chile! He aquí el objeto de su culto. Nada se escapó a su curiosidad insaciable. Historia y clima, hombres y ciudades, minas y archipiélagos, árboles y cordilleras. Sus ojos voraces lo escudriñaron todo y en todo puso un punto de luz. Documentos empolvados de los archivos, viejos testigos de una época que terminaban su vida en lejanas aldeas, legajos amarillentos de notarías y juzgados, mazos de cartas de otro tiempo que su dueño guardaba en un rincón olvidado, pasaban por sus manos incansables y su mágico dinamismo las convertía en cuadros, los cuadros hacíanse dramas y los dramas creaban tipos, modelados por la imaginación con sabrosa levadura humana.

Alguien lo pinta, preso de la angustia, buscando un documento que necesita y no se halla. Sigue su pista como un detective. Viaja, corre, inquiere y no descansa hasta que la ansiada prueba llega a su poder. Entonces redacta con morboso apresuramiento. Su fiebre creadora nada rechaza y así se mezclan en los ciento noventa volúmenes de su labor, las cosas más dispares y heterogéneas. Desde las alpacas del altiplano a las consideraciones internacionales, desde los soldados a los héroes colectivos, desde la anécdota a la gravedad de la historia, desde las teorías constitucionales hasta el modo de sonarse de los señores santiaguinos de la colonia.

Parecen decir sus prólogos, sus prefacios, sus notas: Si yo no lo recojo, esto se va a perder.

Los países jóvenes evolucionan con rapidez y por lo mismo, olvidan fácilmente. Las generaciones se desconectan espiritualmente en la precipitación de este progreso y los hombres de ayer nos parecen tan lejanos e incomprensibles como personajes de leyenda. Esos hechos históricos, esas costumbres, esos hombres representaban, para él, la comprensión del alma chilena en el futuro, la memoria de una época.

Pero en este esfuerzo multiforme, aparentemente desordenado y febril, había una voluntad, una corriente orientadora. El mismo lo explica muy bien:

«Buscar al hombre, dice, desenterrar sus cenizas sin profanarlas, exhumar su pensamiento y su corazón sin lisonja ni calumnia, estudiarlo en todas sus fases, excepto la única que hay vedada para el escritor honrado, la del hogar, es trazar la existencia misma de una época con todas sus sombras y sus espacios luminosos y hacer revivir como en un cuadro animado, la sociedad, el pueblo y los gobiernos».

He ahí su concepto de la historia, la sangre de humanidad que circula por sus páginas. Es un imaginativo y la mayor o menor dosis de fantasía que inyecte en sus interpretaciones, fijarán la posición de su espíritu, frente al hecho o al personaje. Además, está impregnado de romanticismo como la mayoría de los hombres de su tiempo y éste agregará a sus juicios un nuevo elemento.

La verdad histórica será en sus manos blanda arcilla para modelar la imagen que ya se ha plasmado dentro de él. Obra más como un novelista que como un historiador. El vidente aparta las minucias de la documentación y coge sólo lo humano, lo nacional, lo que tiene calor de vida. La historia que se limita a enumerar los sucesos y a relatarlos sujetos a la cronología, no le interesa. Puede equivocarse, sin duda, pero posee la intuición, chispa de genio, y ésta lo salva siempre. Las cualidades oscurecen a los defectos en los personajes de sus biografías; pero la imaginación los transforma en símbolos. Desprendensen de los chismes de la aldea, de las envidias, de las pasiones políticas y se purifican al convertirse en héroes de su raza.

El Ostracismo de los Carreras, el Ostracismo de O'Higgins, el Portales, La Guerra a Muerte, son epopeyas en prosa que participan de la gesta, de la novela y de la crónica.

En Chile, país de mesura, de buen sentido, de socarronería ante las innovaciones, la figura de Vicuña Mackenna es algo insólito; mas, si pensamos en el remanso semi-colonial del Santiago de 1870. La espontaneidad generosa de sus actos, su contagioso espíritu cívico triunfó sobre las reticencias y las sonrisillas incrédulas. En su cara ancha, cortada por espesos bigotes varoniles, los ojos parecen mirar por encima de las cordilleras, como las águilas.

A raíz de la publicación de su Portales, don José Victorino Lastarria le escribe una carta, en que se lee esta frase: Sí, Benjamín, usted se enamora para escribir esas historias.

No pudo definirse mejor la personalidad de Vicuña Mackenna.

Como un enamorado procede en la vida, sin temor al ridículo, sacrificándolo todo al objeto de su amor.

Enamorado de la naturaleza de Chile, canta sus ríos y sus mares, las frutas de sus huertos y la gracia de sus arboledas, la feracidad de sus campiñas y el oro y el cobre de sus cordilleras.

Enamorado de la libertad, concebida a la manera liberal de esos tiempos, lucha por el libre examen y por la reforma de la Constitución. El revolucionario va al destierro, en la estrecha cámara de un velero.

Enamorado de su pueblo y de su raza es un juglar de gesta en la guerra del Pacífico. Su epopeya no la forman cinceladas estrofas. Son cantos guerreros, biografías inflamadas, descripciones de batallas, arrebatadoras cargas a la bayoneta. Es al pueblo chileno, a la masa hecha soldado, a la que canta.

Enamorado de Santiago (en la calle de las Agustinas, en la acera del sol había nacido) añora su pasado, las rejas de sus caserones, la mansa quietud de su vida estrecha, para que en la transformación que él mismo va a efectuar en sus paseos, en sus calles, en su arquitectura, se conserve la sombra y los perfiles de la vieja ciudad de Pedro de Valdivia, que pronto desaparecerá bajo la azada de los albañiles, para no volver, según sus palabras.