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Fuentes Bibliográficas
Homenaje a Vicuña Mackenna Tomo 2º.
Capítulo LXIV.

La posición de Vicuña Mackenna frente a la guerra con Perú y Bolivia, conocidas las directivas de su espíritu, correspondió exactamente a las cualidades superiores de su genio. Tradujéronse esas actividades en claro y oportuno nacionalismo.

Un paréntesis fuera menester abrir a este propósito, para apreciar mejor ese nacionalismo que en ningún modo se contradice con el sentido americanista que se encuentra en su obra y en su vida toda, americanismo que el insigne sabio boliviano Gabriel René-Moreno ha analizado con frases hondas y justas (296).

Analicemos.

Chile, la tierra de Vicuña Mackenna, se vio abocada en plena paz continental y de modo súbito,-recuérdese el elogio del historiador al presidente Pardo-a un conflicto bélico que no deseaba y para el cual no estaba preparada militarmente. Era un complot urdido por el capitalismo extranjero que tenía clavadas sus garras en el salitre y el guano, riquezas cuya explotación debía originar una guerra y mantener en alarma a toda Sud América durante medio siglo cabal. Firmas europeas se disputaban la posesión de los terrenos mineros del norte. Algunas veían amagados sus intereses por las empresas de filiación chilena y resolvieron eliminar a éstas suscitando un conflicto en que la alianza de dos países podía resultar vencedora. Previamente habían dominado el ánimo de los mandatarios respectivos e influido en las decisiones de sus venales camarillas. En la altiplanicie boliviana gobernaba un torpe mandón militar -Hilarión Daz - cuya autoridad de caudillejo se basaba en la disciplina de su guardia pretoriana. En Lima el general Prado, qué en días de juventud compartiera los ideales americanistas de Vicuña Mackenna, su amigo de aquella época, se encontraba ligado por los lazos de un tratado secreto y sometido en forma incondicional a sus consejeros, influídos por determinados especuladores no menos que por la presión indirecta del caudillo Nicolás de Piérola, futuro dictador, y de sus amigos. El tratado secreto que Pardo firmara en 1873 coronaba el complot capitalista y servía de eficaz garantía alas firmas extranjeras que actuaban en la sombra (297). La guerra del Pacífico fue, pues, en el espíritu de los gobernantes que la provocaron, la guerra del guano y del salitre.

Vicuña Mackenna se percató de todo ello desde el primer momento y comprendió que la victoria de Chile equivaldría a una derrota, siquiera temporal, del capitalismo europeo que, adelantándose al yankee, comenzaba a devorar las Repúblicas nuevas de América. Atacar ese capitalismo era hacer obra americana. Por otra parte, sintió de modo hondo la solidaridad racial vital que le ligaba a sus compatriotas y el deber de ayudar eficazmente a la tierra en que nació, amenazada por extranjero imperialismo. Ser nacionalista en 1879, defendiendo al país de más avanzada cultura política e intelectual. de la América española, era ser amencanista. Más aún, era cumplir una tarea civilizadora.

Su actividad quedó definida desde el primer momento, aún cuando la guerra debía suponerle profundo dolor, pues nadie ignoraba los lazos de simpatía y de probada afección que le ligaran al Perú y a muchos de sus hombres entre los cuales se contaba el propio Presidente Prado. No podía olvidar ciertamente que amigos peruanos le habían brindado la hospitalidad de su techo en horas de ostracismo y en tierra peruana había escrito muchas de sus páginas más brillantes.

No vaciló, empero, un minuto, y sin dejarse engañar por la verdadera índole de la misión que trajera el ministro Lavalle a Santiago, cuyo propósito era ganar tiempo para facilitar los objetivos militares de su país, acudió al Senado a pedir la declaratoria de guerra si no había más remedio, ya que no era sensato esperar otra alternativa, a menos de suspenderse los preparativos bélicos que a toda prisa se llevaban a cabo en Lima.

En sesión de 21 de Marzo de 1879 criticó la indecisión del gobierno, manifestando que pediría la destitución del gabinete. El día 22 analizó la verdadera y encubierta política de don José Antonio Lavalle y el 24 del mismo mes declaró como, a su juicio, «la cuestión de la industria del salitre entraba por mucho en las, causales de una guerra que consideraba inevitable (298).

La guerra fue declarada y con ella comenzó un dramático duelo entre Vicuña Mackenna y el gobierno. Este marchaba con lentitud desesperante en sus actos y preparativos. Vicuña sostenía que la consecución de un desenlace rápido, de una acción más eficaz y mejor coordenada, evitarían sacrificios inútiles y tornarían menos horrendo para todos el mal de la guerra. El Presidente Pinto, hombre reposado, de gran probidad e indiscutible ánimo pacifista-sea dicho en su honor carecía de visión política. Le sobraba en honesto espíritu y buenos deseos lo que le faltaba- en capacidad. Era un mandatario que se expedía muy discretamente en períodos de normalidad pero que carente de las condiciones con que era preciso arrostrar las responsabilidades bélicas hubiera naufragado al faltarle las directivas, no siempre seguidas puntualmente, de Vicuña Mackenna en el Congreso y de hombres como Santa María en el seno mismo del gabinete o de su consejo privado. Vicuña Mackenna, por el contrario, era todo dinamismo, todo acción, con extraordinaria capacidad comprensiva de las necesidades nacionales y de las posibilidades de servirlas, de la realidad chilena y de aquélla que existía en los países adversarios. Tenía fuerte visión de estadista y conocía a fondo los resortes humanos que había que tocar en el corazón de sus compatriotas y como debía tocarlos. Era el hombre preciso, para suerte de su patria, en la hora de crisis suprema.

Porque Vicuña Mackenna durante aquel período histórico fué el conductor espiritual de su país, la voz suprema que ya no resonaba en desiertos, el hombre cuyos conocimientos, cuya experiencia, cuya visión se imponían a todos, incluso a quienes desde la Moneda luchaban estérilmente contra la reciumbre de su voluntad que no era sino trasunto de la voluntad nacional. Vicuña la encarnaba en aquel período-de absoluta coincidencia con su pueblo-más que en ningún otro de su trabajada vida.

Y la voz de Vicuña Mackenna tronaba desde el Senado (299), tomando parte en cada debate, indicando rumbos, interpelando a los ministros, impulsando al gobierno por todos los medios, aún por los menos amistosos. Y desde la prensa ejercía labor de agitación nacional estableciendo contactos increibles con los ciudadanos, con los grupos, con los combatientes-jefes y soldados-con los hombres que habían partido al frente y con los que no podían partir, con las mujeres, con los niños. Su voz hablada o escrita llegaba hasta los más apartados lugares y en todos ejercía esa misma influencia eficaz y saludable que en los campos de batalla se transformaría en heroísmo y en el interior del país en cooperación y esfuerzo.

Más tarde iría más lejos aún, convirtiéndose en el cantor épico de las glorias nacionales, en el creador de héroes que su imaginación y las necesidades históricas que servía le hacían ascender de la realidad-bien honrosa siempre para aquellos hombres que no sólo de valor dieron prueba-al mundo de las hazañas increibles.

Y para que tal actividad pareciera todavía más extraordinaria, fue el confidente de todos los soldados, el depositario de las súplicas de los que morían por su patria, el amparador de sus viudas y de sus huérfanos, el representante oficioso de sus intereses económicos que el país y sus gobernantes arrojarían después a ese tonel de las Danaides en que hombres y gobiernos acostumbran sepultar la memoria de los servicios recibidos.

Vicuña Mackenna comprendió desde el primer instante que el esfuerzo de los soldados sería la base del triunfo. El país necesita soldados y no oficiales. «Tarde y mañana -escribe- recibo cartas de todos los puntos de la República o me buscan gentes de todas edades en mi soledad, o me atajan en la calle los mozos y los párvulos solicitando mis pobres empeños, para entrar «de oficiales al ejércitos. Mi respuesta es única y terminante: que el país necesita soldados y no galones.

«Con vigilante atención, dice Donoso, discurre sobre cuanto tópico se relaciona con la guerra»(300).

Una frase suya expresa con claridad los factores del triunfo, dentro de las calidades de sobriedad, esfuerzo y valor demostradas por el ejército chileno: «La supremacía y la victoria serán, del que tenga la fuerza, la audacia y la celeridad en el acometer y decidir.

Fué el cantor del roto valeroso y bravío, tanto como del oficial y del jefe. Para él todos los héroes se igualaban desde el más humilde al más alto y si había que destacar algunos o exagerar las proporciones de otros, era porque estimaba necesario encender grandes luminarias, dar vida a estímulos poderosos.

Y así no vaciló en hacer tribuna de los salones y de las chozas, de los bancos de la plaza pública y de los carruajes de alquiler. Cuando las campanas de Santiago echadas a vuelo anunciaban la jornada del 21 de Mayo, en medio del pueblo bautizó a los héroes de Iquique y creó la homérica leyenda. Arturo Prat, el bizarro capitán de la Esmeralda y sus compañeros de proeza encontraron en Vicuña la voz de Tirteo y la pluma de Tácito.

Uno de sus primeros discursos en el Senado, como representante de Coquimbo, fué para pedir recompensas a los combatientes de Iquique. Luego actuó en contra del ministerio de Abril al que acusaba de lenidad, atribuyendo no poca responsabilidad en la pérdida del transporte Rimac, capturado por los peruanos, a la intromisión del elemento civil y político en el manejo de la escuadra. En 17 puntos, del memorable discurso que pronunciara en sesión secreta del 1.° de Agosto, enunció los errores que debían enmendarse y las medidas que estimaba indispensable poner en práctica.

Aún cuando no se aprobó voto de censura (301), después de un incidente de Vicuña con el general Basilio Urrutia, a la sazón ministro de la Guerra, éste renunció su cargo planteándose de inmediato la crisis ministerial. El gabinete Santa María-Amunátegui reemplazó en la Moneda al de don Antonio Varas.

Por aquellos días comenzaba a aparecer-desde fines de junio-un periódico con el título de El Ferrocarril del Lunes, el que luego, bajo el nombre de El Nuevo Ferrocarril se transformó en el órgano personal de Vicuña Mackenna (302). Desde sus columnas cantó a los mártires, animó a los pueblos, impulsó a los gobernantes y ejerció misión real y eficazmente conductora. Cada uno de sus números traía artículos e inspiraciones suyas y en verdad pasma considerar la valía y extensión de la labor que allí realizara.

No hay resorte que no toque ni oportunidad que desaproveche. El 8 de Octubre fue capturado el Huáscay, a cuyo bordo murieran los hombres de Iquique y en esa jornada final sucumbió su digno adversario, el comandante peruano Miguel Grau. Llegada la noticia a Santiago, la ciudad alborotose. Vicuña sube a un carretón cargado de armamentos, frente a la Moneda. La ovación que le tributa el pueblo dura largos minutos, al cabo de los cuales logra hacerse oír «¡Pueblo de Chile, exclama. La bandera del Huáscar está a tus pies! ¡Gloria a los vencedores!» Y en palabras que exaltan el entusiasmo de las masas invoca la figura de Portales cuyo bronce se destaca como una isla entre la multitud férvida: «¡Qué su brazo levantado al horizonte, nos enseñe otra vez el camino de la victoria decisiva!» (303).

Sobreviene el desastre de Tarapacá y los ánimos se conturban ante el sacrificio de Eleuterio Ramírez y sus camaradas, no menos notable que el de Prat. Vicuña no deja que nadie se abata; exige calma. «Ante las declamaciones de algunos exaltados que piden la guerra a muerte y que no se dé cuartel, -escribe Donoso-aboga por la clemencia, clama por la humanidad y su voz tiene un acento de apóstólica sinceridad».

Días más tarde-el 15 de Diciembre-al iniciarse las sesiones del Senado, Vicuña presenta a su consideración un voto que es aprobado unánimemente: «La Armada y el Ejército de Chile merecen bien de la patria» (304).

El año 79, de tan gloriosos fastos, concluye sin que el término de la guerra pueda percibirse. El balance es triunfal, pero el espectro guerrero continúa poniendo en las almas y en la vida la nota, de amargas inquietudes. El drama continúa.

Y el verbo y la pluma de Vicuña parecen crecer.

Desde comienzo de Febrero vuelve al viejo «Mercurio» iniciando una larga y no interrumpida colaboración el día 5 (305). «Los artículos de «El Mercurio» -escribe Donoso- encontraron desde la primera hora la más amplia resonancia, que traspasó las fronteras». Y agrega, a propósito del capitulo aún inédito, de la actuación de la prensa chilena en la guerra del Pacífico: «Cuando se trace prolijamente se reconocerá que la voz de Vicuña Mackenna era la más autorizada, la que sonaba con mayor estridencia, y la que estuvo constantemente sirviendo de aguijón al gobierno, llamándolo al cumplimiento de sus altos y graves deberes. Al concierto, por lo común superficial y anodino, de las opiniones periodísticas, Vicuña Mackenna aporta un contigente de erudición y de conocimientos de la mayor utilidad y eficacia. Y téngase en cuenta que no eran hombres mediocres los que encarnaban la opinión pública en esos días: Don Eusebio Lillo servía de corresponsal al Ferrocarril, don Isidoro Errázuriz redactaba La Patria, don Zorobabel Rodríguez era la primera figura de El Independiente, y esto para no mencionar sino a los más eminentes».

Más tarde, don Carlos Silva Vildósola, periodista de dilatada experiencia, reconocería en esa labor periodística de Vicuña Mackenna la marca del genio (306).

La guerra parece estancarse. Desde el frente vienen quejas amargas. Oficiales y soldados exigen premura, quieren que su sacrificio no resulte estéril, y Vicuña atruena los ámbitos del país con sus imprecaciones. ¡A Lima!, grita. Es menester ir rápidamente a Lima, que con ello, según razonablemente piensa, se ahorrará preciosa sangre de americanos en los dos campos que combaten. «No más aplazamientos, no mañanas, escribía el 17 de Marzo, no más españolismo colonial embutido por el sopor supremo de la escuela, en el corazón y en el brazo del combatiente chileno desde el soldado al general. Es preciso, absolutamente preciso, que la guerra de 1879 esté terminada en 1880».

La labor del prócer rebasa ya los límites de lo creible «Despliega Vicuña Mackenna en esos días una actividad pasmosa -escribe su ponderado biógrafo Donoso (300)- recibe y despacha una copiosa correspondencia, entrevista a los prisioneros y heridos de la guerra, atiende a sus funciones en La Protectora (307), compone una voluminosa y exuberante historia de la contienda, escribe casi día a día para tres periódicos. El hombre ha llegado a la cúspide del prestigio y de la popularidad: su voz encuentra resonancia en las esferas oficiales; todos acuden a él, en demanda de ayuda, de consejo o de auxilio; es la personalidad nacional de más relieve, el personaje más representativo de la sociabilidad chilena. El Rey de España le pide sus libros para su biblioteca y el Instituto Geográfico de Buenos Aires lo nombra miembro corresponsal. Es Vicuña Mackenna el escritor nacional por excelencia, el más autorizado y vehemente portavoz del sentir de la opinión pública. Admirador de la pujanza, valentía y levantado heroísmo del soldado chileno, en breve ha de ser el más fervoroso cronista de sus glorias, el más prolijo historiador de sus hazañas. Su labor literaria en la prensa es formidable, excepcional, extraordinaria».

Cumplido el primer año de la guerra, el historiador y el político hacen balance, sin que nada se omita, ni lo trascendental ni lo ínfimo, pues su «espíritu vigilante está siempre alerta, ya sea condenando en forma airada las deficiencias o ponderando con juvenil entusiasmo el valor del soldado chileno» (300).

Se aproxima la batalla del Campo de la Alianza en que las tropas de Bolivia y Perú, al mando del general Campero, serán batidas por Baquedano. Vicuña presiente ya la nueva épica jornada y cuándo la noticia de la victoria llega a la capital, su mano traza estas líneas: «¡Loor eterno al soldado chileno y a sus animosos jefes! ¡Honor de justicia a los que han preparado este día memorable, sea que descansen en solitaria tumba, sea que ocupen el pináculo del poder!» Y aquel mismo 31 de Mayo predice la caída de Arica.

Después de Tacna el asalto formidable de Arica en cuya defensa sucumbieran con notable estoicismo el peruano Bolognesi y sus lugartenientes, y del lado chileno San Martín junto a muchos de sus bravos. Vicuña comprende de inmediato la importancia que tiene para Chile el puerto de Arica, adquirido con ingente sacrificio de sangre, aprecia el valor que le da su ubicación geográfica pues será más tarde punto de confluencia de países y centro en el Pacífico, entre Valparaíso y Callao. Todo eso parece percibirlo en las líneas vibrantes de su artículo ¡No soltéis el Morro! Tal es su grito legendario, grabado en el pedestal del monumento que los soldados y marinos de Chile le levantaran. ¡No soltéis el Morro! repiten con él todos los chilenos. Y hoy, corridos los años, la frase resuena con un sentido nuevo. Arica no puede ser boliviano ni peruano. Arica debe ser el lazo de unión de tres pueblos.

La voz de Vicuña Mackenna sigue tronando en el Senado. ¡A Lima, a Lima! Una campaña rápida y bien dirigida, sin dar tiempo a los adversarios aliados de reponerse de sus formidables desastres, es la gran solución, la única capaz de evitar mayor efusión de sangre. ¡Arma al brazo y a Lima! escribe en El Nuevo Ferrocarril el 3 de junio y cuando el gabinete Recabarren- Valderrama se presenta ante la Cámara alta, interpela al Ministro de Interior, reclamando la campaña decisiva (308).

Pero en la Moneda soplan aires pacíficos. Pinto quiere buscar la paz, sin comprender que el capitalismo extranjero no permitirá que se acuerde mientras haya posibilidad de rehacerse. El dictador Piérola, por otra parte, no puede ceder porque ello equivaldría a perder prestigio entre quienes lo sostienen. Campero, en cambio, sin otro recurso, sabrá darse por vencido, retirándose al asiento de su gobierno provisorio. Pinto se embarca en la nueva aventura acogiendo, con sincero buen espíritu, las insinuaciones informales de los representantes yankees.

En el Senado el personero de Coquimbo protesta en forma enérgica, en nombre del país, de toda expedición de merodeo que no tenga por base firme la ocupación de Lima y el Callao. Hay que ahorrar sangre. Es preciso vencer en los campos de batalla, pues no se ve otro medio, el fantasma hórrido de la guerra.

Y su pluma se agita en «El Mercurio y en El Nuevo Ferrocarril. Escribe sobre los muertos, analiza asuntos bélicos, reclama más enérgica vocación en los que mandan. <<La guerra del agio – dice - supedita a la guerra de la gloria» (309). </font />

Tras la pérdida de la Covadonga, las gestiones de paz de la Moneda trascienden al público y la opinión, que encuentra en «el autor de Las dos Esmeraldas su más brillante y vehemente intérprete» (300), se agita. Se celebran en Arica, sin embargo, las famosas y estériles conversaciones de la Lackawanna (310). Vicuña, encendido en fuego, truena, y todo el país se estremece ante su voz. La paz no es posible sino en condiciones que la garanticen debida y eficazmente. El gobierno acaba por comprenderlo así y sigue por fin las indicaciones de Vicuña Mackenna. Comienza la campaña de Lima.

Apenas se comunica al país la marcha al norte del ejército de Baquedano, grita desde el fondo de su alma ¡Viva Chile! La división Villagrán deberá partir a Pisco. Vicuña aconseja que el desembarco se haga en el puerto más próximo al Callao. Las rutas peruanas le son familiares desde 1860 y por ellas cruzó en horas de guerra civil cinco años más tarde. Escribe extensamente sobre el tema, siendo de notar que a sus artículos-insertados en «El Mercurio» con el título de Las treinta jornadas de Pisco a Lima-«se atribuyó en sus días una decisiva influencia en el ánimo del general Villagrán» (300).

Con el corazón firme y pleno de fe sigue la marcha de los tercios chilenos que expedicionan a la ciudad virreinal (311). En escritos de la época enuncia las razones que harán caer a ésta: No duda un instante. Sus previsiones se realizarán, como siempre, mostrando de que modo sabía captar las realidades y las posibilidades. ¿Qué habría ocurrido, cabe preguntar, si Vicuña, en cumplimiento de la voluntad del pueblo, hubiera entrado a la Moneda en 1876? La guerra mucho más breve, sin duda, hubiese ahorrado incontables vidas a los países beligerantes. La paz, realizada en hora oportuna, no dejaría pendiente un conflicto de cincuenta años. ¿Y en lo interior? De los progresos generales da buena muestra su labor de tres años en la Intendencia de Santiago. En un quinquenio habría creado un nuevo Chile.

A las puertas de la capital peruana se libran por fin las batallas de Chorrillos y Miraflores. Lima cae. Y cuando la noticia llega a Chile, el 19 de Enero, Vicuña, que se encuentra en Viña del Mar, se confunde con el pueblo y con él comparte fraternalmente el regocijo nacional. «El Mercurio» en edición del día 20, registra un editorial que su pluma ha trazado con este título de suprema justicia: La gran victoria del pueblo.

Después de la victoria, la paz. Y esa paz, dice Vicuña, debe contemplar la rectificación de las fronteras septentrionales de Chile a la vez que garantías militares que impidan toda agresión de los inquietos vecinos en derrota (312).

La pluma no descansa. Veamos de que modo le hace justicia Donoso en su Vida de Vicuña Mackenna: « Su actividad intelectual -escribe- es constante, permanente, siempre renovada y brillante. Nunca tuvo tal vez el diarismo chileno un colaborador más notable por la extensión y profundidad de su cultura, por su encantador y liviano estilo, y por la constancia de su laboriosidad. Cuanto asunto cae en sus manos cobra singular atractivo. Algunas de sus páginas de guerra pueden pasar «pero al lado de ellas ¡cuántas y cuántas páginas admirables, de sólida doctrina e imperecedero encanto! Ni don Zorobabel Rodríguez, ni don Isidoro Errázuriz, ni justo Arteaga Alemparte pueden competir con él: por su dilatada actividad, por sus notables aciertos, por su erudita prolijidad, está por encima de todos ellos. Y luego, a propósito de El Nuevo Ferrocarril, que publica su último número el 17 de Abril de 1881, dice como «realizó una labor admirable que la posteridad le reconoce agradecida. Organo casi exclusivo de Vicuña Mackenna, difundió su nombre en el mundo americano, y aún más allá de los mares, y llevó a todas partes un vibrante y altivo testimonio de la resolución de Chile de concluir gloriosamente la ardua jornada. Gloria legítima e indiscutible del autor de la Historia de Santiago fue su sostenimiento, y reálzase aquella teniendo en cuenta que no fue Chile nunca tierra propicia a las empresas intelectuales» (300).

Terminada la guerra, sus compatriotas pudieron preguntarse, asombrados, en cual actividad Vicuña Mackenna se había demostrado más grande. Conductor de la nación en el Senado (313), agitador imponderable en la prensa, épico cantor en las leyendas y los libros, tribuno en la calle pública. Todo lo fue a la vez y todo lo hizo. Estratega, diplomático, estadista, pensador, historiógrafo, poeta de heroicas gestas nacionales, hombre de prensa. En aquellos días grandes, en que la alteza de los acontecimientos elevaba a los hombres por encima de sus habituales miserias, pudieron ellos ponerse a tono con el caudillo del pueblo y en el alma de éste habitó realmente el alma de Chile.

 

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Notas

296

«Nadie -escribe René Moreno- ha sentido con más fuerza entre los escritores del Pacifico, nadie, la grandeza democrática de la combinación política, la fraternidad etnológica que le sirve de estrechísimo vinculo, el vértice piramidal de la empinada con- fluencia de intereses comunes, los raudales de armonía que de allí descienden al campo autonómico de las nacionalidades congregadas. Examínense las compilaciones impresas sobre la materia y otros escritos congruentes que corren por separado. La gran unión y confraternidad hispano-americana vive cuerpo y alma en la mente de Vicuña Mackenna, habla por su boca, y encuentra en esta voz el eco más potente de sus ensueños generosos y de sus aspiraciones más razonables». (Véase: Bolivia y Argentina. Notas Biográficas y Bibliográficas. Santiago, 1901. Este trabajo figura también en la Corona. Fúnebre de Vicuña Mackenna).
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297

Acerca de las causas económicas de la guerra, dijo Vicuña Mackenna en sesión secreta del Senado el 24 de Mayo de 1879: «El estanco del salitre se había hecho bajo la inteligencia de que esa sustancia existía sólo en el litoral peruano, y de aquí el origen y el alcance de su monopolio. Pero cuando gracias a la energía indomable de algunos de nuestros compatriotas, se descubrió al principio en reducida escala y después en grandes masas aquella, sustancia en los despoblados de Atacama, irritáronse las expectativas frustradas de los monopolistas, bajó el precio del articulo en los mercados de Europa, a virtud de nuestra concurrencia libre de toda gabela, y se creó para el Perú una situación financiera verdaderamente insostenible, desde que la fuente fabulosa del guano, que había sido su única tesorería, había desaparecido».
Vicuña señalaba, también, entre las causas económicas que empujaban a los vecinos del Rimac en contra de Chile, «la situación difícil, pobre, falente y casi menesterosa del Gobierno del Perú y como consecuencia la del país entero, sometido por su desgracia a la influencia rentística casi exclusiva del Gobierno...
Indica un factor político, a más, que no puede desconocerse y es el de la unanimidad creada en los partidos políticos peruanos, pues el civilista conquistaba con la guerra mayor influencia, a la vez que el de Prado, a la sazón en el poder, se rehabilitaba de errores anteriores. Por ello, desde otro punto de vista, tenía sobrada razón el Senador de Coquimbo al decir que «siendo la guerra en el Perú una coalición de partidos, no será en el fondo una guerra nacional.. Conviene señalar este discurso de Vicuña Mackenna como uno de los más importantes que pronunciara durante la guerra.
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298

«La guerra viene, pues-dijo-y ya golpea a nuestras puertas con el ruido del, cañón. Es preciso ser sordos para no sentir sus pasos y demasiado perezosos y demasiado culpables para esperar que los aplazamientos, las misiones y los recados por el cable puedan estorbar las consumación de un hecho que ya está consumado». (Sesión de 24 de Marzo de 1879).
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299

Vicuña, Mackenna, cuyo período senatorial expiraba en 1879, aceptó la candidatura a la senaturía de Coquimbo, la provincia amada, en Enero de dicho año. El gobierno había hecho proclamar por el partido montt-varista la candidatura oficial del ministro de la Guerra don Cornelio Saavedra, en cuyo favor se desencadenaron todos los vientos de la intervención. Puede decirse que el señor Pinto, desde la Moneda, no omitió esfuerzo para impedir el triunfo de su adversario de 1876.
Sin embargo, fué ello inútil pues a más del apoyo incondicional de casi todo el elec-torado coquimbano contó con la leal adhesión de su amigo don Domingo Santa María.
A propósito del entusiasmo despertado en Coquimbo por la candidatura de Vicuña, le escribía el 27 de Marzo, desde Ovalle, don Horacio Pinto Agüero: «La corriente se ha hecho un torrente y se llevará por delante los montones de oro que hoy derrama el montt--varismo en su contra».
En las elecciones fué tan considerable la presión oficial y tales los fraudes, cometidos que Vicuña apareció triunfando por escasos votos, con lo cual se estableció fácilmente una dualidad de poderes, pues los elementos gobiernistas también los otorgaron al ministro Saavedra.
Para defender su causa Vicuña Mackenna escribió un folleto: La elección de Senador
por la Provincia de Coquimbo. (Breve exposición impresa para circulación privada). En él decía el candidato: «La consigna de esta lucha era la de que «un ministro de estado bajo ningún concepto podía ser vencido en la arena electoral», siendo éste, si tal escándalo aconteciese, el primer caso, es decir el primer «escándalo» de ese género que se veía en Chile». «Ligero, risueño-manifiesta don Ricardo Donoso--ofrece el sello inconfun-dible de su personalidad y hace de él el más agradable de los panfletos. Saavedra respondió a éste con un nuevo folleto: Exposición para el Honorable Senado que establece la elección de Senador por Coquimbo en favor del coronel don Cornelio Saavedra, pobre y ramplón de argumentación y de ningún mérito literario. El asunto apasionó a la opinión y alcanzó todo el relieve de una cuestión de interés públicos.
Vicuña rectificó a su contendor en otro folleto breve: Mi respuesta a la exposición para el Honorable Senado, hecha en favor del coronel don Cornelio Saavedra.
A pesar de todos los esfuerzos del gobierno, la mayoría dé la comisión de elecciones del Senado pidió se reconocieran los poderes de Vicuña Mackenna y así lo decidió la corporación por 20 votos contra 4 en sesión de 11 de julio de 1879.
Conocido el resultado final, el juez Pinto Agüero escribió a Vicuña, al día siguiente: «Si se escribiera la historia de su candidatura de Senador por Coquimbo se podría formar un grueso volumen de 500 páginas. Sólo el gran cariño que se tiene aquí po
r Ud. ha podido dar fuerzas para resistir a tanta maldad».
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300

Ricardo Donoso, obra citada.
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301

«Su señoría expuso, en conclusión, que a pesar de los serios cargos que hacía al Gabinete, cuyo patriotismo y honradez reconocía, no proponía un voto de censura por no complicar más la situación política interna, dividiendo los ánimos, y porque todo era todavía reparable en la dirección de la guerra si el Gobierno sabía colocarse ala altura de la situación.
Véase: Sesiones secretas de la Cámara de Senadores celebradas durante la guerra.
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302

El propietario de El Nuevo Ferrocarril era don Francisco A. Frías. Cada número tenía, al lado del título el siguiente aviso: Colaboración permanente del señor don Benjamín Vicuña Mackenna». La redacción estaba en la calle del Chirimoyo, 21 ¼.
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303

Mauricio Cristi («ex-secretario de don Benjamín Vicuña M. »): Lectura Patriótica. Crónica de la última guerra. Santiago, 1888.
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304

«Voy a someter a la consideración del Senado-dijo Vicuña en aquel discurso- acuerdo de patriotismo que espero merecerá su calurosa simpatía». Y fundándolo recordaba que los soldados chilenos habían realizado portentosas campañas «en medio de mil. fatigas, bajo un sol abrazador, en medio de movedizas arenas, luchando con la soledad, con el sueño, con la sed y con la muerte...» En consecuencia presentaba la siguiente moción, que fue aprobada de modo unánime: «La Armada y el Ejército de Chile merecen bien de la Patria».
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305

La comedia del hambre en la tierra de los incas es el título de su primer artículo: Véase la Bibliografía periodística de Vicuña durante la guerra en el libro de Donoso Don Benjamín Vicuña Mackenna. Su Vida, Sus Escritos y Su Tiempo.

306

Prólogo de Páginas Olvidadas. Vicuña Mackenna en El Mercurio
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307

Sociedad fundada por Vicuña Mackenna para socorrer a los soldados y a sus familias, singularmente las viudas y huérfanos de los que caían combatiendo. En otro capítulo nos extenderemos más sobre esa noble empresa.
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308

En el discurso pronunciado en sesión de 18 de junio de 1880, sobre la necesidad de emprender la campaña de Lima, empresa que constituyó tal vez la más ruda de sus batallas con el gobierno de Pinto, atacó vigorosamente al gabinete.
«Y ahora,-expresó-¿qué decir, señor Presidente, de la manera como el Gobierno ha llevado la guerra y cómo la ha emprendido, considerada ésta como extrategia? Puede calcular el país, puede darse cuenta el Senado de lo que cuesta a la nación en dinero, en tiempo, este oro invisible pero pagadero en buenas letras, en desprestigio ante nuestros
vecinos y ante nuestros propios enemigos el bloqueo de Iquique, ese triste espasmo de 117 días que se acabó por sí solo, porque los fondos de nuestros buques estaban podridos, sus hornillas caldeadas, sus quillas inmóviles, y agotadas hasta la desesperación la paciencia y las fibras de sus desgraciados tripulantes, sacrificados a no se qué interés, a no sé qué porfía.. Y esta última y lamentable campaña de Moquegua, campaña mediterránea, absolutamente innecesaria, en la que hemos tirado deliberadamente a un lado del camino las cartas geográficas, los derroteros, las lecciones históricas de antaño y de ayer, los avisos de la ciencia. ¿Cuánto cuesta al país en vidas, en desesperación, en sed y en millones?... ¡Ahí Si no hubiera sido, señores, por esos hombres de músculos de hierro y de almas de gigantes que han atravesado los desiertos con los pies quemantes y las fauces enjutas, apoyados en el rifle y siguiendo la bandera, mudos, sombríos, irritados, pero invencibles».
Concluía preguntándose: «¿no hay por ventura en este país hombres de Estado?»
El martillo siguió cayendo sobre el yunque. En sesión secreta de 18 de Agosto de 1880 `disertó largamente el señor Senador, sobre las ventajas de una acción total, rápida y central, que habría podido poner término a esta guerra como a las anteriores, llevándola al corazón del enemigo y no a sus extremidades... » (Actas de las sesiones secretas del Senado durante la guerra).
Cabe añadir que, a la par que luchaba por la campaña de Lima, Vicuña Mackenna señalaba con noble gesto americano los abusos cometidos por el comando militar, vale decir por el gobierno chileno, en contra de ciudadanos peruanos o extranjeros. A propósito de las depredaciones cometidas en Chimbote, se lee en las actas de las sesiones se-cretas de la cámara alta (sesión de 29 de Septiembre de 1880): «A juicio de Su Señoría, esas operaciones eran indignas de nuestro ejército y constituían una verdadera deshonra para la República, para su grandeza moral y su historia futura».
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Es violento el tono de sus acusaciones al gobierno, que se escudaba en falsos y no manifestados deseos del ejército. «Pero lo que no consentirá nunca la prensa de Chile,- escribe en El Nuevo Ferrocarril, con fecha 23 de Septiembre-que ha presagiado cuanto sucede con raro acierto y energía, es que, falseando hechos que son ya del pleno dominio de la historia, y calumniando sentimientos y aspiraciones que son evidentes como la luz, se insinúe siquiera que es nuestro ejército y no el ejército de frac de la Moneda el que no quiere marchara.
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Bajo el título de La pamplina de la Lackawanna Vicuña publicó en «El Mercurio» varios artículos en que traza «la historia de la gestión pacifista con una prolijidad, un conocimiento de detalles y un acierto que demuestran cuán bien informado estaba de las actividades gubernativas». (Donoso, obra citada).
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Bajo todos conceptos -escribe Vicuña el 27 de Diciembre- la situación es solemne para Chile, y el país, no obstante su robusta confianza, debe recogerse sobre sí mismo, y prepararse para tremenda prueba: la permuta de la victoria por la poltronería, comprando tal vez aquélla al, precio de millares de preciosas vidas».
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Dos artículos de esa época-La fiebre de la paz y Los sepulcros flotantes-provocaron protestas del ministro de Guerra señor Jalé Francisco Vergara, y de los funcionarios encargados de los servicios sanitarios, aludidos en el segundo. El señor Vergara, distinguido hombre público que prestó importantes servicios durante la guerra, reconoció, más tarde, el error de apreciación en que había incurrido.
En otros, posteriores, se manifestó, con genial videncia, enemigo de la ocupación que tantas vidas costarla. «No era de opinión, dice Donoso, de desguarnecer en absoluto al Perú, pero exteriorizó la más irreductible oposición a crear una administración chilena aunque no tuviera más que insignificantes visos de permanencia».
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En la carta-manifiesto que Vicuña Mackenna escribió a sus electores de Coquimbo en 1884, al retirarse de las actividades políticas, cuenta de modo somero la extensa labor que le cupo en el Senado.
Dice: «Por mi parte al menos, yo no tuve jamás otra norma de conducta que lo marcha rápida y victoriosa de nuestras armas en prueba tan suprema como inesperada».
Y respecto a las razones que lo llevaron a oponerse al acuerdo gubernativo de ocupar de modo permanente el territorio peruano: «Fué esto lo que se llamó y se llamará en la historia La ocupación, el peor negocio que Chile haya hecho durante su existencia, no obstante la notoria habilidad de los encargados de mantenerla y de desarrollarla aquí y allá. El Perú había quedado en efecto agonizante, y nosotros, sin ser siquiera llamados, nos constituímos en sus voluntarios enfermeros, actitud de cruel misericordia que proseguimos durante tres largos años, perdiendo en las pestilencias de los hospitales y por inclemencias del clima casi mayor número de vidas que las que nos quitara el plomo de las batallas, y de seguro no menor número de millones que los que reclamaron de nuestro crédito y de nuestro papel-moneda las campañas militares y navales de los dos años precedentes».
Véase: Seis años en el Senado de Chile.
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