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Fuentes Bibliográficas
Homenaje a Vicuña Mackenna Tomo 2º.
Capítulo XXXVII.

Metido en un coche, en el que le cediera asiento su compañero de viaje el general Rosecrans, Vicuña se apeaba a las doce de la mañana del 20 de Noviembre a las puertas del Hotel Metropolitan, en el centro de Broadway. Y «me alojaba provisoriamente -escribe- en una de las mismas bohardillas del quinto piso que hacia doce años me había visto humilde viajero de curiosidad y estudio y me recibían hoy en toda mi pompa de embajador sin embajada y de magnate sin cuartillo».

La misión confiada le habla de resultar ardua y difícil en extremo. Aguardábanle rió pocos desengaños y pronto se convencerla de que los norteamericanos miraban con absoluta indiferencia, si no con desdén, a los pueblos del Sur y que el gobierno reservaba, a la causa de Chile y del Perú una mal encubierta hostilidad. La suma efectiva del poder descansaba en los hombros de Guillermo Seward, a quien debía su encumbramiento él presidente Jhonson. Por aquel tiempo el válido canciller se encontraba empeñado en resucitar una absurda ley de neutralidad, fuera de práctica, a fin de procurarse argumentos que apoyasen sus reclamaciones pecuniarias a Inglaterra por perjuicios que el Alabama y otros corsarios causaran durante la guerra civil.

En Washington representaba a Chile como Encargado de Negocios don Francisco S. Asta-Buruaga, sujeto tímido en exceso, pero de excelente espíritu y distinguidos modales. «Con un hombre tan franco y tan leal como el señor Asta-Buruaga no era difícil entrar en materia. En una hora nos habíamos transmitido mutuamente todo lo que necesitábamos decirnos el uno y el otro». En esa hora de conversación se derrumbó el castillejo de las esperanzas santiaguinas. «El aspecto de las cosas en los Estados Unidos, añadía Vicuña, no podía ser, pues, más desconsolador. Todas mis ilusiones, heridas como de una puñalada súbita y a traición, habían caído deshechas a mis pies».

Pero no era el Agente Confidencial de Chile de aquellos que se dan por vencidos antes de pelear y no sería esa la primera vez que diese y ganase batallas que todos estimaban perdidas.

Desde el primer momento hubo de habérselas con la animadversión del ministro Seward. Vicuña ha trazado un retrato severo de aquel personaje. «Frío, egoísta, sagaz, calculador en todo, lince para mirar los provechos, astuto y pronto para apoderarse de ellos, audaz y ala vez disimulado, sacrificando siempre las fórmulas ,a la sustancia, infatigable, convencido de que la humanidad no deja nada atrás sino los huesos de sus obreros y el andamio de sus ideas, Seward es la personificación de esa raza indefinida porque es esa aglomeración de todas las razas humanas que se llama el yankee». Con tal hombre, amigo íntimo del ministro español en Washington, don Gabriel de Tassara, por cuya causa sentía la más decidida simpatía, debía medirse.

Algo más había en el fondo de esa política sinuosa del canciller norteamericano; algo que adivina Vicuña Mackenna con intuición genial, la «ambición secreta y antigua que acarician los hombres del norte, que cifran en la posesión de Cuba el complemento de su sistema marítimo». La fruta, verde aún, había que madurarla en el árbol, sin dar pié de crecer a los pueblos clientes. Después de Tejas y California la invasión puede ser pacífica: penetración de capitales y de influencias, conquista económica. Todo eso lo veía en 1865 el representante de Chile.

Vicuña advertía como el gobierno de la Casa Blanca mantendría los principios políticos de Washington: «Paz con todas las naciones, alianzas embarazosas con ninguna». Ello encubría un frío cálculo que pesaba el honor en talegas y consideraba más valiosa la posesión de la Florida que « la redención y la fraternidad de toda la América española». La historia y los hombres se repiten. El presidente Madison había prohibido en 1815 todo armamento y tentativa de auxilio en favor de los países insurreccionados de Sud América. Entonces llegó José Miguel Carrera a las playas del norte y a pesar de los obstáculos puestos logró formar una pequeña escuadra. En 1865 era Cuba la prenda codiciada y e1 ministro Seward resucítaba la política de hacía medio siglo: ningún auxilio a los países americanos que nuevamente se encontraban en guerra con sus antiguos señores. Y como Carrera, Vicuña Mackenna había traído ahora la representación de los pueblos oprimidos y obtendría, también, la formación de una escuadra, sólo que con mayor fortuna sus buques arribarían a puerto incorporándose a las marinas de Chile y del Perú (150).

A poco de llegar, Vicuña hubo de hacer un triste balance de la situación real: «No había buques. No había dinero. No había crédito. No había en el gobierno apoyo, ni simpatía oficial, ni oficiosa, ni de ninguna especie. El pueblo era absolutamente indiferente». Y, por último, la doctrina Monroe «era sólo una farsa de partido que se exhibía en época de elecciones o de agitación política».

Asta-Buruaga, no se atrevía a asumir ninguna responsabilidad. En Santiago, en tanto, se aguardaban buques, se exigían armas y no se enviaba dinero porque el gobierno no lo tenía, y los magnates chilenos, los grandes señores de la oligarquía agrícola, apretaban a dos manos sus bolsas, abriendo en coro las bocas(151). ¿Qué hacer? Vicuña no era hombre de titubeos. «En tal emergencia -escribe- sólo habla un camino que seguir. Era éste el de tomar atrevidamente sobre mí los encargos hechas directa y exclusivamente al señor Asta-Buruaga, sin desviarme por esto de mi genuina misión con la que aquellos encargos se daban en gran manera la mano. Había en esto una duplicación de trabajo, de ansiedad, de peligras y responsabilidades; pero acaso no había salido yo de mi patria con el objeto único de servirla, aunque fuera a costa de mi vida?».

Y Vicuña se lanzó de lleno al cumplimiento de su doble misión: la que traía y aquella que su amor de América y de Chile le había hecho tomar. En ambas las dificultades serían infinitas y sin cuenta los sinsabores, si bien los resultados sobrepasaron las expectativas.

Inició desde luego gestiones para comprar el acorazado Dumderberg, el más potente que existiera en Estados Unidos, para cuyo gobierno fuera construído. Esas gestiones, que alcanzaron pleno éxito en su comienzo, se malograron después por falta de dinero y crédito.

En su ímproba labor se vió secundado con fidelidad y acierto por el honestísimo capitán Wilson, cuyo trabajo le forzó más de una vez a buscar «las tinieblas de la noche y las encrucijadas de la bahía del Hudson y del East-River» para burlar la mezquina vigilancia de Seward y sus sabuezos. Alguna tentativa lo puso en riesgo de ser víctima de industriosos estafadores, pero de las pebres garras salió limpiamente. La aventura del Cornubia merece recordarse. Un tal Smith, en complicidad con algún armador tronado, intentó comprometerlo en la compra de cierto barco que resultó ser una «inmundicia» (rubish, según informó Wilson): Los timadores escribieron notas y acudieron a abogados de recursos. Vicuña no dió más respuesta a aquél embrollo, según cuenta, «que una esquela redactada con el más exquisito cuidado como jamás he puesto en el más difícil trozo literario de mis obras, y dirigida a los que aparecían como propietarios del buque en aquella farsa de escamoteo». Querían sacarle algunos millares de dólares a título de indemnización, pero defendía con tanto heroísmo los dineros de su país que no largó un solo maravedí. «Así concluyó mi aventura smithoniana, escribe, única de su género que tuve en mi misión y de la que salí con el orgullo del triunfador, pues me las tuve con nada menos que cinco abogados yankees, con dos corredores de mar y un armador de Filadelfia,ayudado de su numerosa prole».

La propaganda por todos los medios posibles fue tarea primordial. Desde el primer momento buscó y cultivó relaciones con la prensa, visitó diarios, escribió artículos y antes de mucho tuvo ganada para la causa sudamericana a toda la prensa de Nueva York y de Estados, Unidos, con excepción del diario oficioso del canciller Seward y de otro que subvencionaba el ministro español Tassara.

En Diciembre festejó a los hombres de prensa. Don Luis Aldunate, en oficio al ministerio chileno, relata aquella manifestación que fue ruidosa: «El miércoles 6 de Diciembre tuvo lugar en el espléndido salón bleu del Restaurant Delmónico el suntuoso banquete con que el Agente Confidencial de Chile en los Estados Unidos, don Benjamín Vicuña Mackenna, obsequió a los más notables diaristas de New York y a los miembros del cuerpo diplomático de Sud América residentes en esta ciudad. El salón en que tuvo lugar el banquete se encontraba elegantemente adornado con los pabellones de Chile, Estados Unidos y del Perú. Ocupaba el puesto de preferencia en la mesa el señor Vicuña Mackenna. A su derecha se encontraba el señor Bruzual, ministro de Venezuela en los Estados Unidos y a su izquierda el señor ministro de la República Argentina don Domingo Faustino Sarmiento». A los postres brindó Vicuña, diciendo de la prensa que si en otros países constituía un poder, en la tierra de Washington alcanzaba el carácter de una verdadera institución pública, habiéndole correspondido mayor parte en el triunfo de la guerra de secesión que al propio ejército. El señor Wilsks, decano de los periodistas allí presentes contestó pidiendo, entre hurras, una copa bebida de pie por «el heroico Chile». Y Sarmiento, en elocuente discurso, dijo que el sistema republicano con Estados Unidos a la cabeza, «como un iron clad colosal» haría rumbo al porvenir, seguido de cerca por las repúblicas de Sud América. Todos los representantes latino americanos hablaron y en aquel derroche de fraternidad cuya cuenta no alcanzó a trescientos dólares adquirió nuevo impulso la labor relacionada con la independencia de Cuba.

No contento con la propaganda de prensa, que casi toda la de Yanquilandia fue ganada por Vicuña, como queda dicho, no descuidó la de la palabra. Y de la prensa pasó a la plaza pública. En la reunión mensual del Club de los Viajeros, celebrada el 2 de Diciembre, dictó una conferencia sobre Chile y la doctrina Monroe. «Añadió-decía al día siguiente el Herald de Nueva York-que cuando los Estados Unidos habían exhibido al mundo su famoso principio internacional llamado la Doctrina de Mónroe, la América del Sur se había adherido a esa declaración en su verdadero significado de alianza continental contra las invaciones de la Europa monárquica». Resultó tan elocuente dicho discurso, pronunciado en inglés, que a su término «el honorable E. G. Esquier hizo indicación para que el Club ofreciese un voto de gracias al señor Vicuña Mackenna, lo que fue acordado por unanimidad»,

Refiere Vicuña que una semana después «de aquel ensayo del que había salido con una felicidad que debía estimularme en mi carrera de orador improvisado en lengua extraña, tuvo lugar mi segunda arenga pública en Nueva York, y si bien en esta ocasión no gocé del beneficio del estudio para prepararme y ofrecer algo interesante a mi benévolo auditorio, la indulgencia de éste suplió aquella deficiencia y volví a recibir un voto de gracias y otras distinciones no menos agradables». Esta nueva conferencia tuvo lugar en el Club de la Liga Unionista y en ella el orador fue saludado con entusiastas y reiterados hurras, acordándose que su discurso fuese impreso a costa de la institución.

En la noche del 6 de Enero de 1866 tuvo lugar un meeting, preparado por Vicuña, en el Cooper Institut «en honor y provecho de la Doctrina Monroe», haciéndose, a propósito de ello, tal ruido que la cólera de Seward y del ministro español no alcanzó limites. En el recinto, adornado con rica mis'en scene, profusión de banderas y luces, asistieron cinco a seis mil personas, según el Herald, entre las cuales el cuerpo diplomático residente, encabezado por Sarmiento; periodistas; banqueros y armadores (que era lo más importante). Cullen Bryant, designado presidente de la asamblea, pronunció entusiasta discurso y numerosos personajes se sucedieron en la tribuna, aprobándose finalmente varias conclusiones encaminadas a encarecer el deber del gobierno norteamericano de poner en práctica la doctrina Monroe, esto es de impedir las actividades imperialistas de los países europeos en América. A continuación Vicuña Mackenna habló largamente, mostrando la política americanista de Chile, que en alguna ocasión -la tentativa de protectorado yankee en Ecuador-lo había llevado a enfrentar al propio gobierno de los Estados Unidos. Con palabras apropiadas a impresionar la concurrencia, dijo al terminar su arenga: «la Omnipotencia que creó la faja de tierra que une los dos continentes de la América en un solo mundo, inspiró un día a un grande hombre del Estado del Norte esta teoría de común salvación. Ese día la llave de oro del problema de la democracia fue descubierta; los monarcas de Europa temblaron sobre sus tronos derruídos; los libros del Mundo Nuevo mostraron a los esclavos del antiguo el sitio en que debía detenerse el agua después del diluvio, y sobre el cielo de una nueva era, más allá de las nubes, las manos de Washington y Bolívar, estrechándose después de la contienda y de la emancipación común, unieron dos mundos en uno solo para formar un reino de eterna gloria y eterna libertad. Dejad entonces, señores, que esa doctrina de redención sea sostenida, sea esparcida, sea vengada! Dejad que ejecuten esa obra redentora vuestros hombres de consejo en el gobierno y vuestros hombres de pelea en el campo de batalla. Dejad que la voz de Roma se deje oir otra vez desde la cúspide de vuestro altivo Capitolio y que así como el lema de Abraham Lincoln fue Justicia y libertad para los oprimidos, el lema de Andrés Jhonson sea justicia y libertad para los agredidos» (152). Vicuña terminó su arenga, según el Times de Nueva York, en «una completa borrasca de aplausos».

El éxito de la misión de Vicuña Mackenna era pues completo. «En el espacio de cincuenta días -escribe- había adquirido la adhesión unánime de la prensa americana hacia los principios y derechos que fui enviado a sostener y en tres grandes reuniones políticas, únicas que en ese periodo de tiempo de celebraron, había levantado el nombre de mi patria, obscuro en aquellas regiones antes de esos días, a la mayor altura a que mis débiles fuerzas podían colocar su glorioso influjo. Y entre tanto, por aquellos mismos días y en aquella tierra a que yo consagraba así mis vigilias, y mi alma entera, decían muchas voces al amor del fuego del hogar o tras del mostrador del escritorio y junto a la caja de fierro, cerrada con dos llaves desde el 24 de Septiembre, que el gobierno había cometido el irreparable error de enviar a los Estados Unidos un loco a defender su causa».

 

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Notas

150

Las gestiones de Vicuña Mackenna en combinación con los representantes del Perú se hicieron en sentido esencialmente americanista, subordinando todo interés nacional a los intereses de la causa y al común servicio de la Alianza.
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151

A propósito de la tacañería de que hacían gala los señores de la aristocracia y de la alta y mediana burguesía, cuenta Vicuña: «desde los primeros días vimos que todos ofrecían su sangre, pero ninguno ofrecía su oro: todos decían-Aquí están nuestros pechos!. y se tapaban los bolsillos con las dos manos, como lo vi yo más de cien veces en los cuatro días que fuí secretario de la que se llamó comisión de subsidios.. (Diez Meses).
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152

¿Cómo juzgó Vicuña Mackenna la doctrina Monroe, llegado a Nueva York y después de conocer el espíritu que animaba la política de los gobernantes norteamericanos?
Analiza su acción práctica y encuentra que las etapas del desarrollo progresivo de la protección que la América del Norte ha dispensado, en virtud de aquellas teorías. a su gemela del sud, podían irse marcando con estas breves fechas e inscripciones: Tejas, 1835. -Méjico, 1846.-Islas de Lobo, 1849.-San Juan del Sud, 1851.-Paraguay, 1853.-América Central, 1855. Imperio de Méjico, 1863.-Santo Domingo, 1864.-Ecuador, 1866. El bombardeo de Valparaíso, en presencia de la más formidable escuadra americana que haya visto el Pacífico y calificado por Mr. Seward como un simple hecho de armas, según la última revelación de Mr. Bouher, podría considerarse como el más apropiado apéndice a esta reseña».
En carta a Santa María (Nueva York, 9 de Mayo), contándole detalles del meeting que organizara en honor de la célebre doctrina, decíale: Hicimos un esfuerzo por dar vida a la Doctrina Monroe, la farsa más inicua y miserable de esta tierra».Veía Vicuña con claridad absoluta que sólo principios utilitaristas guiaban la polí-tica externa de Estados Unidos. La doctrina Monroe se reducía en verdad a proteger los intereses norteamericanos en Sudamérica y
los de ésta cuando aquéllos se viesen comprometidos. La doctrina Monroe venía a traducirse en esta fórmula: «América para los norteamericanos» como medio siglo más tarde el Pan-asiatismo en esta otra: Asia para Japón».
Buscando razones y principios estrictamente económicos al fenómeno que se presentaba a su vista, Vicuña muestra como Chile y sus aliados no podían aguardar ninguna ayuda eficaz del gobierno yankee. En carta a Federico Errázuriz, a la sazón ministro de Estado, le decía: «La última guerra ha producido aquí dos fenómenos extraordinarios. El 1.° es la creación de un capital de tres mil millones de pesos que ha hecho nadar, se puede decir, al Norte, en un verdadero raudal de oro. Figúrate a Santiago, que de la noche a la mañana se encontrase con doscientos o trescientos millones de pesos repartidos entre sus vecinos y te formarías una idea de la riqueza fantástica de este país y de la sed de goces y de especulaciones que esa posesión inesperada de tanto tesoro ha despertado. Pero el secreto de la situación no está en eso, ni en la abundancia del oro, sino, al contrario en que siendo todo este capital, papel moneda, cuyo único valor depende del crédito del Gobierno y de la renta pública, hay una fiebre secreta en todas las clases por conservarle a toda costa ese valor. Así es que el pensamiento de una guerra extranjera, el auxilio generoso de otro pueblo, la energía misma que pueda emplearse en sostener una teoría internacional por parte del Gobierno, espanta a todo el mundo.. Añade a esto el natural y profundo egoísmo de esta raza y la tradicional política de abstención de este país, y comprenderás que ni remotamente pasa por la imaginación de ningún hombre de Estado el hacer el menor caso de nuestras dificultades ni menos el prestarnos ningún género de auxilio.
(Esta cuestión es la única que impera. El país está inmensamente rico pero sólo lo estará mientras haya paz. Y como la guerra equivaldría a la pérdida inmediata de estos millones de fortuna improvisada que está precisamente en manos de los Diputados, Sena-dores, Ministros de Estado, generales del ejército, banqueros y comerciantes de influencia política, es evidente que jamás harán la guerra por motivo alguno, excepto el de ganar más dinero».

Y añadía estas otras observaciones no menos exactas: «Ahora bien, el comercio es el único vehículo por el cual los países de Europa llegan a conocernos y a apreciarnos., Nunca han dejado de mirarnos como remotas factorías de comercio como las de la India o la isla de Java. Nuestras instituciones y nuestra condición social les importan un bledo. Lo único que preguntan es por el clima, por las frutas, por las mujeres, por los caballos. Pero sobre gobierno, principios, adelantos morales, etc., no se cuidan, porque creen que no tenemos nada de eso, o no les importa que lo tengamos. Lo único que les importa es que seamos buenos consumidores y que tengamos retornos para pagar los consumos.
Vicuña Mackenna advertía, con visión penetradora, la lucha de clases y de intereses y todos los signos característicos del imperialismo yankee en sus futuras etapas.
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