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Fuentes Bibliográficas
Homenaje a Vicuña Mackenna Tomo 2º.
Capítulo XXXV.

El 3 de Octubre el vapor Chile navegaba rumbo al norte, llevando oculto en sus bodegas al Agente Confidencial. Pudo así burlarse el estrecho bloqueo puesto por la escuadra española (142).

En alta mar ya, debió meditar, inclinado sobre la borda, contemplando esas aguas en que se encontrarían juntos los hombres que más tarde, en batallas futuras, habrían de combatirse con olvido de los comunes peligros y honrosos trabajos que un día los unieran. ¿Cuál era el objetivo de su misión y de su viaje? «El principal encargo que damos a Ud. decían las instrucciones escritas del Ministro de Relaciones Exteriores de Chile-es de promover en la opinión de aquella República (Estados Unidos) simpatías calurosas y abiertas por nuestra causa, que fomentadas con tesón y sagacidad, empujen al gobierno de los Estados Unidos a obrar activamente en nuestro favor». «Granjear a Chile amigos y auxiliares, añadían las instrucciones, suscitar a España enemigos y contrastes: tal es el término a que debe Ud. dirigirse. Por cualquier camino que a él llegue, habrá llegado bien y merecerá nuestra aprobación. Y concluían: «El gobierno espera lleno de confianza que la comisión de Ud. contribuirá al bien y gloria de nuestra patria, rodeada hoy de peligros y amenazas».

A bordo encuentra un compañero, el influyente político peruano José Gálvez. Y ambos conversan horas enteras, cambiando ideas sobre el futuro de América. En el verbo de Vicuña nacía apasionadamente, cada día, la unidad continental.

En los puertos del tránsito desembarca, siendo su preocupación primordial asegurarse comunicaciones con la Moneda, tanto más necesarias cuanto no había aún línea de telégrafo submarino. Escribe cartas a. los hombres de influjo, alienta a los chilenos que se encuentran en tierra peruana, arenga a todo grupo de hombres que quiera escucharlo.

El 10 de Octubre, «espléndida mañana de sol y de brisa», el Chile penetraba por el canal de San Gallán, deteniéndose a poco en el muelle de Pisco. A siete leguas de distancia, en Chincha Alta, se encontraba establecido el campamento militar del ejército revolucionario.

¿Cuál era la situación del Perú en el momento de llegar Vicuña Mackenna a sus costas? En Lima dominaba todavía el general Pezet, cuyo gobierno se había entendido con España. El sentimiento nacional peruano, profundamente herido, se aprestaba a derrocarlo. Con tal propósito y bajo la autoridad más aparente que real del Vicepresidente Canseco y la dirección efectiva del coronel Mariano Ignacio Prado se preparaban las fuerzas rebeldes a avanzar sobre la capital.

Los doctores Quimper y Ríos fueron a recibir a Vicuña, comunícándole como, después de la conferencia celebrada en Tambo de Mora el día 7 de aquel mismo mes entre el coronel Prado, el comandante general de la Escuadra Lisardo Montero y otros jefes, se había acordado adherir a la política de Chile. Era el establecimiento de la alianza chileno-peruana en defensa de la integridad de la que fue América Española. Vicuña Mackenna, comprendiendo la importancia de aquel proyecto, resolvió desembarcar en Pisco e interrumpir el itinerario que se habla marcado.

Horas después llegaron algunos militares chilenos en el Santiago y con todos ellos, a más de José Gálvez y del coronel Prado, venido expresamente de Chincha Alta, celebró Vicuña una conferencia en casa del cónsul de Chile. Prado expresó su deseo de expedicionar hacia el sur en contra de los españoles. «Bien conozco, dijo, que rifo de esta suerte la revolución de que soy caudillo, pero no importa, con tal que el pueblo chileno sepa que hay en el Perú corazones que comprenden y agradecen su heroica conducta. Si triunfamos, la gloria será dividida entre hermanos. Si sucumbimos; la gloria será siempre de chilenos y peruanos». La escuadra de Montero se componía de la fragata Amazonas, las corbetas Unión y América y el vapor Tumbes, barcos que unidos al Esmeralda y al Maipo de Chile-podían dar buena cuenta de las naves hispánicas.

«En nuestra conferencia con Prado -cuenta Vicuña- convine en seguir mi viaje a Lima en la mañana siguiente, aprovechando el viaje bi-semanal que hace entre Pisco y el Callao el vapor caletero Inca: El 11 a las 8 de la mañana salí de Pisco y el 12 a la misma hora me hallaba en Lima». Llegado a la ciudad de los Virreyes conferenció con Domingo Santa María, agente especial de Chile en el Perú, que recién desembarcaba, y éste, aceptando de lleno las ideas de Prado, se trasladó a Tambo de Mora en compañía dé Vicuña y de toda su comitiva. El día 13, en este último punto, se celebró nueva conferencia con el caudillo peruano, ratificándose el plan convenido entre éste y Vicuña Mackenna.

El 14 de Octubre Vicuña y Santa María se trasladaron a Chincha Alta. «A nuestra llegada al cuartel general -escribe el primero (143)- encontramos en todos los espíritus la más noble y entusiasta adhesión a la causa de Chile, adhesión de que participaban el señor presidente Canseco, sus ministros señores Lapuente y Quiñones y hasta el último soldado del ejército revolucionario. Personalmente desde luego el señor Santa María y todos los chilenos hemos recibido la más cordial hospitalidad de parte del señor Canseco, quien hizo poner a nuestra disposición la mejor casa del pueblo, nos envió dos ayudantes militares y emplea hasta su misma servidumbre en nuestro servicio.

Cuatro días más tarde el gobierno revolucionario de Canseco declaraba la guerra a España, y Vicuña, que aportaba a las conferencias de Chincha Alta las juveniles energías de su espíritu, contribuyendo con clarividencia y en no escasa parte a esa determinación, ante las dudas y postergaciones no pudo menos de decirse: «Y aquí comencé yo a conocer de un modo práctico que la guerra moderna es sólo una cosa: o tres cosas reunidas en una...¡plata, plata y platal».

Se acordó, finalmente, la partida de la escuadra peruana a aguas chilenas, resolviéndose que Vicuña Mackenna se embarcase, como Comisario de la República de Chile, a bordo del Amazonas, que era el barco insignia (144).

«Terminados -cuenta Vicuña (145)- de una manera si no tan rápida como hubiera podido desearse, pero con una extraña felicidad y sigilo los aprestos de aquella expedición destinada a inflingir un castigo súbito pero lícito y terrible a los españoles, en la mañana del 20 de Octubre montamos a caballo todos los chilenos que debíamos tomar parte en la empresa. Nos acompañaban el coronel Prado, don Domingo Santa María y don Rafael Sotomayor. Luis Aldunate había partido para los Estados Unidos dos días antes, para subrogarme temporalmente en mi comisión. «Iban nuestros corazones henchidos de hermosas esperanzas; pero no dejábamos sin cierta pena aquel bullicioso y pintoresco campamento de Chincha Alta, donde; en el espacio de una semana, habíamos estrechado tantas manos amigas, donde habíamos escuchado tantos acentos de fraternidad, donde habíamos sentido vibrar en todas las horas como un cántico de gloria él nombre de aquella patria lejana y ultrajada, que nos había elegido para ir por el mundo a buscarle amigos».

«En clase de subalternos militaban muchos jóvenes chilenos, y entre otros los capitanes de artillería Salcedo y Sayago, el teniente de la misma arma Montalva, Balbino Comella, ayudante predilecto del coronel Prado y por último el sargento mayor de caballería Eugenio Argomedo, nuestro condiscípulo como Salcedo y nuestro compañero de armas como Comella. Con éstos títulos, y con esa fraternidad singular con que se asocian los chilenos al encontrarse en tierra extraña, todos aquellos jóvenes vivían, se puede decir, en nuestra morada, y solían llegar con la puntualidad de la «hora de la lista», en los momentos en que el famoso cocinero del general Canseco nos servía nuestra suculenta comida de yucas y camotes. ¡Pobres muchachos! Casi todos iban a morir! Salcedo y Montalva volaron en la torre de la Merced; Argomedo fue herido en el pecho en la batería de Chacabuco; una bala arrebató la mandíbula a Comella al penetrar por las calles de Lima el 6 de Noviembre y sólo Sayago escapó ileso en la torre de Junín, cuyos cañones él mandaba».

Al embarcarse como Comisario de la República, con misión de dirigir a los oficiales chilenos a bordo de la escuadra peruana y de hacer valer ante los jefes de ésta su influencia personal en favor de los planes combinados que habían recibido aprobación del gobierno revolucionario, pues éste no controlaba realmente a su marina, Vicuña se preparaba a llenar su misión con sacrificio de su vida. Estaría en todo momento en los sitios de peligro y en las horas de combate reemplazaría la pluma por la espada. Con ambas deseaba combatir por la libertad americana. Y acaso en aquella mañana del 20 de Octubre soñaba en jornadas de gloria y preparaba en su corazón las arengas ardientes que habría de dirigir a los guerreros y los argumentos elocuentes con que convencería a los jefes. Su decisión era plena, el plan magnífico-sorprender a los buques españoles que sostenían el bloqueo en Caldera y Coquimbo y luego avanzar hacia Valparaíso-y el triunfo de las escuadras aliadas no parecía dudoso, pero las rivalidades y celos que algunos marinos peruanos tenían con el comandante Montero, jefe de la expedición, impidieron que ésta se realizase. Estaba escrito que Vicuña Mackenna en la paz y en la guerra sólo esgrimiese su pluma. Mas esa pluma, andando los años, lograría triunfos políticos y militares que no estaban al alcance de ninguna espada.

A la mañana siguiente Vicuña, seguido de Sotomayor, salta en el bote del capitán de puerto y sube a bordo del Limeña. «La primera persona a quien ví -refiere- fue el coronel Prado. Estaba junto a la rueda del timón, pálido, sombrío y deshecho, apoyada en su espada y en actitud contemplativa. Se conocía que aquella noche no había dormido ni se había desnudado. Sin saludarme, me apretó la mano, y me dijo sólo estas palabras, cuyo eco de convicción y de dolor resuena todavía en mis oídos. «Amigo, no me diga nada de lo que ha pasado. Hoy mismo me voy al cuartel general y en una o dos semanas esto quedará concluido». Vicuña comprendió que los esfuerzos para vencer la resistencia de los jefes que se negaban a expedicionar hacia el sur, habían sido estériles. La alianza con Chile, que parecía quebrantada, debía solidificarse mas tarde, cuando triunfante la revolución se instalara Prado en el Palacio Pizarro.

Un día después, desde el campamento de Chincha Alta escribían a Vicuña Mackenna el doctor Gálvez y el futuro dictador Prado-. «Tanto como Ud. haga por nuestro querido Chile -le decía el primero- hará igualmente por el Perú y por la América toda, y muy pronto, creo, le seguirá algún documento oficial que le dé el derecho de hablar y obrar en nombre nuestro; tan íntima quisiera fuese la unión de estos dos pueblos, que debiera fundirse en una sola persona la representación de ambos en el exterior; pero ya que esto no sucediera, la solidaridad de acción y de responsabilidad no podrá menos de ser completa» (146). Y Prado: «Amigo muy querido: Nuestra cuestión no tarda en resolverse, y sentiría que no viera Ud. el desenlace, que quizás le proporcionaría el grato placer de disparar el primer tiro en defensa de su país» (146) . Vicuña le contestó desde Pisco, ese mismo día.

En Chincha Alta continuaron haciéndose los aprestos militares para expedicionar sobre Lima. «La actual revólución escribía Vicuña a su gobierno (147) es el levantamiento en masa de toda la república contra la capital, centro de la influencia, del oro y de los recursos militares del partido reaccionario del Perú

Canseco comenzó a mover sus tropas sobre Lima aquel mismo 22 de Octubre. El día 24 avenía yo en viaje para el Callao a bordo del vapor Pacífico, capitán Woolcott, -narra Vicuña- y apoyado sobre su obra muerta divisaba, en una de esas diáfanas y serenas tardes de la primavera de los trópicos, dos puntos del horizonte, en los que en ese mismo instante estaban fijos los ojos de toda la América: el campo del coronel Prado, en los arenales de Chilca, y el campo del general Pezet en el vallesillo de Lurín».

Vicuña llegó a Lima en la noche del 25 de Octubre. He aquí como la describe: «Aquella ciudad, llamada antes de los «Reyes» y ahora de los «Libres», de continuó tan alegre y bulliciosa, estaba esta vez lóbrega y sombría. Asemejábase a un inmenso cadáver sobre el que los soldados y los esbirros de la traición, andaban, como los gusanos de los sepulcros, con sus rostros lívidos, arrastrándose por las veredas con el oído atento a todos los rumores que herían el aire. Aguardábase una gran batalla por instantes, y de minuto en minuto corrían extrañas voces, cerrándose las puertas del vecindario y del comercio con el estruendo del pánico. Una ciudad que aguarda una batalla que va a decidir de su suerte parécese mucho a un cementerio en un día de difuntos». Vicuña ve desfilar por las calles a los ministros de Pezet: Gómez Sánchez, que saqueaba las arcas fiscales; Calderón, secretario de Relaciones Exteriores, «uno de esos poltrones reaccionarios que oirían caerse el universo sin mover la cabeza de su almohada» y el «célebre don Manuel Ignacio de Vivanco, político eximio que había aprendido el arte de gobernar comparando el diccionario de Salvá con el de la Academia, y general consumado, cuya única estrategia había sido la de Villadiego». Con tales consejeros Pezet estaba perdido y en verdad sonaban las últimas horas de poder para aquel sujeto débil, dominable e insensato, que había pactado con los invasores de su patria. apelante de Pezet, sentencia Vicuña, es preciso volver el rostro como se vuelve delante de un fétido lodazal. Pezet no es ya un hombre: es una momia humana embalsamada con el amoníaco de las Chinchas.

El Agente Confidencial de Chile no podía prolongar sin peligro su presencia en Lima: «al día siguiente de mi llegada, el jefe de la policía, señor Sevilla, me envió a decir con uno de los oficiales de la legación de Chile (don Eleodoro Toro Mazote) que tenía en su bolsillo la orden de prenderme firmada por Gómez Sánchez. Añadía aquel comedido jefe que no le daba cumplimiento por deferencia personal y porque le constaba que aguardaba yo sólo la salida del vapor para seguir mi viaje». Pero hay que trabajar, aún con riezgo de perder el barco, y Vicuña busca nuevos medios dé acción e influencias que ejercitar en su labor americanista. No se da reposo y lleva su atrevimiento hasta visitar a su amigo Pedro Ugarte y otros chilenos apresados ese mismo día por sus simpatías revolucionarias. El señor Sevilla, hombre de gran cortesía, lo recibe personalmente y sin extraer de su bolsillo la orden de arresto, lo acompaña hasta el calabozo de Ugarte y lo conduce enseguida hasta la puerta misma.

El 28 entrega un despacho secreto a don Marcial Martínez, Ministro de Chile, y se embarca en el Pacífico. Algunos días más tarde, el 6 de Noviembre, las tropas de Prado ocuparían Lima y a la cabeza de ellas no tardaría aquel jefe en eregirse dictador. Sus ojos -que en los días de la guerra del Pacífico, desde el mismo solio presidencial que escalara por primera vez tres lustros antes, miraron con pasión de odio patriótico a Chile- se dirigían con simpatía hacia las tierras del Sur. Prado llamaba entonces a Vicuña Mackenna su «amigo muy querido» siendo la de esa amistad, seguramente, influencia de peso en la alianza chileno-peruana.

Vicuña había puesto una vez más y con éxito rotundo -toda su inteligencia, que valía decir todos los idealismos de su alma, al servicio de América.

 

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Notas

142

El viaje y trabajos de Vicuña Mackenna en Yankilandia se encuentran descritos en sus menores detalles en una de sus obras autobiográficas: Diez meses de Misión a los Estados Unidos de Norte América como Agente Confidencial de Chile (dos volúmenes).
Explicando los móviles que animan su pluma, dice en las Dos palabras al país, que encabezan el tomo primero: «lago hoy conmigo mismo lo que antes he hecho con los hombres históricos de mi patria. Vengo a sentarme voluntariamente en el mismo banco a que les he dado cita, prestando así principio de vida a la historia contemporánea entre nosotros, para responder de mi mismo con la misma verdad, con la misma entereza y la misma lealtad con que a ellos les he absuelto o los he condenado en su grandeza verdadera o fingida.
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143

En comunicación al gobierno de Chile, fechada en Chincha Alta el 18 de Octubre de 1865.
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144

Fué en esta oportunidad cuando Vicuña Mackenna escribió esa Mi última voluntad, que hemos transcrito anteriormente.
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145

Todas las citas de Vicuña en los capítulos sobre su misión a Estados Unidos se refieren a la obra que a ésta consagrara.
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146

Carta fechada en Chincha el 22 de Octubre
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147

Despacho de Chincha Alta del 18 de Octubre.