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Fuentes Bibliográficas
Homenaje a Vicuña Mackenna Tomo 2º.
Capítulo XXVI.

«La historia es una tribuna y es un sacerdocio».
«Estoy de pie sobre la tribuna del pueblo»(113) .

Al desembarcar Vicuña en Valparaíso, rodeado de las precauciones extremadas de sus amigos, pudo percatarse de que le aguardaban nuevas persecuciones y peligros. Buscó refugio en una hacienda de las vecindades, en donde recibió copia de una orden de la Intendencia de Valparaíso al gobernador de Quillota, concebida en estos términos: «En caso de presentarse en ese departamento el emigrado don Benjamín Vicuña Mackenna, US. lo hará aprehender y remitir a ésta en calidad de preso, a cuyo efecto impartirá las órdenes convenientes a todas las autoridades de su dependencia».

El gobierno de Montt concluía, pues, como había comenzado: en estado de sitio. Y ese estado de sitio que hostilizara las conciencias no cesó de perseguir de modo implacable a todas los que sustentaban ideas de libertad y de reformas de una constitución que dejaba al Ejecutivo facultades casi tan omnímodas y susceptibles de extralimitación como la carta chilena de 1925. En las dos revoluciones del decenio conservador, que se habían estrellado contra la fuerza detentada por un mandatario enérgico y laborioso, pero que cumplió su misión política sin alzar la mirada hacia el futuro,-como casi todos los que se han sucedido en la historia de Chile desde los brillantes días de la dictadura de Portales-se encontraba la raíz de la futura revolución de 1891, en que otro presidente que se empeñaba, a la postre de progresista administración, en imponer congresos y gobernantes, debía sucumbir entre oleadas de sangre. Los que gobiernan no saben casi nunca superar sus propias pasiones, que son las que sus camarillas les sirven apenas veladas por el incienso de sus adulos, y la historia a menudo sólo penetra en quienes no tienen oportunidad o medios de hacerla.

Vicuña, «errante de asilo en asilo», escapó lo mejor que pudo a las persecuciones políticas, a las que no tardaron 'en sumarse las que en el terreno judicial y: en la prensa, le hicieran los deudos de Rodríguez Aldea y don Antonio José de Irisarri, este último desde su retiro de Estados Unidos. Unos y otro se sintieron afectados por los juicios del historiador de O'Higgins, quien había analizado con imparcialidad severa la actuación administrativa de su famoso Ministro de Hacienda. En el Ostracismo no salía tampoco bien parada la personalidad de Irisarri, que durante el gobierno del prócer realizó en Londres la contratación del primer empréstito nacional.

Don Francisco de Paula Rodríguez Velazco, hijo de Rodríguez Aldea, publicó en «El Mercurio» de Valparaíso, edición del 26 de Febrero, un violento comunicado, acusando a Vicuña de detractor de «todos los hombres eminentes de Chile» y manifestando que lo requería para presentarse ante el jurado de imprenta, pues, en caso contrario se vería obligado a acusar ante la justicia cada uno de los números del diario en que aparecían «los artículos injuriosos». El editor replicó que, de acuerdo con el inciso 5.° del artículo 11 de la ley de imprenta de 1846, no se reputará injurioso el impreso en que se relataren hechos históricos, o se hicieren pinturas de caracteres, esté viva o muerta la persona a quien se refieren; siempre que tal relato o pintura se haga por investigación histórica o trabajo literario, y no con el propósito de difamar ».

Al comunicado del señor Rodríguez respondió Vicuña Mackenna extensamente, en la edición de «El Mercurio» de 12 de Marzo. Expresó que al componer su libro no tuvo otros propósitos que los de realizar «una labor de reparación y de justificación históricas», que eran conocidos sus esfuerzos para rendir homenaje a los grandes hombres chilenos de la Independencia y que en tocante al caso del doctor Rodríguez Aldea a pesar del ardor de su estilo «lo había juzgado con severidad no exenta de indulgencia», recogiendo solamente hechos que eran de pública notoriedad. Por otra parte aceptaba ir al jurado de imprenta, pero rogaba no se le obligara a «descender de la historia al escándalo».

Transcurrieron casi cuatro meses antes de que se reuniese el jurado y Vicuña, en medio de las inquietudes naturales a su situación de perseguido político, no se dió tregua en sus actividades. En «El Ferrocarril» publicó los antecedentes de las suscripciones iniciadas en 1858 para eregir monumentos a San Martín y Molina, trabajo que la revolución interrumpió y que más tarde él recordaría «como uno de los más bellos sacrificios de su juventud». En esos mismos días envió una carta al mariscal Castilla, presidente de la República peruana, en la cual ofrecía escribir la «historia de la Independencia del Perú desde 1809 hasta la batalla de Ayacucho». Y en Mayo leyó en el Círculo de Amigos de las Letras un trabajo bibliográfico sobre los volúmenes de su Biblioteca Americana.

Entre tanto la opinión pública se había sentido vivamente sacudida por la acusación a Vicuña, contribuyendo a ello la notoriedad despertada por sus acciones y obras y el interés inherente al juicio en que se debatiría el honor de un conocido hombre público, cuyo recuerdo no había alcanzado a esfumarse todavía. Era, en cierto modo; un escándalo social, pues personajes y apellidos de la aristocracia santiaguina habrían de actuar en el proceso.

Él escritor acusado, con generoso afán de evitar mayores contrariedades a un hijo cuyo empeño era defender la honra de su padre, piadosa tarea, intentó hacer desistir a su acusador, ofreciéndole, inclusive, hacer destruir ante testigos los documentos que deberían servirle de prueba en el juicio. Pero a nada quiso avenirse la obstinada resistencia de Rodríguez y de sus abogados, que acaso sólo buscaban ocasión de lucimiento.

En vísperas de la audiencia se hablaba en calles y casas de la reunión del jurado y era éste el tema de las tertulias políticas, divididas en dos bandos: de una parte los adversarios de Vicuña acechaban ansiosamente la posibilidad de una condena, y sus amigos, por otra, aguardaban la absolución no sin dejar de temer los influjos del Ejecutivo.

Sin embargo, la situación política del ilustre perseguido mejoró en los últimos meses con el anuncio de la candidatura presidencial de don José Joaquín Pérez, incubada en la Moneda como todas las de la época. Y ello no era extraño pues los Vicuña y los Subercaseaux, íntimamente ligados, tenían gran amistad con el futuro Presidente. Era un arco de paz que se insinuaba en el horizonte (114).

El 19 de Junio se procedio a elegir a los individuos que integrarían, el primer jurado, designación que fue necesario repetir el día 21, por error de sorteo habido en la primera.

Tan grande era la expectativa reinante que «El Mercurio» hubo de insinuar la conveniencia de buscar al tribunal un local más amplio que el ordinario, lo que provocó protesta de los enemigos de Vicuña quienes lanzaron a la calle una hoja con el título de Prevención. Con una Contra-prevención respondió éste, invitando a todos los ciudadanos de Valparaíso al recinto en que se verificaría el proceso. El 24 de junio, ante público numerosísimo y ávido de emociones, que llenaba el espacioso Consulado de Comercio, se llevó a cabo la audiencia. Asistían escritores, políticos, hombres de prensa, señoras, admiradores numerosos del acusado. Vicuña Mackenna, desde su banco, debió sentir el espíritu de juventud y simpatía que vibraba en la sala. Los jóvenes veían en él al campeón de todas las causas nacionales, al paladín de la libertad y de la justicia (115), al hombre que desde su adolescencia marchaba quijotescamente por el mundo, con total olvido de si mismo, sintiéndose impulsado siempre por el fuego de un ideal, por el deseo de reparar agravios, de alzar en alto la verdad, sirviendo a la historia como un sacerdote. Y realmente fue desde sus primeros pasos un historiador nacional, como el mismo se sintiera, y, más que eso, el escritor nacional por excelencia, según más tarde diría Lastarria.

Comenzada la audiencia el juez leyó la acusación en que el señor Rodríguez, invocando el artículo 24 de la ley de imprenta de 1846, inculpaba el número 10,030 de El Mercurio y no la obra completa, pues en aquel número se dieron a luz los cargos contra el ministro Rodríguez Aldea. Tomóse el juramento tradicional y en seguida se concedió la palabra al abogado José Eduardo Cáceres, representante del acusador. Este, luego de propinar a la memoria de don José Antonio Rodríguez los más ditirámbicos elogios, prorrumpió en grotescas invectivas contra Vicuña. «Lo atacó con grosera violencia» dice Donoso. Y después de agotar su repertorio, pintándole como «espíritu anárquico y perverso», a más de «joven desatentado», «panfletero insigne» y otras frases más virulentas, intentó probar la honrosa conducta de Rodríguez Aldea en sus funciones profesionales leyendo diez informes suscritos por conocidos abogados ese mismo año.

El público soportaba con impaciencia: a procacidad de Cáceres y, cuando fué ofrecida la palabra al acusado, se sintió en toda la sala un murmullo de intensa espectación.

«Sin disputa,-dijo Vicuña (116)- jamás se ha ventilado en Chile y quizás en la América Española una causa de esta naturaleza. No váis a fallar, en verdad, ni sobre una polémica de periódicos, ni sobre un libelo transitorio, ni sobre un escrito en que la política militante haga valer en lo menor su mezquino interés o sus odios disimulados. No, señores jurados, váis a conocer de una cuestión esencialmente histórica, y por lo mismo nacional; váis a juzgar una época singularísima de nuestro pasado; váis en fin a levantar en alto o echar por tierra con vuestro fallo el pedestal de la historia de nuestro pueblo joven e inexperto que nunca más que ahora necesita la enseñanza de sus propios hechos para que, robustecido con el escarmiento e iluminado por él. hilo de sus antiguas virtudes, se lance con paso certero en la senda del porvenir!

«No creáis, señores jurados, que esta cuestión es personal sino en apariencias. Hay un acusador y un acusado, pero la cosa que se acusa y la cosa que se defiende es la historia, es la era en que nacimos como pueblo, es Chile mismo. Verdad es que mi adversario os presenta sólo una querella de familia para que la dirimáis en contra de un escritor público; pero éste, desligándose de todo individualismo, se muestra sereno y confiado ante vosotros dispuesto a desempeñar el sacerdocio de la verdad y de la justicia».

«Me creo con el derecho de ser fuerte porque tengo la fuerza de la convicción. Diré más: tengo legítimas excusas para poder llamarme magnánimo». La historia es una enseñanza, una lección constante y «es preciso que los que hoy viven sepan también lo que las generaciones a quienes degradan o sirven dicen de los que les han precedido, con honor o vilipendio, aunque sólo sea para anticipar en su conciencia el presentimiento de la expiación a que sus nombres, si no su existencia, serán sujetos; todo esto es preciso al que escribe, no por el mero objeto de escribir, sino por ese alto fin de la reparación histórica y de la justicia contemporánea, tarea de espinas, de odiosidades y provocaciones, que hacen del escritor de conciencia, en nuestro suelo henchido de pasiones, un poste de todos los escarnios. Pero ¡qué importa! Pronto pasaremos por este árido desierto que llamamos vida, y la luz de más claros horizontes aparecerá más allá de una misión cumplida y acaso entonces habrá una posteridad compasiva que diga de los que no tuvieron nunca propósito de adulación, ni recibieron nunca sueldo en sus tareas públicas, que en la época de los compromisos y de las satisfacciones, hubo quien no supiera el valor de estas palabras, ni de la primera al decir una verdad, ni de la segunda después de haberla, dicho».

Y «como usted me acusa como a hombre, me es lícito hablar de mí mismo al desmentirlo. Mi niñez de entusiasmo y de esperanzas, mi juventud de creencias y labor, mi vida toda, rápida en años, pero dilatada en una misión que apenas considero en su temprana iniciativa, ha sido consagrada, no diré al amor, sino al culto de esos hombres eminentes de la patria. Hace doce años a que escribo- en su alabanza o en su justificación, y un igual número de volúmenes han echado a la publicidad nuestras prensas, como ofrendas de ese celo; por todas partes he interrogado la memoria de sus hechos, me he arrodillado en sus tumbas, cavadas en lejanas tierras, o he traído un puñado de cenizas al descanso de sus lares, o arrostrándolo todo, he pedido, y alcanzado un trozo de bronce para su fama o para la expiación de nuestro olvido. Eso he hecho yo, señor Rodríguez, como detractor de los hombres eminentes de Chile, y aún creo haber hecho bien poco.

«Lea usted lo que digo y lo que publico de todos esos hombres eminentes, a cuya cabeza figura el nombre ilustre y calumniado que da título a sus páginas; y si la memoria no me engaña en este instante, sólo hay dos figuras derribadas de sus pedestales de arena en el sendero inflexible de la historia, y esos nombres son los de don Antonio José de Irisarri y el del doctor Rodríguez Aldea. Y si ahora están desnudos y sin caretas delante del tribunal a que yo me someto, si con mano presurosa les he quitado el manto de oro, para vestirlos con la túnica del castigo, es porque el uno hizo de la diplomacia de Chile el lucro de su bolsillo, y porque el otro hizo de la política de Chile un contrabando inmenso, y de la patria toda un opulento botín».

Añadió, más adelante, con acento cálido: «Por otra parte, señores jurados, mi adversario os ha hablado con la voz interesada de los vivos y de los poderosos. Yo he evocado, al contrario, mis testigos mudos y solemnes del fondo de las tumbas, en que no hay sino cenizas y verdad».

El dramatismo de la. situación era intenso. Los hijos de Rodríguez escuchaban atónitos y desesperados. Vicuña, conmovido en lo hondo, intentó un postrer esfuerzo de conciliación: «Yo no veo aquí al primogénito de la familia que me acusa, pero están presentes tres de sus hermanos, a alguno de los cuales yo di en otro tiempo, con la cordialidad de mi carácter, la mano de amigo. Y bien! Yo invoco los fueros de esa amistad, no en mi obsequio, sino en los de esa amistad misma, que hoy va a romperse para siempre en la grita de un escándalo público. Que se retire de vuestro fallo esta funesta acusación, y en el acto, haciendo mi alma su último esfuerzo, quizás más allá de mi misión y mi deber, consiento en que estos documentos de eterna ignominia, perezcan aquí mismo, en este recinto, en las llamas de un eterno olvido».

Reinó silencio trágico. Luego la voz de Vicuña, alta, solemne: «Pero no se me responde y debo continuar. Que la responsabilidad y la afrenta de este juicio tremendo caiga entonces sobre la obstinación de sus provocadores que desconocen hasta los móviles de una suprema generosidad».

Prosiguió la defensa documental. Más oigamos al erudito biógrafo de Vicuña Mackenna (117): «Hizo notar (Vicuña) la peregrina circunstancia de qué la cosa acusada era el número 10,030 de El Mercurio y no toda la obra que llevaba por título El Ostracismo del general don Bernardo O'Higgins, haciendo resaltar el tono ligero e inofensivo del párrafo acusado, que se limitaba a recoger dos anécdotas que circulaban en el público, cuya veracidad era autorizada por la voz de la tradición. Insistió en, que sólo se había referido al hombre público, sin aludir siquiera al individuo privado, a quien, por el contrario, daba cumplidos elogios. Expresó cómo de los documentos que había utilizado no dedujo los cargos más graves ni las acusaciones más vergonzosas, que cubrían la personalidad de Rodríguez de eterno baldón. Refiriéndose a la calidad de sus pruebas, llamó la atención al hecho de que estas consistían en cartas auténticas dirigidas por los contemporáneos al general O'Higgins, y de las cartas que el mismo Rodríguez dirigió al solitario de Montalván».

Vicuña fundó sus cargos de este modo:

« I. -Que escaló el poder por la adulación, las intrigas y el denuncio de una conspiración forjada por él mismo.

«II. -Que durante su administración se cometieron ingentes fraudes, y se practicaron contrabandos escandalosos, que dejaron al país en una bancarrota de más de un millón de pesos.

«III. -Que aconsejó siempre la traición a la patria y la puso por obra» (117).

Acudiendo a la correspondencia inédita de O'Higgins y a documentos que exhibió ante el tribunal, fue el acusado analizando uno a uno cada capítulo de sus afirmaciones históricas. Con ello llevó al ánimo de la sala lo improcedente de la acusación y la verdad que asistía a los juicios estampados en su libro. Y a manera de lección moral,- desprendida del proceso y del escándalo, dijo: « Vivimos en una sociedad esencialmente aristocrática y de casas solariegas, en cuyas fastuosas tertulias se cree que un apellido vale más que la verdad, más que el ejemplo, más que la patria; y es por esto porque es preciso atacar de raíz esta preocupación de linaje y vanidad que cierra el paso a todo progreso bien entendido, por lo que debe ostentarse más esforzada que nunca la valentía del escritor para rechazar a la vez los denuncios personales ante la justicia ordinaria, los agravios de círculo y hasta los epigramas que saben a labios de rosa, armas de herida mortal en estas contiendas en que tanto se mezclan los salones». (116). La historiografía no es lo que la vanidad criolla desea. «¿Se quiere entonces que se escriban los sucesos del pasado no como fueron en su época sino como les gustaría a los que hoy viven que hayan sido? ¿Se quiere que los capítulos de la historia se aliñen como otros tantos guisos para satisfacer esa glotonería de mala ley que se llama la curiosidad pública? Pero, se añade por los que son menos exigentes, ¿por qué se escribe la historia contemporánea? Y de nuevo volvemos a responder, ¿cuál otra historia tenemos nosotros? ¿Cuándo, sino en la era de la independencia, comienza la historia propia doméstica que nos sea provechosa como investigación filosófica o como simple ejemplo saludable? ¿O se quiere que escribamos, como el padre Ovalle, sendos infolios sobre las procesiones de Santiago o el Cristo de naranjo aparecido en Limache? ¿Se quiere que narremos simplemente la crónica colonial, cuándo no éramos pueblo sino rebaño, y cuando la capital era sólo un numeroso convento, y Valparaíso, hoy el emporio de la América, un grupo de cabañas?»

Y concluyó, advirtiendo a los jurados de la gravedad y trascendencia de su misión: «Acordaos que váis a decidir si en Chile deberá. o no existir esa enseñanza suprema de los pueblos jóvenes, su historia propia, llena de estímulos para lo grande, y de castigo y advertencia al delito. Acordaos que váis a decidir si la verdad debe o no suprimirse de las páginas de nuestro pasado político, porque en las mezquinas ideas del presente aparezcan hijos, o nietos, o quintas generaciones que tengan bastante orgullo para no resignarse a oír las pruebas de que sus mayores delinquieron. Acordaos, en fin, que este libro acusado es el primero que se escribe en Chile con el archivo sagrado de los protagonistas de la grande era de la América. . . »

Tuvo en su discurso Vicuña Mackenna frases de elocuencia extraordinaria, llamado a su contradictor a la paz y a la cordura, vigoroso ataque a los privilegios de los poderosos que se ierguen contra el sereno ejercicio de la justicia y de la verdad que ningún obstáculo debe ni puede detener. Impresionaban la nota dramática de aquel hijo que en noble y poco meditado arrebato quería sacudir de la tumba de su padre las acusaciones de la historia y la valentía moral del escritor que defendia la verdad, la verdad antes que nada y por encima de todo, buscando en el pasado lecciones para el presente y declarando, con acento de rebeldías sociales que resuena aún, de cómo los prejuicios de linaje y de vanidad debían posponerse ante los intereses colectivos y de como en servicio de estos y en honor a la justicia no podía despojarse la historia de su misión de ser verídica y franca. Ese hombre, que aún no cumplía treinta años, con supremo ímpetu de juventud se alzaba contra los errores del pasado, señalaba rumbos a sus contemporáneos, daba lecciones a los vivos y juzgaba. a los muertos en nombre de los tiempos que habrían de venir.

«Vicuña-escribe Donoso, a quien constantemente debemos acudir en esta obra, para fijar mejor nuestro deseo de ser jueces imparciales en la causa total de una gran vida que tan de cerca nos toca-reveló en esta ocasión magnifica condiciones de orador y en varios pasajes de su discurso recibió nutridos aplausos de la concurrencia. La segunda parte de la defensa de Vicuña es la más recia de argumentación y la más sólida». «Planteado el asunto en el campo exclusivamente histórico, Vicuña Mackenna tenía de antemano ganada la partida. Por el número y la autoridad de los argumentos aducidos, por la fuerza probatoria de las cartas reveladas, por la lógica y firme persuasión de sus argumentos, el autor acusado llevó el convencimiento al ánimo de los jurados y probó sobradamente sus acusaciones» (117).

«¿Pueden exigirse testimonios más elocuentes?» se pregunta el profesor Gustavo Labatut (118), refiriéndose a algunas de las pruebas que Vicuña presentara ante el jurado.

Alegato y pruebas eran incontrovertibles.

Terminado el discurso de Vicuña, que se prolongó por espacio de dos horas, el jurado se retiró a deliberar, resolviendo la absoluta inculpabilidad del autor del Ostracismo de O'Higgins, la que luego fue anunciada por el juez en medio de estruendosa ovación.

Con ese espléndido triunfo quedaba consagrada definitivamente su escrupulosidad de historiador a la vez que reconocido el derecho de juzgar libremente los acontecimientos históricos. Era una victoria obtenida no sólo para él sino un derecho que no podría ser disputado a los escritores que vendrían después. De ahí la trascendencia que debe tener en la literatura chilena el jurado de imprenta de 1861.

Don Francisco de Paula Rodríguez decidió apelar del fallo del jurado y apoyándose en el articulo 72 de la ley de imprenta pidió su nulidad. Concedido el recurso, el apelante se desistió en definitiva el 12 de julio, después de llegar a avenimiento con Vicuña.

Este había recibido a raíz del juicio la visita de cierta señora que en nombre de Rodríguez venía a solicitarle una entrevista, la que se realizó, en el estudio del joven abogado y en presencia de su hermano Nemesio. Después de explicarse ambos, dijole Vicuña Mackenna estas nobles palabras: «Señor don Francisco de Paula. En conclusión, la cuestión histórica está terminada y sentenciada. Ese ha sido mi rol y mi éxito. Queda ahora pendiente la cuestión doméstica, la del amor del hijo, la de la honra privada. Santa misión es la suya al salvar la última, y yo que también tengo un padre y antepasados que han sido hombres públicos, me complaceré en auxiliar a Ud. en cuanto esté a mis alcances para que llene tan noble deber. Más aún: si Ud. se limita a la vindicación de su padre, yo le ofrezco no salir más a la prensa en esta cuestión que se ha hecho un lastimoso asunto de familia, contentándome como historiador con el fallo público que ha recibido mi obra. Desde hoy dejo de ser escritor delante del hombre y del hijo, para ser hijo y hombre como él » (119). «Tarde le he conocido.. .respondió Rodríguez.

Y días después, conmovido ante los sentimientos filiales de que daba aquél tanta prueba, Vicuña le entregó los documentos probatorios en presencia de Domingo Santa María, Joaquín Pinto, Diego Barros Arana y Federico Torrico, levantándose acta autorizada por notario público (120). Previamente los señores Ignacio de Vivanco y José María de Sessé, en representación de Rodríguez, habían suscrito una ratificación de acuerdo personal de ambos adversarios.

Fue el de Vicuña Mackenna un gesto de suprema magnanimidad.

 

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Notas

113

Vicuña Mackenna: Mi defensa ante el jurado de imprenta. que tuvo lugar en Valparaíso el 24 de Junio de 1861.
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114

Al mencionar la candidatura oficial de Pérez es justo rendir tributo al noble espíritu demostrado en la etapa final de su gobierno por el Presidente Montt, al buscar para sucederle en el poder a un político de ideas liberales, cuyo talento y prestigios eran promesas de pacificación. Tanto Montt como su ministro y consejero don Antonio Varas, señalado como el hombre de mayor influencia en la Moneda, dieron prueba en esa opor-tunidad de elevación republicana.
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115

«Por segunda vez, dice el señor Donoso, iba a sostener la misma tesis, a luchar por los fueros de la libertad de la prensa, a dar nueva batalla por los derechos de los espíritus libres».
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116

El discurso de Vicuña Mackenna puede leerse integro en el número que la Revista Chilena de Historia y Geografía. le consagró con ocasión del primer Centenario de su nacimiento. (Segundo trimestre de 1931. Tomo LXX).
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117

Ricardo Donoso, obra citada.
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118

Véase: Juicio de imprenta seguido a don Benjamín Vicuña Mackenna con motivo de la publicación del c0stracismo del general O'Higgins por Gustavo Labatut Glena. En este interesantísmo trabajo se agota la investigación sobre la materia.
Señalamos también, el importante folleto de don Manuel Guillermo Carmona: Vicuña Mackenna ante el Jurado de Valparaíso.
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119

En carta de don Santos Tornero, fechada en Valparaíso el 25 de Junio de 1861, esto es al día siguiente de su absolución por el jurado, decía Vicuña: «Por lo demás, amigo mío, hay triunfos que tienen mucha gloria cuando ese triunfo es la expresión de la conciencia universal, como si, ha, visto en el jurado de ayer; pero esos triunfos tienen también su luto, y el mío, es la aflicción de los que han sido vencidos, sin que yo les hubiera provocado jamás al combate».
«Entre tanto,-añadía--me es grato poder manifestarle, por conducto de usted, al digno, al valeroso, al patriótico pueblo de Valparaíso, a los justicieros ciudadanos que compusieron el juri y, por último, al noble y recto magistrado que estableciendo la libertad de la defensa, salvó la historia patria, la suma de mi sincero agradecimiento.
«La posteridad se los agradecerá también algún día en nombre de una de las conquistas más hermosas que ha hecho nuestro derecho público y nuestras prácticas republicanas».
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120

Rodríguez había convenido con Vicuña en enviarle las pruebas del libro de justificación que escribiera, para obtener su venia previa. Así se hizo y aquel publicó una «Biografía del doctor don José Antonio Rodríguez Aldea y refutación documentada de los cargos que se le hacen en la obra titulada Ostracismo del general O'Higgins ». En ella se daba salida a rencores personales. Vicuña no vaciló, sin embargo, en autorizar su publicación.
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