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Fuentes Bibliográficas
Homenaje a Vicuña Mackenna Tomo 2º.
Capítulo XXI.

A comienzo de 1858 se inicia el formidable movimiento de reforma, encabezado y dirigido por Vicuña Mackenna desde las columnas de La Asamblea Constituyente. Una revolución sería su consecuencia. Estudiemos este capítulo interesantísimo de la historia política de Chile.

La Sociedad Política Obrera, formada por elementos que habían pertenecido a la Sociedad de la Igualdad, lanzó la candidatura de Vicuña a diputado por el departamento de Santiago en las elecciones generales de 1858. Esa candidatura se ubicó luego en La Ligua, dando ocasión a un interesante manifiesto (94). La campaña fue entusiasta y los obreros lo apoyaron con decisión, como siempre había de acontecerle a lo largo de.su carrera, pero los comicios electorales se verificaron a la moda de la época, con intervención a garrotazos del gobierno, y contando Vicuña con la decidida animadversión de éste, no obtuvo el asiento que sus electores querían otorgarle en la nueva Cámara.

El entusiasmo con que los elementos democráticos lo apoyaron tenía su origen en la actitud desplegada por el joven leader en los últimos meses del año anterior, cuando el partido liberal quiso tener un órgano de prensa y acordó, a insinuación de Vicuña, que fue nombrado redactor en jefe del nuevo periódico, darle por nombre El Liberal y adoptar una política avanzada. En el editorial del primer número, su inspirador y jefe lanzó a todos los vientos la enseña de la libertad de cultos y propició la reforma de la constitución, a cuya sombra gobernaba autoritariamente el Presidente Montt. El artículo. de Vicuña provocó marea de fondo, suscitándose discusiones de todo género (95). Asustados los timoratos y tibios espíritus de quienes se decían liberales, el diario fue suspendido por la Intendencia con pretexto de no haberse dado la fianza de ley, que ofreciera, excusándose de cumplir, don Francisco Marín. Ante tanta cobardía moral debió comprender Vicuña Mackenna con qué dificultades habría de tropezar en el camino de sus empresas nacionales y de sus trabajos para convertir a Chile en el país progresista y grande que su amor había soñado.

El editorial famoso ponía de relieve, sin tapujo ni componenda alguna-rompiendo los moldes clásicos de la política burguesa-la incompatibilidad que existía entre los principios conservadores sustentados por el péluconismo y la necesidad de ir a reformas básicas. «Su bandera política no es la nuestra; -decía Vicuña, refiriéndose al partido Conservador-su organización, reconcentrada y aristocrática, es distinta de nuestro sistema popular y expansivo; las teorías que le sirven de enseña, estacionarias y antiguas, no se hermanan con los principios de regeneración y de reforma que de suyo forman la existencia de nuestra causa. Pretender, pues, la amalgamación de esos principios rivales, de conservación y de reforma, que es ley triste pero necesaria de la naturaleza y del progreso humano vivan en perpetuo antagonismo; - soldar con una misma liga dos tradiciones que se han roto en la cuna de nuestra revolución, buscando para resolverse opuestos caminos; operar, en fin, la fusión de ideas del partido conservador y del partido liberal, es sólo un absurdo pueril, una impostura de circunstancias; un crimen ante la conciencia pública, que es la conciencia de cada uno de esos partidos que se deben al respeto de su dignidad y de su honradez».

En el único número publicado de El Liberal, Vicuña no se contentó con exponer la situación de estancamiento y malestar general, sino también señalaba con dureza el hambre de los proletarios y denunciaba como un crimen el despotismo entronizado por los partidos dominantes. Escribía: «En la república del norte el gobierno nace de la comunidad y vive para la comunidad. La autoridad existe por el consentimiento tácito del pueblo. Tal sucede en los Estados Unidos. En Chile el pueblo necesita vivir pidiendo para todo el permiso expreso de la autoridad. El despotismo no es, pues, entre nosotros meramente político, es social, omnímodo, es la verdadera tiranía monárquica, absoluta y unipersonal».

En aquel análisis profundo, que ponía en descubierto todas las llagas sociales, añadía Vicuña: «Abrumada la juventud en la elaboración de su inteligencia por el más absurdo y el más detestable sistema de estudios profesionales, la vemos esterilizarse, aburrirse, morir en una prematura impotencia. La autoridad no necesita dar empuje a la inteligencia que teme, porque es la fuerza que la combate y la trabaja. La autoridad quiere agentes dóciles y mediocres; y éstos se los proporciona pronto, eligiendo a los que más se encorvan cuando la mano del poder pasa su odiosa revista sobre las frentes que se alzan por el estudio o el saber.

«Por esto la autoridad no reforma el plan de estudios superiores, organizado expresamente como una mortaja de plomo para matar las más robustas inteligencias; por esto la autoridad maneja entre sus dedos los consejos universitarios o la elección del profesorado, y organiza. «capítulos» que le den hombres suyos o fáciles de ser suyos; por esto la autoridad se opone a la organización del colegio de abogados; que es cuerpo deliberante y de libre discusión; por esto ordena que las sociedades de instrucción primaria se formen en círculos alrededor de las autoridades locales.

«La autoridad entre nosotros no es, pues, meramente política y social. El despotismo se encarga del ciudadano casi desde la cuna. Y por esto aquella brillante juventud que antes amaba el campo de la prensa, que daba luz y timbres a nuestra naciente literatura, que servia con entusiasmo en las localidades, que se asociaba al pueblo en la guardia nacional, que encaminaba la enseñanza en el profesorado de los colegios, esa misma juventud se aparta ahora cabizbaja del sendero de su antigua gloriosa propaganda y la vemos vegetar, obscurecerse, especular... Pero la autoridad no quiere que surja la juventud sana e independiente; quiere sólo instrumentos.. . »

Sin decepcionarse por los resultados de la campaña eleccionaria de 1858, quiso Vicuña abrir un paréntesis en la lucha y se consagró al foro y a las dos sociedades de que formaba parte. La de Agricultura le encomendó redactara un proyecto de Código Rural, tarea en la que puso aquella actividad casi febril que dedicaba a todas sus empresas, las grandes como las pequeñas.

La pluma tampoco permaneció ociosa. Un primer ensayo de crítica artística, a propósito de la Exposición de Pintura organizada por la Sociedad de Instrucción Primaria, algunos trabajos históricos y numerosos de índole política.

No tardó en reclamarlo imperiosamente la arena política, en cuya atmósfera, caldeada al rojo fuego, se respiraban aires de fronda como en 1851. El gobierno de' Montt, cuyos postreros años corrían ya, se encontraba abocado, por sus directivas profundamente personalistas, a serios conflictos con los partidos y con los hombres. Numerosos diarios de oposición, que luchaban contra la censura y contra la fuerza-«El País», «El Ciudadano», «La Actualidad», «El Correo Literario»eran pruebas de un estado de ánimos que se aproximaba a la exasperación.

Vicuña, cuya vida entera estuvo consagrada al servicio de la libertad, formó en el estado mayor revolucionario y. no tardó en convertirse en jefe moral de aquel gran movimiento. Su propio padre seguiría con ardor esas mismas aguas y toda la familia no había de tardar en encontrarse de nuevo perseguida.

El leader agrupó a sus amigos y fundó un periódico llamado a alcanzar considerable prestigio y trascendencia: La Asamblea Constituyente (96).

Arrebatábase el público los ejemplares y la prensa oficial no disimuló su mala voluntad. Era el grito necesario de oir, la voz de orden a los futuros combatientes y-característica importante-un último llamado a la cordura y a la paz ciudadana. El primer número (97) exponía el programa del diario en extenso manifiesto político del director, en que se pedía la convocación de una asamblea Constituyente y, para facilitar esa tarea, la organización de un ministerio de personalidades de ideas moderadas y el retiro temporal del Presidente de la República: «Sí, no queremos la dictadura porque es la revolución unipersonal del egoísmo; no queremos la revolución armada porque es la dictadura de la multitud; queremos la Constituyente que es la paz, la verdad, la justicia, y más que todo la soberanía del pueblo, la sanción de su augusto derecho».

No tardaron en cohesionarse, alrededor del caudillo de pluma sin tregua y alma grande como una montaña, los hombres más notables de la juventud recién iniciada en las actividades ciudadanas, entre los cuales algunos, más tarde eminentes, que debían seguir sus rumbos a lo largo de la vida. Se destacaban Isidoro Errázuriz, que comenzaba a ser ya el gran tribuno cuya elocuencia arrebataría a las masas y a las élites, andando los años; Angel Custodio Gallo, Manuel Antonio y Guillermo Matta, los hermanos Arteaga Alemparte... Todos jóvenes, todos decididos, pues comprendían que en sus manos estaban las únicas posibilidades de reacción liberal en medio del desarrollo absorbente, en aumento cada día gracias al control de la fuerza, del régimen presidencialista consagrado por la carta de 1833, que bajo Portales apareciera como indispensable a la organización de la República.

Esa carta había cumplido sus finalidades básicas y según pensaba Vicuña era necesario reformarla sustancialmente para despojar al Ejecutivo de su poder omnímodo, que, anonadando y absorbiendo el poder Legislativo, le permitía realizar, casi sin control ninguno, la voluntad política del partido o grupos dominantes. Su juicio sobre el código de Portales, envolvía crítica justa. « Se quitó al pueblo -decía en La Asamblea Constituyente -todo lo que la Constitución del 28 le había concedido, y este rico despojo de nuestras primeras libertades se transfirió al ejecutivo unipersonal; se arrebató a las localidades toda su influencia vecinal, todos sus fueros propios y se entregaron a la capital centralista; la Nación fué anulada, y su poder se confió a la autoridad suprema que simbolizaba un individuo llamado Presidente de la República; y como irrisión, cuando se arrebataba al pueblo todos sus derechos, se escribía al frente de ese código este lema sardónico: «soberanía popular».

No se limitó a la doctrina. Escribe Donoso: «Encaró también Vicuña en La Asamblea Constituyente la semblanza personal, la apreciación sincera y desapasionada del Presidente de la República. En sus opiniones sobre don Manuel Montt no descendió Vicuña Mackenna al ataque minucioso y mezquino, sino que, remontándose en el campo de las ideas, desmenuzó la personalidad del Primer Magistrado de la Nación, con el escalpelo del análisis más despiadado. Con fría imparcialidad, desde la elevada cima de las grandes síntesis, examinó las características del Presidente, pesó sus cualidades, criticó sus defectos y señaló a la admiración de sus conciudadanos los atributos que adornaban la persona de don Manuel Montt». Y ese razgo del historiador político es tanto más notable, cuanto, según apunta el mismo biógrafo, Vicuña «tenía justificados motivos para dejarse arrastrar al terreno de las apreciaciones apasionadas e injustas».

Donoso anota el paralelo que hiciera de Portales y de Montt: «Comparándolo con Portales, Vicuña no ve en él más que una paciencia inflexible, un tesón sordo y una constancia de fierro. «El genio está en una parte, escribe, en la otra no hay más que constancia, vigor, disimulo y fortuna». Portales era altivo, abierto, iniciador, creador, amigo de las innovaciones. Montt, por el contrario, era obstinado, frío, disimulado, apegado a las fórmulas. «Portales hacía servir al Estado mismo para sus combinaciones; D. Manuel Montt pone en acción la personalidad de sus agentes, ocupa sus hombres y hace andar sólo el esqueleto de las ruedas secundarias de su mecanismo gubernativo», D. Manuel Montt despreciaba la libertad y no creía en la opinión pública. «En D. Manuel Montt, escribe Vicuña Mackenna, Ministro de Estado y Presidente de la República, ha vivido siempre el inspector de colegio, el catedrático de la Universidad. La República le ha parecido un colegio, y su voz, por sonora y grave que la oyera, la ha juzgado como juzgaba antes la bulla de los niños». Pero haciendo justicia a su compatriota, Vicuña escribe: «D. Manuel Montt, a diferencia de Portales, tiene un nombre sin tacha como hombre privado y adornan su carácter individual cualidades dignas de un alto aprecio. Su sencillez republicana, su vida modesta y recogida, su aislamiento de la pompa, la severidad ejemplar de sus costumbres, su incansable laboriosidad en los asuntos de su política propia, la entereza de sus principios individuales y hasta esa altivez dogmática con que ha parecido desdeñar los favores del aura popular, todos estos son méritos del hombre, que reconocemos sin pesar, como hemos hecho sin ira nuestras acusaciones al político».

Vicuña quería una reforma racional de la carta en vigencia y sus peticiones son de la más moderada justicia y del más claro concepto de lo que dentro del terreno de la democracia, tal como la concebía el siglo XIX, debía constituir el juego armónico de los poderes y el respeto absoluto de la voluntad popular, manifestada libremente - sin presión, sin cohecho, sin intervención - en los comicios electorales. Las reformas de fondo reclamadas por él y su grupo eran tres: En el poder Judicial, garantía de independencia para su generación y desempeño. Tocante al Ejecutivo, supresión del Consejo de Estado y simplificación de la máquina administrativa. Y con respecto al Legislativo, facultad ilimitada de convocatoria, supresión del veto presidencial, modificación en la tramitación de los proyectos de ley y en el modo de elegir a los miembros del Senado. Las reformas dejarían intocados «los principios fundamentales de la organización del país, que son los únicos resortes sobre que debe descansar el edificio de una constitución bien concebida».

Desde las columnas de su órgano pidió el reformador una serie de modificaciones importantes en distintos órdenes de actividad. Desde luego debía cambiarse el sistema de nombramiento de jueces y darse amplia publicidad a los debates y acuerdos de los tribunales. Solicitaba, siempre en el terreno judicial, se crease una corte de casación, y se estableciese, con independencia del gobierno, un colegio de abogados. El estudio de un código de procedimiento le parecía también necesario y en el terreno de la educación pública la reforma del plan de estudios del Instituto Nacional, asaz anticuado.

En el de la política la del periódico de Vicuña fue haciéndose más enérgica cada vez, con lo que aumentaba el número de adherentes. Apelaba al pueblo en sus artículos y pedía libertad y paz, «hartos de sufrir la carga ominosa de las leyes, de los decretos, de las ordenanzas, de los bandos de la represión». Era preciso decidirse e ir a la dictadura abierta y franca del Ejecutivo, que era la Revolución, o a la Constituyente que era la armonía y la paz.

La edición del 11 de Noviembre hizo entusiasta llamado a las provincias. En un artículo de ese día Vicuña anunció la urgencia de celebrar una gran reunión en que se echasen las bases de la futura Asamblea.

La opinión se encontraba agitadísima. Vicuña Mackenna y sus compañeros en hora oportuna habían reanudado la tarea de 1851: Llegar a la libertad política, barriendo de la constitución las trabas que impedían al país seguir verdaderos rumbos democráticos. Cansados estaban los ciudadanos del largo e ingrato tutelaje de gobiernos que se negaban a emprender progresos serios, apartándose de las vías rutinarias. Por ello las voces que venían de la juventud, de esa misma juventud que siete años atrás expusiera su vida en aras de los ideales sustentados, encontró eco en todo el país. La animación culminaba en Santiago. Se formaban corrillos, las tertulias sociales y literarias se transformaban en pequeños clubs y la ola revolucionaria-que la terquedad de los gobernantes no permitía otra alternativa-crecía de continuo. Todos los deudos de Vicuña estaban en el movimiento y en casa de su tía doña Magdalena éste encontraba impulso especial. Ese hogar de los Subercaseaux Vicuña, que tan honda influencia ejerciera en la sociabilidad chilena del siglo pasado, aportaba contingente valioso.

Y el movimiento se tornó casi irresistible. El grupo de La Asamblea Constituyente resolvió fundar un centro en que pudieran reunirse los opositores y de esta idea nació el antiguo Club de la Unión, que fuera albergue de hombres avanzados y tribuna democrática.

Los de la «Asamblea» convocaron a reunión general en el recinto de su club para el 12 de Diciembre, lanzando los dirigentes un manifiesto-firmado por Vicuña Mackenna y algunos de sus compañeros en que se hacía una vez más profesión de fe ideológica y se proclamaba que no había otro medio de mantener la paz y de salvaguardiar el orden público «comprometidos cada día más hondamente por una autoridad abusiva y culpable, investida de la omnipotencia por esa Constitución odiosa a los pueblos, que la reforma de esa Constitución».

La reunión fué suspendida de orden de la Intendencia. El gobierno, violando los derechos consagrados en la carta cuya reforma se pedía, mostraba que del dilema puesto por los reformistas en sus columnas aceptaba la dictadura franca, hasta aquel día ejercida con disimulo a la sombra del código fundamental. Era la revolución provocada por el propio gobierno.

¿Qué actitud asumirían los hombres de la «Asamblea Constituyente» frente al atropello y a la conculcación de sus derechos? El camino de esa juventud plena de entusiasmo no podía ser sino el de la abierta rebeldía, que era el de un respeto efectivo a la constitución violada. Se resolvió, en consecuencia, verificar la reunión en la fecha propuesta. Así se hizo y el 12 de Diciembre fueron juntándose en el club varios centenares de ciudadanos, entre los cuales la intelectualidad de la época y los principales sectores sociales y populares se encontraban debidamente representados. «No hay derecho contra el derecho, ni hay autoridad contra la ley» expresaban los dirigentes, pero la policía hizo irrupción y arrestó a más de ciento cincuenta de los asambleístas de los cuales buena parte recobró de inmediato su libertad, previa multa de cincuenta pesos.

Esa misma tarde, conjuntamente con la declaración de estado de sitio en las provincias de Santiago, Valparaíso y Aconcagua y la clausura violenta de toda la prensa opositora, Vicuña Mackenna fue reducido a prisión (97a).

«Una vez más-afirma Galdames (98)-la autoridad se proponía refrenar los ímpetus del ardoroso joven; pero su sacrificio, lo mismo que su acción, no serían esta vez estériles para la causa que sustentaba. La revolución hacía su camino; y él la había impulsado, impreso su sello, señalado sus fines; sería la revolución constituyente, con la gran reforma por bandera».

 

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Notas

94

Benjamín Vicuña Mackenna a sus electores del departamento de La Ligua.
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95

Vicuña defendió su actuación desde las columnas de «El Ferrocarril», en manifiesto publicado en Diciembre de 1858.
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96

Publiqué por mi sola cuenta,-escribía más tarde in consulta de nadie, bajo mi sola responsabilidad, un periódico que se hizo en seguida famoso hasta prestar su nombre a una revolución». (El castigo de la calumnia).
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97

Apareció el 29 de Octubre de 1858.
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97a

Véase: Vicuña Mackenna, Mi Diario de Prisión, publicado en la Revista Chilena de Historia y Geografía», tomo XVIII, y en folleto (Santiago, 1916). En él se encuentran muy interesantes detalles de la última reunión pública del grupo de la «Asamblea Constituyente» y de la actuación de su principal caudillo.
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98

La Juventud de Vicuña Mackenna, Cap. XX.
Con notable exactitud manifiesta el señor Galdames que Vicuña le dió su espíritu -vale decir todo su contenido espiritual-a la Revolución de 1859. Escribe (Cap. XXI): «Aunque el periódico removedor del ambiente político de 1858 hubiera dejado de existir bajo el estado de sitio del 12 de Diciembre, su nervio y sus propósitos vibraban con sonora entonación en las provincias; alentaban voluntades y concurrían a decidir algunas por el término más grave del dilema que se había planteado para acometer la reforma: o la vía legal, o la revolución. Privados del primero de estos medios, los reformistas se incli-naron a emplear el segundo. Derribarían con las armas al gobierno y su régimen. De esté modo, La Asamblea Constituyente vino muy luego a servir de estandarte a una revolución, que sería lo que su propietario aspiraba a que fuese: la revolución de la libertad para la implantación de un nuevo orden jurídico».
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