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Fuentes Bibliográficas
Homenaje a Vicuña Mackenna Tomo 2º.
Capítulo XI.

Nuestro revolucionario de diecinueve años tomó, según queda dicho, parte activa en los sucesos del 20 de Abril. Fatales acontecimientos, que pondrían en prolongado riesgo su vida, le impidieron hacer más. Y ese más era batirse por las libertades en las calles de Santiago. Era agitar su espada como una tea de rebeldías, para dar soplo de ánimo viril a los cobardes que sólo gritan cuando se sienten resguardados y despertar de su sueño colonial a las marmotas que poblaban a Chile. ¡Y esas marmotas no han despertado todavía!

En la noche del 19 Vicuña se instaló con su amigo José Miguel Carrera, que era el jefe civil del alzamiento, en casa de doña Rosa Carrera de Aldunate, hermana de aquél. Doña Rosa, «mujer de tan levantado corazón como dotada de altas virtudes y de talentos superiores» al decir del historiador, vivía en la calle del Estado a pocos metros de la plaza de Armas.

Acompañaba a Carrera en esa noche, después de infinitas correrías por la ciudad-recuerda Vicuña-el autor de estas reminiscencias, a fin de hallarse más próximo al teatro de la revolución que embargaba por entero su ardiente adolescencia, y Allí, en el salón de la señora, pasó en vela toda la noche, hasta que la última, inquieta y sobresaltada, vino a preguntar a su huésped, hacia las dos de la mañana; si no sentíamos ya extraños rumores. . .» «Los ruidos que sentía la señora Carrera eran efectivos: toques lejanos de campanas; vocerío apagado de gente que pasaba, el tenue bullicio de la alta noche que precede a matutina fiesta y que ahora, entre la cena y el «Resucitado» (59), convidaba al pueblo a místicos placeres: era en esa noche y en aquel tiempo la hora y la ceremonia de «la velación de la carne» porque era la última hora del pescado, del lacticinio y del ayuno».

El Valdivia, a las órdenes de Urriola, ocupaba a esas horas el costado oriente de la plaza, quedando la compañía de carabineros a la altura de las bocacalles de las Monjitas y Nevería. Manuel Recabarren y Bilbao fueron a dar aviso a Carrera y a Vicuña.

Acudieron ambos a la plaza, pasando a saludar al generalísimo. «Llevaba en ese instante el caudillo del 20 de Abril., su espada desnuda bajo el brazo, y estaba vestido como un coronel de infantería a la francesa, kepí y levita de largo faldón, pantalón grana y dos pequeñas charreteras» (60). Y en aquel sitio, desde donde vería pasar la oportunidad del triunfo sin asirla por su único cabello, Urriola nombró a Vicuña su ayudante de campo y haciéndolo montar a caballo le envió a la Penitenciaría, con orden de hacer venir un grueso destacamento del Valdivia que cumplía allí misión de custodia. «Hizo aquel servicio con tal celeridad el encargado, -recuerda- no obstante los espesos charcos de agua que recientes lluvias habían derramado en todos los barrios del sur, que una hora escasa más tarde entraba el destacamento de Videla a tambor batiente a la plaza y se incorporaba a su batallón en medio de los vivas de sus camaradas» (60).

Vicuñá cumplió diversas comisiones en esa dramática madrugada del día 20, entré las cuales la de llamar a don Pedro Ugarte, que era uno de los jefes. Al verlo regresar con su caballería jadeante, ejecutadas todas con buen éxito, «hízole seña el coronel Urriola, que estaba en ese momento, en que la luz del alba empalidecía ya la de la luna, confundido entre los soldados del Valdivia, inmóviles como pardas rocas; y haciendo un gesto de marcada impaciencia, díjole sólo estas palabras:

Señor, vaya a traerme al Chacabuco (60).

Era el regimiento que en vano esperó Urriola y sin cuyo concurso hubiera podido ganarse la jornada en los primeros momentos. La torpe traición del capitán José Manuel González, de dicha unidad, que estaba en secreto acuerdo con los revolucionarios, malograría en definitiva la rebelión.

«Partió el emisario a galope por las calles de la Nevería, Santo Domingo y San Antonio,-cuenta Vicuña-atravesando el río(61) que venía bastante crecido junto al Puente de Palo. Encontró allí un oficial de Granaderos que daba de beber a su caballo, y que más feliz que él regresaba del Chacabuco a la Moneda con la confirmación de la lealtad de aquella tropa al gobierno»

«Con la voz ronca de una agitación constante de varias horas, llamó aquél por la portañuela de observación que tienen ordinariamente los cuarteles, al oficial de guardia, y presentósele por aquella abertura el rostro lívido de un individuo que con voz presurosa le dijo: «Que no podía salir, que estaba allí su comandante» y otras frases entrecortadas cuyo sentido no era fácil descifrar en tal momento. El hombre que así hablaba y se empeñaba en cohonestar dos traiciones a la vez, era el capitán González».

El ayudante de Urriola «insistió en obtener una respuesta categórica, al paso que aprovechaba la tardanza en perorar a la tropa desde afuera. Oficiales y soldados se movían en revuelta confusión, cargando los últimos sus fusiles, bajo los corredores en sombra, a esa hora indecisa del alba.

«Y en esta crítica circunstancia, fuese que González temiese una revelación compromitente, fuése que su jefe le impartiere órdenes, vino a la puerta y en nombre de aquél invitó a entrar al persistente emisario. Apeóse éste del caballo, abrió el mismo González la puerta, y cuando iba aquél por la medianía del patio en dirección a la mayoría donde ardía una lámpara y se paseaba intranquilo el comandante Videla Guzmán, recibió un fuerte golpe en la mano derecha con la que empuñaba una pistola, y dando González un grito al oficial de guardia Reyes Zorondo, impuso silencio a las protestas que contra su traición hacía el joven prisionero, y lo mandó arrestado con orden de hacerle fuego al menor amago de fuga o sedición».

Al día siguiente fué trasladado a la cárcel pública, sita en la plaza de Armas, «como un malhechor vulgar, entre cuatro soldados del Chacabuco y un insolente cabo armado de su varilla de mimbre. Y en el calabozo que le destinaron no tardó en ir a hacerle compañía Carrera, que había fugado después de la derrota a San Fernando, donde fue detenido. Los dos amigos saborearon durante más de dos meses largos la hiel de la prisión política.

Entre tanto la mascarada electoral se consumó y don Manuel Montt fue elegido por los electores y agentes gobiernistas Presidente de la República para el periodo de 1851 a 56, que debía inaugurarse el 18 de Septiembre.

En el calabozo se canta y se trabaja, diría más tarde Vicuña. En la desnuda celda, que los primeros fríos del invierno hacían intolerable, escribió un artículo fogoso, de violentísimo ataque contra el gobierno y su candidato oficial, que fué publicado en «El Progreso» de Santiago el 11 de julio, con el título de Tablas de sangre de la candidatura Montt (62).

Al atardecer del 4 de Julio dos elegantes señoras, premunidas de autorización en regla, penetraron al calabozo de Vicuña y de Carrera. Media hora después y caída ya la noche salían dos señoras, cubiertas con sus capas para guarecerse del frío reinante. Un landó las aguardaba en la puerta y luego que subieron a él se puso en rápido galope por la casi desierta calle de la Nevería. Al hacer el oficial de servicio la ronda nocturna encontró en la celda a las damas visitantes. Los dos revolucionarios habían huído vestidos con los trajes que aquellas les llevaran. Y esa noche al saberlo el Presidente Bulnes acaso no pudo dejar de sonreir. ¿No había fronda de amor mezclada a la pasión y a la sangre de esos días de revuelta?

Una sentencia de muerte recaería pocos días más tarde sobre Vicuña, Bilbao y Carrera (63).

Vicuña partió la misma noche de su romancesca fuga, a la hacienda de la Palma, cerca de Valparaíso. Una semana más tarde siguió viaje al norte, por el camino de la costa, llegando a La Serena el 18 de julio, después «de una marcha forzada de cuatro días y cuatro- noches, practicada por caminos fragosos y en el corazón del invierno» (60).

En La Serena el ambiente estaba caldeado. Se instaló allí en la chacra de su pariente don Joaquín Vicuña, poniéndose en inmediato contacto con Carrera. La labor de los revolucionarios fué febril. Tertulias, reuniones nocturnas, conspiraciones de capa y espada a favor de los caserones coloniales que diluían sus masas en la sombra, desdibujadas por los chonchones de parafina y las raras luminarias del servicio público.

El día 7 de Septiembre los rebeldes, en cumplimiento del plan que se habían trazado, se apoderaron de la ciudad obrando con energía y rapidez. Vicuña mismo, a la cabeza de 200 a 300 hombres, «con el pueblo a retaguardia» hizo irrupción en el cuartel del regimiento Yungay y logró que sus tropas se plegaran a la causa. Era su primera victoria. Sin descansar entregó a la prensa un manifiesto A los pueblos de Chile (64), que tenía preparado desde días antes y concurrió a la proclamación de su amigo Carrera como intendente revolucionario de la provincia. En Concepción la revolución estaba en marcha, acaudillada por Cruz y don Pedro Félix Vicuña, que sería su Secretario General de gobierno. Las fuerzas alzadas bajo la bandera de la democracia liberal, que los Vicuña padre e hijo hicieron flamear toda su vida, constituyeron de inmediato tremenda amenaza contra el gobierno próximo a iniciarse en Santiago. No lograría, sin embargo, impedir que se desarrollase el doble período de Montt, tan fecundo en emociones dramáticas.

Al lema de «¡Viva la República!, ¡Viva la Igualdad!» los caudillos de La Serena habían comenzado con magnífico éxito su tarea. La pluma de Vicuña se esbozaba en las proclamas: «Marchemos al término con el valor que da la justicia de la causa nacional. Si se nos presenta la muerte no temáis que nos arrebate la victoria. Delante de ella seremos más esforzados». Valor, justicia, palabras que vibraban con acentos de amanecer en ese movimiento en que casi todos eran jóvenes y aún los viejos sentían el contagio juvenil, caso insólito en aquellos años de un siglo que rara vez dejó de someterse a lo caduco y a lo apoltronado. Pero la vejez alcanzaba siempre su revancha y los jóvenes caían en el campo, «vencidos pero no domados». Los viejos tenían en su favor el espíritu burgués que dominaba toda la época. Fué un siglo en que el maquinismo vestido de levita comenzaba ya a considerar que tener corazón era sólo una estupidez romántica.

Los revolucionarios de La Serena comprendieron que era preciso extender con rapidez el movimiento a toda la provincia y Vicuña recibió encargo de ir en campaña a los departamentos de Ovalle, Combarbalá e Illapel, premunido de amplísimos poderes. Para cumplir tal misión salió acompañado de sólo trece hombres que montaban a pelo sus cabalgaduras. El caudillo marcha con su pequeño cortejo y en las ancas del caballo qué monta parece llevar la victoria. Los pueblos le aclaman, las autoridades huyen o se rinden. En Ovalle y Combarbalá organiza la administración local y toma disposiciones de emergencia. En Illapel se detiene. «Aquí-escribe Galdames (65) -se le acoge con bullicioso entusiasmo y establece su cuartel general; recuenta la tropa que descansa, revisa su equipo, armamento y municiones».

Su estada en Illapel tiene relieve simpatiquísimo. No hay vecino que se sienta capaz de convertirse en autoridad bajo sus auspicios y él mismo se constituye gobernador revolucionario del departamento, siendo reconocido con los honores del caso. El 18 de Septiembre se aproxima, y esa fecha que en Santiago será solemnizada con la asunción del mando supremo por el odiado y ya electo candidato oficial, en las ciudades rebeldes se celebrará con el dinámico entusiasmo de los jefes opositores. Esa conmemoración nacional en Illapel, bajo el mando de Vicuña, ha inspirado una de sus páginas autobiográficas más llenas de sabor. Abramos la Historia de los diez años de la Administración Montt:

«El entusiasmo de la muchedumbre desbordaba con más exaltación que en nuestra entrada a Ovalle, porque sabedores los habitantes de nuestra aproximación, desde la tarde anterior en que habíamos estado acampados a dos leguas del pueblo, tuvieron tiempo de prepararse para aquella tumultuosa acogida. La banda de música del batallón cívico, que tenía una maestría notable, había tomado sus instrumentos y ejecutaba desde la madrugada himnos entusiastas al pie de la colina, desde la que desciende el camino a las pintorescas alamedas de la villa; el pueblo se agrupaba en la senda en 'una masa tan compacta que era casi imposible abrirse paso; las campanas de la Matriz resonaban con chillona alegría; unianse a éstas los gritos de ¡Viva Cruz!-¡Vivan los coquimbanos! con que los grupos de pueblo atronaban él aire, batiendo las manos, mientras que las graciosas illapelinas, de donosa y delicada fama, vestidas con abandono matinal, dejaban caer sobre la tropa desde los balcones y las ventanas una lluvia de flores.. . Era tal la presión del pueblo sobre los soldados que fué preciso conquistarnos el paso con un expediente original. Saqué de mis pistoleras toda la moneda sencilla que llevaba en una bolsa y entréguela -al capitán don Enrique Gormaz que venía a mi lado, encargándole que la arrojara en puñados a la distancia. El resultado fue maravilloso».

Las circunstancias hacían asumir a Vicuña funciones de dictador: «Proclamose por bando esa misma mañana aquella dictadura que gustaba al pueblo y que el joven gobernador asumió con cabál franqueza, haciendo presente a todos los vecinos convocados que su aceptación de aquel puesto estaba cifrada en un poder tan absoluto como era absoluta la responsabilidad personal anexa al cargo».

Movimiento, órdenes, disposiciones militares, expediciones de urgencia, medidas severísimas, nada omitía la nueva autoridad. «Y asegurada ya de esta suerte su misión revolucionaria, invadida toda la provincia de Coquimbo en una jornada que había durado apenas ocho días, el joven comisario, que no se había sacado las botas desde su partida de La Serena y que había pasado todos sus insomnios en el lomo del caballo, fuese a dormir blandamente sobre dos pellones que le deparó la suerte en un rincón de la mayoría, y púsose justamente a soñar en aquella hospitalidad dictatorial que no tenía sábanas ni almohadas y de cuyo dulce reposo sacóle a la madrugada del siguiente día un brusco sacudón que le daba un vigilante del pueblo, para decirle cortésmente: Levántese asida que ya el caballo está ensillado! ¿Era aquel matinal y comedido asistente el legítimo dueño de los pellones del gobernador? No lo sé; pero sí puedo asegurar que durante seis u ocho días no tuve más cama que estos pellejos en el suelo de Illapel, hasta que la señora del gobernador cesante me envió con fina galantería una cama, cuyos recortes y bordados me parecieron de un lujo digno verdaderamente de un dictador illapelino».

El día 18 asomaba ya sus alborozos y el flamante gobernador no poseía mas tenida que un traje de mezclilla, descolorido por la campaña. ¿Qué hacer? Un vecino denuncia la existencia de una levita recién terminada para un oficial de la talla de su señoría. ¡Mandamiento de embargo! Requisada la levita, el buen Saavedra, sastre de la localidad, tiene para entretenerse toda la noche con sus ayudantes, que sin buen indumento gubernativo han de flaquear los entusiasmos de la simpática ciudad de Illapel.

Al día siguiente la celebración fue magnífica. «Eran las diez de la mañana del 18 de Septiembre, día claro de sol como parece de ordenanza en toda la República, cuando los alcaldes, regidores, el secretario y tesorero, procurador, etc., entraban al despacho del gobernador y le presentaban sus manos ceñidas de blanquísimos guantes, haciéndole una cortés reverencia. El batallón cívico vestido de gran uniforme estaba formado en el patio del cuartel con la bandera desplegada, mientras las campanas de la vecina Matriz repicaban hasta trizar la torre, que no tardó, en efecto, en venir abajo poco más tarde. El regidor decano invitó al gobernador a dirigirse al templo, porque ya se veía en la puerta al solicito párroco rodeado de sus acólitos. Envuelto en un grupo de aquellos corteses caballeros y seguido del batallón cívico que marchaba, música a la cabeza, sirviendo de escolta de honor, atravesamos la plaza y llegamos al umbral de la Matriz. Aquí el cura, adelantándose unos cuantos pasos, se inclinó ligeramente y tomando de una caldera de plata, que llevaba un monacillo, un gran hisopo empapado de agua bendita, púsolo en las manos del imberbe gobernador. Ignorante de los usos eclesiásticos y sin el auxilio de un maestro de ceremonias, iba su señoría a descargar sobre el rostro del buen sacerdote un rocío bendito, cuando éste, como conteniéndole el brazo, le dijo con agrado: ¡Dígnese US. bendecir el templo! Hecho lo cual entramos a la iglesia.

«Una doble hilera de sillones aguardaba al cabildo y en medio de estos, en el centro de la nave, se veía una rica poltrona de terciopelo carmesí que tenía a su frente, sobre el suelo, a la manera de alfombrilla de iglesia, un suntuoso cojín color grana guarnecido de franjas de oro. Una emoción viva agitó todo el concurso en ese instante y mil ojos brillantes asomaron por entre los pliegues de los mantones y de los velos de encaje. Todo el mundo elegante estaba ahí y el gobernador decididamente era el león de aquella fiesta cómico-católica. Cada uno tomó su puesto y apenas aquel ocupaba el suyo, cuando un dulzuroso sacristán presentóle un gran cirio, cubierto de una red de cintas de varios colores, que terminaba en un bouquet de flores a la manera de candileja. ¡Paciencia! pareció decir su señoría y tomó el. cirio, manteniéndolo en su mano hasta que concluida la función, cerca del medio día, vino el cortesano cura a tomarlo de la mano haciendo los honores de la despedida. Al salir ala puerta, el batallón disparó su tercera descarga y la céremonia quedó concluida.

«Por la noche una inmensa muchedumbre invadió la plaza, las señoritas del pueblo concurrieron a la sala de cabildo y los fuegos artificiales se quemaron con un estrépito eminentemente revolucionario».

Más no sería todo objeto de tan donosa burla (66) en el gobierno «impuesto a aquel joven revolucionario, a quien se condenaba a pasar tres horas con un cirio en la mano, citando la revolución palpitaba en todos los poros de su vida».

La campaña militar se vio, amagada por fuerzas de línea que el gobierno destacó el día 18 desde San Felipé. Vicuña tuvo noticia de su arribo e importancia sólo cuatro días más tarde; cuando se encontraban a corta distancia de su campamento. Había trabajado con gran actividad el jefe rebelde «pero por mucho que fuera su empeño-apunta Galdames (65) -el retraimiento hostil de algunos hacendados de los alrededores y la escasez de recursos en la localidad no. le habían permitido reunir más de unos 172 jinetes a medio armar y unos 150 infantes fusileros; tropa colecticia procedente por parcialidades de los tres departamentos que había ocupado».

Al amanecer del 25 de Septiembre y junto al río Illapel se trabó combate entre las tropas de Vicuña y las gobiernistas, muy superiores en número. Los esfuerzos de aquél fueron infructuosos y sus soldados, voluntarios sin disciplina casi todos, acabaron dispersándose. Seguido de unos pocos fieles, se dirigió al norte, llegando tres días más tarde a Ovalle en donde situó su cuartel general, incrementado con las fuerzas que venían de La Serena.

Desarrollóse luego una campaña que comandó en persona Carrera, aceptando la responsabilidad de una derrota que su impericia militar hacía muy probable. Las jornadas fueron duras y se malograron en marchas y contramarchas, perdiéndose una vez más el valor de la sorpresa, pues «dudar, detenerse, retrogradar, equivale a la muerte por inanición» (60).

Y por inanición fue perdiéndose terreno, quebrándose los entusiasmos, hasta llegar al desastre de Petorca. El brioso lugarteniente, destacado en dirección á los pueblos de Aconcagua, que en vano trató de sublevar a favor de la causa, pudo evitarse el presenciar la derrota y con el corazón metido en el puño, perdido sin mayor fruto tanto esfuerzo generoso, hubo de refugiarse en Valparaíso.

El desastre de la revolución de 1851 debía ser completo. Sublevado Concepción el 13 de Septiembre y constituído allí el gobierno revolucionario de Cruz, del que era ministro universal don Pedro Félix Vicuña, las fuerzas rebeldes se encontraron frente a tropas superiores en número, disciplina y recursos, comandadas en jefe por el general- Bulnes quien acababa de transmitir la presidencia a Montt. La lucha fue reñida, siendo indecisos los resultados de la batalla de Loncomilla. El tratado de Purapel, que puso fin temporal a las aspiraciones de los revolucionarios, firmádo contra la opinión de Vicuña padre, selló la campaña.

Poco más tarde, reunido con sus hijos que tan activa parte tomaran en el movimiento y a quienes el desastre mantenía prófugos y en la puerta del destierro, don Pedro Félix les dijo: «Yo no dudo de que tendremos que pasar aún pruebas más terribles. No obstante, tantas desgracias van a fructificar entre nosotros y a preparar una revolución que regenere nuestra sociedad».

«Dignas palabras de un héroe de Plutarco!», comenta Galdames (65) .

 

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Notas

59

Esa mañana tenia lugar la tradicional' procesión del Señor Resucitado, que daba término a las festividades de Semana Santa.
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60

Obra citada.
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61

El Mapocho, entonces sin canalizar, labor que Vicuña Mackenna propiciaría más adelante.
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62

El artículo fué acusado por las autoridades y habiendo declarado el jurado de imprenta que había lugar a la formación de causa, ésta se realizó en ausencia de su autor ya fugado de la prisión. La defensa del escrito de Vicuña estuvo a cargo de Bartolomé Mitre, a la sazón redactor de «El Progreso», pero éste no pudo alegar por haberse negado el juez a oirlo. Vicuña Mackenna fué condenado a 500 pesos de multa y un año de prisión-extra-y el editor del diario a idéntica multa.
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63

Esa sentencia fué dictada el 17 de julio por el Consejo de Guerra de Oficiales Generales que presidió el coronel Juan Vidaurre Leal y del que formaron parte el coronel Nicolás Maruri, los tenientes coroneles Rafael Larrosa, Juan Torres, Esteban Camino, José Tomás Yávar y el graduado de la misma clase José María Silva, siendo asesor el auditor de guerra don Pedro Palazuelos.
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64

Fué publicado en el diario «La Serena, número del 9 de Septiembre.
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65

La Juventud de Vicuña Mackenna.
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66

Vicuña Mackenna: Historia de los diez años de la Administración de don Manuel Montt. Tomo Primero.
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