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Fuentes Bibliográficas
Homenaje a Vicuña Mackenna Tomo 2º.
Capítulo IX.

Dos meses antes, con ocasión de haberse descubierto cartuchos destinados a un regimiento de provincia y estando el joven Vicuña en Valparaíso, su padre fue arrestado, luego de someterse su casa y papeles a minucioso registro. «Vivía entonces don Pedro Félix Vicuña con su familia,-escribe su hijo después de rudos contrastes de fortuna, ejerciendo en pobre escala la profesión de naviero con dos bergantines de cabotaje, y habitaba una casa junto a la de Tivolá de Carmelino, fronteriza a la puerta lateral de la Merced en la calle de la Victoria y antes de salir a pie para su prisión, hízonos un temerario encargó que cumplimos fielmente, como hijos, no sin valorizar el arrojado empeño que su orden envolvía. «Anda, nos dijo, a casa de Aguirre y dile que asalte el cuartel en que me pongan, que precipite el movimiento, que me saque y que cuente conmigo para todo»(54). Eran palabras de un revolucionario de temple antiguo, que tuvo la mala fortuna de tratar casi siempre con hombres de ánimo o inteligencia flaca. En su vida, de tan recia constancia, de tan noble y prolongada rebeldía, nunca debían resonar los minutos que marcan ese cuarto de hora de la buena fortuna. Pasó los años soñando en el progreso de su tierra y de América, luchando por él a brazo partido, con tenacidad que debió fatigar al dios de las derrotas.. . Y cuando desfiló por las calles de Santiago el cortejo oficial de sus funerales, que fueron imponentes; las gentes que abrían calle a sus restos debieron pensar: «He aquí su primer triunfo».

El joven, siguiendo los pasos de su padre, fue a golpear la ventana del jefe militar de la conjuración de Valparaíso, en el barrio del Puente de Jaime. «Escuchó nuestra seña silenciosa el capitán Aguirre, con el listo oído del que acecha y vela, y precipitándose hacia la ventana envuelto en una frazada, a manera de fantasma, porque era un hombre enhiesto y de elevada estatura, después de oír nuestro compromitente recado nos dijo únicamente: «Dígale a su padre que hoy no puedo, que mi tropa está toda a bordo». Y con esto cerró con violencia el postigo, dejándonos desconcertados» (54). Y así terminó aquel movimiento porteño.

En Santiago los ánimos continuaron: exaltándose y el descontento corría por todo el país. En San Felipe la Sociedad de la Igualdad tenía una filial y los miembros de ésta, después de largas luchas con las autoridades oficiales, tomaron el mando del departamento a comienzo de Noviembre, apresándolas y constituyendo una junta. Esta, sin embargo, no tuvo verdadero carácter revolucionario, no tomó medida alguna, como no sea la de procurar aveniencia con el gobierno, con lo que el movimiento fue sofocado.

Los señores de la Moneda acordaron proclamar el estado de sitio, expediente a que los poderosos en peligro acuden siempre para intentar ahogar el grito de las multitudes esclavizadas y de los parias que piden las sobras del banquete de los felices con afán de engañar su propio miseria. ¿Qué alcance tenía la ley de fuerza en esos años? «Una declaración de sitio, dice Vicuña Mackenna (54), conforme a la pauta de Portales, que era la que hasta esa sazón regía, no implicaba sólo la suspensión de las leyes protectoras del ciudadano, sino el desenfreno cruel e impune de todos los agentes de la autoridad, lanzados como enojada jauría contra el paria y el leproso que se llamaba opositor. El subdelegado, el comisario de policía, el juez, el ministro, el simple guardián del orden, todos resumían, en mayor o menor dosis, la soberanía retirada de la circulación como moneda de mala ley, y no había más señores que el agrio beneplácito de los triunfadores. Los estados de sitio, como las antiguas lettres de cachét, que vendían los reyes franceses para encarcelar a los enemigos de sus favoritos o de sus queridas, eran las cartas blancas de todos los despotismos y de todos los desmanes, grandes y pequeños, hechos para martirizar y deshonrar al hombre libre».

El día 7 fue decretado el estado de sitio, dándose orden de arresto contra algunos de los principales agitadores. Urgía tomar decisiones adecuadas a las graves circunstancias y Vicuña fue a ver a Bilbao, encontrándolo disfrazado de mujer, oculto entre los cortinajes de una vieja cama de matrimonio. «Lo que más extraño parecía era que Bilbao, teniendo la cutis sumamente blanca y limpia, los ojos azules y hermosos y una cabellera profusa hasta la extravagancia, representaba a lo vivo el papel que ahora le cabía, al punto que el airoso triunviro de la tarde me pareció una ruborosa miss inglesa, embarazada un tanto por el exceso de la hora y el sitio de la cita» (54). Bilbao dijo a su joven compañero que el estado de sitio haría posible el levantamiento de seis mil igualitarios. Se equivocaba. Los socios no tardarían en dispersarse, «simples átomos de una voluntad colectiva, que no tenían entre sí ni la cohesión moral del alma, ni la mancomunidad de cuerpo que crea entre los hombres el afecto o la idea» (54). Más tarde combatieron muchos de ellos en las filas del gobierno.

Comprendiendo el novel y ardoroso conspirador que Bilbao nada podía hacer y el tiempo apremiaba, prosiguió desarrollando esfuerzos para ayudar en forma efectiva a los revolucionarios de Aconcagua. En sus Relaciones Históricas hace el animado relato de tales actividades: «Había entrado ya la noche con todo el volumen de su cuerpo y de sus sombras. Las estrellas brillaban diáfanas y temblorosas en lo alto, al paso que unos cuantos muchachos prendían lentamente las opacas linternas del alumbrado de aceite, que habían valido hacía poco al apreciable intendente de la Barra el irrespetuoso apodo de «Miguel el farolero», cuando el narrador de estos contrastes se retiraba del asilo dé Francisco Bilbao y se dirigía a la Alameda en busca de otros ecos para su agitación no adormecida por un primer rechazo. En nada parecía alterado el diario vivir de la ciudad. Los mismos raros paseantes, algunas mujeres de manto que iban o volvían de la vía sacra; acá un bodegón abierto; en un zaguán indulgente algún bollero con su canasto y su farol; el agudo grito de un vendedor de pasto que volvía a su potrero,-yerbal, yerbal-el esquilón de la Catedral tocando la hora de ánimas, y los vivos como ánimas dentro de sus levitas rondando silenciosos las aceras. He aquí el cuadro vivo de aquella ciudad que parecía muerta. Pero no obstante era preciso siquiera encontrar cooperadores, armas, soldados de la idea y de la libertad. «La promulgación del estado de sitio debe haber estallado como una bomba en el corazón de los patriotas, decíanos la voz sorda del presagio; los clubs se han congregado; la Igualdad despliega las banderas de sus grupos (y el que esto escribe era secretario del VI y guarda su diploma refrendado por la rúbrica mitológica de Bilbao (55); los ciudadanos marchan por fin a cumplir su deber y sus promesas. Todo esto revoleteaba como un torbellino de fuego en derredor de mis pasos y me empujaba y atraía hacia el abismo. La patria iba a salvarse. Con el corazón henchido de estas imágenes llego al fin a la vasta y sombría Alameda, atravieso con pasos acelerados el costado norte del paseo, me acerco receloso a las avenidas, y al fin diviso ¡oh Santiago! Formados en batalla, en triples hileras y en larguísimas filas, por la derecha y por la izquierda, cuatro o cinco mil  álamos».

¿No habita en esta página admirable todo el espíritu de la época: ámbito colonial y días de rebelión en contraste? Vicuña Mackenna, Arcos, Bilbao y sus compañeros estaban en la hora de la siembra. En medio de derrotas y quebrantos ganaban las batallas del futuro. Es esa la heroica misión de los hombres de avanzada: despejar a las generaciones venideras el camino al Arco de Triunfo.

 

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Notas

54

Vicuña Mackenna: Historia de la Jornada del 20 de Abril de 1851.
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55

Ese curioso documento decía así: «Sociedad de la Igualdad.-Nómbrase secretario del grupo N º 6 al ciudadano Benjamín Vicuña Mackenna. Santiago, 18 de junio de 1850. Santiago Arcos, Manuel Guerrero, Francisco Prado Aldunate, Francisco Bilbao, Rudecindo Rojas»
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