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Fuentes Bibliográficas
Homenaje a Vicuña Mackenna Tomo 2º.
Capítulo VI.

En esos años primeros el adolescente había comenzado a formar su acervo intelectual. Las ideas iban fijándose, el amor por el estudio y por la historia cristalizaba a la par que la vocación dinámica de construir. Vicuña Mackenna a los diecisiete años era ya un gran trabajador.

Nutría su espíritu con lecturas constantes y no siempre bien ordenadas, como suele acontecer a la mayoría de los escritores jóvenes. Leía a Byron, Cervantes, Luis Blanc, Chateubriand, Lamartine y Moliére, entre otros muchos. Cuanto libro cayera en sus manos era devorado. Su pluma, que no cesaría de correr hasta la hora última, vibra en la tinta. La curiosidad le empuja a la calle, a las reuniones políticas. El teatro le seduce. La barra de la Cámara de Diputados le cuenta entre sus habitúes. El político está ya en potencia.

En 1849 escribe su primer ensayo histórico, que ve la luz pública en «La Tribuna, en el mes de Junio. «Es un estudio breve-escribe Donoso(41)-compuesto en el estilo vivo y animado que tantos admiradores habla de granjearle con el tiempo. Campean en él todas las condiciones que en tan alto grado había de desarrollar en sus futuras labores literarias: viveza de estilo, animación de la relación, encadenamiento lógico de los hechos» (42).

Vicuña Mackenna llevó aquel su- primer trabajo que versaba sobre EL Sitio de Chillán, a don Andrés Bello. El Rector de la Universidad de Chile, de cuya Academia de Leyes era miembro el joven escritor, lo acogió con su habitual benevolencia.

-«Vuelva usted dentro de algunos días, a fin de poder leer en forma más detenida su trabajo», le dijo.

Y con el corazón pleno de esperanza, volvió Vicuña a casa de Bello. En su escritorio, perpetuado por el pincel, lo acogió el sabio caraqueño con la sonrisa más afable.

-«Amigo mío, díjole. La lectura de su trabajo me ha producido fuerte impresión. Desde luego advertí en él unos cuantos errores gramaticales. No haga usted caso de ellos y siga adelante. Tiene usted todas las cualidades que acreditan a los escritores de porvenir. Persevere y tenga la seguridad de que ha de llegar muy lejos» (43).

El futuro se encargaría de decir hasta qué punto era acertado aquel vaticinio. Entre tanto el joven abandonaba la casa de Bello con el alma ligera y la cabeza juvenil afiebrada por el calor de las glorias futuras.

Bello acababa de darle el supremo espaldarazo, como Miranda lo diera a Bolívar un día, en los colinas de la ciudad eterna (43a) .

Y con él ingresaba definitivamente a la vida pública de su tierra, que se preparaba a sacudir la modorra colonial, sólo interrumpida en las 'agitaciones del período pipiolo. Muchos años después Vicuña trazaba el cuadro de esa época iniciática con «una irreprochable fidelidad», al decir de Galdames (44). Y « no creemos-añade el reputado historiógrafo-que haya quien pretenda sustituirlo por otro siquiera semejante en fuerza expresiva y realismo evocador».

Dice Vicuña en ese cuadro(45): « En ese tiempo, como hoy, el Instituto era un semillero». Nacía la historia nacional y alboradas lucientes iluminaban su cuna. «La sociedad misma se sentía como de suyo arrastrada a las emociones de una vida de novedad en cambios y en encantos. Era la vez primera que el arte desplegaba sus alas de oro en nuestro cielo de zafir. Monvoisin había clavado al muro de su taller sus primeras telas. Ciccarelli nos había traído en seguida su rica paleta meriodinal. Teresa Rossi cantaba desde antes como las sirenas de que habíamos oído hablar en la cuna. En todo se notaba un movimiento, una expansión, una vitalidad poderosa y brillante corno en esas alegres mañanas de la juventud y del estío en que se emprende en medio del alborozo y el bullicio de la casa, un viaje de placer. A dónde íbamos? Nadie lo preguntaba. Divisábase en el horizonte la luz del faro y esto bastaba para que cada cual alistase animoso y confiado su barquilla para lanzarla a las olas. El entusiasmo soplaba en la brisa, sentíamos el ruido de sus alas en la ribera y el grito de todos era: ¡al mar!, al mar¡ »

 

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Notas

41

Obra citada.
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42

Vicuña Mackenna recibió innúmeras felicitaciones por EL Sitio dé Chillán y hasta los versos de algún poeta bien intencionado. Ese mismo año de 1849, para corresponder al favor público, compuso una Reseña sobre la fundación del Instituto Nacional de Chile y a mediados de julio leyó en la Sociedad Literaria una Historia de Almagro.
El Sitio de Chillón fué leído en la Sociedad Literaria y «tanto agradó a todos los que oyeron la lectura-escribe Figueroa-que se acordó por unanimidad publicarlo. Camilo Cobo quedó encargado de correr con los tragines de la publicación y llevó los manuscritos a la imprenta de El Progreso. Pero, por falta de espacio o de voluntad, no encontró acogi-da y entonces don Antonio María Fernández lo llevó a La Tribuna>. «La Tribuna-añade Figueroa-fué más hospitalaria que El Progreso. Y es posible que en adelante la existencia de aquella Tribuna sea conocida por haber publicado el primer trabajo de Vicuña Macckenna y no por cuanto en ella pudieron escribir sus propios redactores y colaboradores».
Entre las felicitaciones recibidas por el joven autor le fueron, sin duda, especialmente gratas las del general Freire, que tenia ya puestos los dos pies en los estribos. «Elogios que aprecio infinito,-anota en su Diario-porque los soldados no saben mentir. sino cuando refieren sus campañas».
Dice Figueroa: «Nuevos y numerosos aplausos siguieron alentando al historiador que nacía a la luz de la publicidad, y contribuyeron a hacer amable la alborada de un gran sol».
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43

Esta entrevista y el texto de las palabras de Bello, apuntadas por nosotros hace algunos años, se conservaron siempre vivos en el recuerdo de la compañera de Vicuña Mackenna, de cuyos labios las escuchamos muchas veces. Nuestra versión, corroborada en papeles de familia de la época-no difiere de la que, con natural modestia, da el propio Vicuña en su Diario Intimo.
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43a

Vicuña Mackenna conservó durante toda la vida del sabio caraqueño rela-ciones muy afectuosas con él, siendo tan estrechas que recibía libros obsequiados por Bello o los obsequiaba él mismo al viejo maestro. En alguna época iba todos los domingos, a las cuatro de la tarde, a visitarlo en su solitario estudio «y con inacabable benevolencia. -contaba años después--éramos recibidos. para escuchar los últimos consejos y los últimos estímulos del venerable Bello».
He aquí como recordó esa amistad en el correr del tiempo. Dijo en el Senado, en Junio de 1881: «Entre tanto, señores, y cuando comenzaba mi carrera de escritor público, recibí el aliento y el consejo del más ilustre critico americano, que comprendía la historia como Salustio y como Tucídides y así aconsejaba escribirla».
Y en Noviembre del mismo año, en discurso pronunciado ante su tumba: `Parécenos todavía estarlo viendo en las tardes de los días festivos, que para el vulgo son horas de bullicio o de reposo, en su último otoño, cuando rugía la guerra en torno suyo y de la patria, cuando la muerte comenzaba a mecer sus alas sombrías por entre los barrotes de la ventana que inundaba de tibia luz sus libros, su mesa, su rostro, su gloria».
Agregaba: «Mas para aquellos que le conocimos de cerca, en lo que podría llamarse la intimidad del respeto, para aquellos que escuchamos sus luminosas pláticas de la cátedra y del hogar, para aquellos que en la ruda enseñanza del espíritu recibimos de su indulgente juicio el primer estimulo, para esos don Andrés Bello fue algo más que un critico, un profesor y un poeta esclarecido, porque fue el dulce, el venerado y ya extinguido tipo del. maestro» de la, edad antigua».
Véase Ricardo Donoso, obra citada.
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44

La Juventud de Vicuña Mackenna. Cap. II.
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45

Vicuña Mackenna: Relaciones Históricas, tomo 11 (Los Girondinos Chilenos).
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