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Discursos
Discurso de Incorporación de don José Victorino Lastarria a una Sociedad de Literatura de Santiago, en la Sesión del tres de Mayo de 1842.

NOTICIA DE LA SOCIEDAD

Las ligeras nociones de la legislación teórica, que acabamos de adquirir en el Instituto Nacional, nos han hecho conocer las grandes exigencias de nuestra patria y su posición en la escala de la sociabilidad, la naturaleza de nuestro gobierno, y sus imperiosas necesidades, y también el carácter de la misión que estamos llamados a cumplir. Vimos que sin embargo de estar reconocido entre nosotros el principio de la soberanía popular, no es todavía efectivo; que aun cuando la base de nuestro gobierno es la democracia, le falta todavía el apoyo de la ilustración, de las costumbres y de las leyes. Estas ideas produjeron en nosotros un entusiasta deseo de ser útiles a nuestra patria, cooperando con todos nuestros esfuerzos a conseguir el fin de nuestra revolución. ¿Y cómo conseguirlo? Ilustrándonos para difundir en el pueblo las luces y las sanas ideas morales. Acometer esta empresa individualmente era imposible: he aquí el origen y objeto de nuestra reunión.

Hasta ahora hemos vencido todos los tropiezos que se nos han opuesto. Auxiliados por un vecino de esta capital, tuvimos ya donde reunirnos, formamos un fondo para sostener nuestra Sociedad, ordenamos un reglamento, después de algunas conferencias que han contribuido a ilustrarnos, y por fin necesitábamos un Director, y la elección recayó en el señor Lastarria. En su incorporación pronunció el Discurso que ahora publicamos junto con la respuesta que le dio el señor Montt, Presidente de la Sociedad en aquella sesión.

La Sociedad ha fortificado sus esperanzas con la incorporación del Director, el número de sus socios se aumenta, y confía en que los jóvenes de Santiago y demás personas de conocimientos no desdeñarán prestarle su auxilio.

Los miembros de la Sociedad.

Quandnous ne sommes plus, notre ombre a des autels,
le juste avenir prépare à ton génie
Des honneurs inmortels.
Lamartine.

Señores:

Al presentarme por primera vez ante vosotros, me siento pro fundamente conmovido por la sincera gratitud que encendisteis en mi pecho, al señalarme como uno de vuestros compañeros, con el honroso título de Director de vuestra Sociedad; pero esta conmoción es algo más que de gratitud, no debo ocultároslo; es también de temor, de vergüenza, porque no me siento bastante fuerte para soportar en mis sienes el laurel que me habéis echado: lo digo sin afectación. Todo lo espero del entusiasmo que ha despertado en mí vuestra dedicación, tan digna de elogio, tan nueva entre nosotros. Sí, señores, vuestra dedicación es una novedad, porque os conduce hasta formar una academia para poner en contacto vuestras inteligencias, para seros útiles recíprocamente, para manifestar al mundo que ya nuestro Chile empieza a pensar en lo que es y en lo que será. En efecto, el ruido de las armas ha cesado en nuestro suelo, la anarquía desplegó sus alas espantosas y salvó los Andes; la paz coronada de fresca oliva ha venido en su lugar, y bajo su amparo ha despertado nuestra amada patria del letargo en que la dejó el violento esfuerzo que hizo para sacudir el yugo y presentarse triunfante a la faz de las naciones. Me parece que la veo echar ahora una mirada de dolor a lo pasado, y dar un hondo suspiro al no encontrar más que cadenas destrozadas en un charco de sangre, y un espantoso precipicio, del cual se ve libre como por encanto; la oigo decir: “Ya llegó el tiempo en que debo hacerme digna del puesto que ocupo, pero no podré afianzarme, la sangre de mis hijos estará siempre humeante, atestiguando que nada he hecho para aprovechar su sacrificio, si no ciego esa hondonada que se desprende a mis plantas”; ahí está la ignorancia, cien bocas abre para mí, debo aniquilarla, soterrarla para siempre.

Ya veis, señores, que Chile, así como las demás repúblicas hermanas, se ha encontrado de repente en una elevación a que fue impulsado por la ley del progreso, por esa ley de la naturaleza que mantiene a la especie humana en un perpetuo movimiento expansivo, que, a veces violento, arrastra en sus oscilaciones hasta a los pueblos más añejos y más aferrados a lo que fue. Pero el nuestro ha sido transportado a un terreno que le era desconocido, en el cual ha estado expuesto a perderse sin remedio, porque las semillas preciosas no prenden en un campo inculto: nuestros padres no labraron el campo en que echaron la democracia, porque no pudieron hacerlo; se vieron forzados a ejecutar sin prepararse; pero la generación presente, más bien por instinto que por convencimiento, se aplica a cultivarlo, y parece que se encamina a completar la obra. Todos conciben que necesitan promover sus intereses personales, acometen la empresa que los ha de engrandecer y que ha de dar a la nación el apoyo que en su concepto necesita, el de la riqueza: se improvisan soberbias asociaciones para ensanchar el comercio, para desentrañar los tesoros que esconde la naturaleza en las venas de los Andes, sociedades filantrópicas para proteger la agricultura y anonadar los obstáculos que embarazan su marcha. Pero la riqueza, señores, nos dará poder y fuerza, mas no libertad individual; hará respetable a Chile y llevará su nombre al orbe entero, pero su gobierno estará bamboleándose, y se verá reducido a apoyarse por un lado en bayonetas, por el otro en montones de oro; y no será el padre de la gran familia social, sino su señor; sus siervos esperarán sólo una ocasión para sacudir la servidumbre, cuando si fueran sus hijos las buscarían para amparar a su padre. Otro apoyo más quiere la democracia, el de la ilustración. La democracia, que es la libertad, no se legitima, no es útil ni bienhechora sino cuando el pueblo ha llegado a su edad madura, y nosotros somos todavía adultos. La fuerza que debiéramos haber empleado en llegar a esa madurez, que es la ilustración, estuvo sometida tres siglos a satisfacer la codicia de una metrópoli atrasada y más tarde ocupada en destrozar cadenas, y en constituir un gobierno independiente. A nosotros toca volver atrás para llenar el vacío que dejaron nuestros padres y hacer más consistente su obra, para no dejar enemigos por vencer, y seguir con planta firme la senda que nos traza el siglo.

Pues bien, vosotros habéis comprendido esta necesidad, vosotros que sin guía, sin amparo, sacándolo todo de vuestro solo valor, os congregáis para ilustraros e ilustrar con vuestros trabajos; vosotros que, me parece, habéis dicho en Chile a los hombres de luces que eso debían haber practicado tiempo ha, reunirse para comunicarse y ordenar un plan de ataque contra los vicios sociales, a fin de hacerse dignos de la independencia que a costa de su sangre nos legaron los héroes de 1810; reunirse en torno de esa democracia que milagrosamente vemos entronizada entre nosotros, pero en un trono cuya base carcomida por la ignorancia se cimbra al más ligero soplo de las pasiones, y casi se desploma, llevando en su ruina nuestras más caras esperanzas. Os doy el parabién, señores, y muy sinceramente me glorío de ser vuestro compañero, porque habéis acertado en asociaros para satisfacer una necesidad social. Vosotros tenéis mis ideas y convenís conmigo en que nada será Chile, la América toda, sin las luces. Me llamáis para que os ayude en vuestras tareas literarias, pero yo quisiera convidaros antes a discurrir acerca de lo que es entre nosotros la literatura, acerca de los modelos que hemos de proponernos para cultivarla, y también sobre el rumbo que debemos hacerle seguir para que sea provechosa al pueblo. Porque, señores, no debemos pensar sólo en nosotros mismos, quédese el egoísmo para esos hombres menguados que todo lo sacrifican a sus pasiones y preocupaciones; nosotros debemos pensar en sacrificarnos por la utilidad de la patria. Hemos tenido la fortuna de recibir una mediana ilustración; pues bien, sirvamos al pueblo, alumbrémosle en su marcha social para que nuestros hijos le vean un día feliz, libre y poderoso.

Se dice que la literatura es la expresión de la sociedad, porque en efecto es el resorte que revela de una manera la más explícita las necesidades morales e intelectuales de los pueblos, es el cuadro en que están consignadas las ideas y pasiones, los gustos y, opiniones, la religión y las preocupaciones de toda una generación. Forman el teatro en que la literatura despliega sus brillantes galas, la cátedra desde donde anuncia el ministro sagrado las verdades civilizadoras de nuestra divina religión y las conminaciones y promesas del Omnipotente; la tribuna en que defiende el sacerdote del pueblo los fueros de la libertad y los dictados de la utilidad general; el asiento augusto del defensor de cuanto hay de estimable en la vida, el honor, la persona, las propiedades y la condición del ciudadano; la prensa periódica que ha llegado a hacerse el agente más activo del movimiento de la inteligencia, la salvaguardia de los derechos sociales, el azote poderoso que arrolla a los tiranos y los confunde en su ignorancia. La literatura, en fin, comprende entre sus cuantiosos materiales, las concepciones elevadas del filósofo y del jurista, las verdades irrecusables del matemático y del historiador, los desahogos de la correspondencia familiar, y los raptos, los éxtasis deliciosos del poeta [1].

¿Pero cuál ha sido, cuál es en el día nuestra literatura? ¿Adónde hallaremos la expresión de nuestra sociedad, el espejo en que se refleja nuestra nacionalidad? Aterradora es por cierto la respuesta a una pregunta semejante; pero así como rompe con audacia su vuelo la simple avecilla, después del espanto que le causa la explosión mortífera del arcabuz del cazador, romperemos nuestra marcha después del terrible desengaño que nos causa la idea de nuestra nulidad, cuando veamos que necesitamos formarnos con nuestros propios esfuerzos. Apenas ha amanecido para nosotros el 18 de septiembre de 1810, estamos en la alborada de nuestra vida social, y no hay un recuerdo tan solo que nos halague, ni un lazo que nos una a lo pasado antes de aquel día. Durante la Colonia no rayó jamás la luz de la civilización en nuestro suelo. ¡Y cómo había de rayar! La misma nación que nos encadenaba a su pesado carro triunfal permanecía dominada por la ignorancia y sufriendo el ponderoso yugo de lo absoluto en política y religión. Cuando la España comenzó a perder los fueros y garantías de su libertad, cuando principió a erigir en crimen el cultivo de las bellas artes y de las ciencias, que no se presentaban guarnecidas con los atavíos embarazosos del escolasticismo, y el Santo Oficio se dedicó a perseguir de muerte a los que propalaban verdades que no eran las teológicas, entonces, señores, empezó también a cimentarse en Chile el dominio del conquistador. Los Felipes, tan funestos a la humanidad como a la civilización, por su brutal y absurdo despotismo; Carlos II, con su imbecilidad y acendrado fanatismo; los Fernandos y Carlos que se sucedieron, tan obstinados defensores de su poder discrecional y de la autoridad espantosa del monstruo de la Inquisición que los sostenía, al mismo tiempo que los amedrentaba; tales fueron los monarcas bajo cuyo ominoso cetro recorrió tres siglos Chile, siempre ignorante, siempre oprimido y vejado. “Bajo el sistema de despotismo razonado —dice un juicioso observador—, que estableció en sus antiguas posesiones americanas el gabinete de Madrid, guardaba todo el más estrecho enlace: agricultura, industria, navegación, comercio, todo estaba sujeto a las trabas que dictaba la ignorancia o la codicia a una administración opresora y estúpida. Mas no bastaba privar a los americanos de la libertad de acción, si no se les privaba también de la del pensamiento. Persuadidos los dominadores de que nada era tan peligroso para ellos como dejar desenvolver la mente, pretendieron mantenerla encadenada, desviándonos de la verdadera senda que guía a la ciencia, menospreciando y aun persiguiendo a los que la cultivaban”. De suerte, señores, que nuestra nulidad literaria es tan completa en aquellos tiempos, como lo fue la de nuestra existencia política.

Pedro de Oña, que según las noticias de algunos eruditos escribió a fines del siglo XVI dos poemas de poco mérito literario, pero tan curiosos como raros en el día; el célebre Lacunza; Ovalle, el historiador, y el candoroso Molina, que ha llegado a granjearse un título a la inmortalidad con la historia de su patria, son los cuatro conciudadanos, y quizás los únicos de mérito, que puedo citaros como escritores; pero sus producciones no son timbres de nuestra literatura, porque fueron indígenas de otro suelo y recibieron la influencia de preceptos extraños. Desde 1810 hasta pocos años a esta parte, tampoco hallo obra alguna que pueda llamarte nuestra y que podamos ostentar como característica; muchos escritos de circunstancias sí, parto de varios claros ingenios americanos y chilenos, entre los cuales descuella el ilustrado y profundo Camilo Henríquez, cuyas bellas producciones manifiestan un talento despejado y un corazón noble, entusiasta y generoso. De los últimos años no puedo dejar de citaros, entre las poco numerosas producciones de nuestra prensa, dos obras didácticas que harán época en nuestros fastos literarios; no porque sean la muestra de una literatura vigorosa y nacional, sino por la revolución que han iniciado en las ideas, y porque prueban el genio, erudición y laboriosidad de sus autores: la Filosofía del espíritu humano, que es el reverso del peripato, uno de los primeros destellos de la razón ilustrada en Chile, con cuya aparición data la época de nuestra regeneración mental; los Principios de derecho de gentes, que nos han hecho mirar con interés y seriedad los altos dogmas de la ciencia que fija las relaciones recíprocas de los pueblos que habitan la tierra. Otros varios tratados elementales han aparecido, entre los cuales hay algunos dignos del mayor elogio, ya por el acierto de su ejecución, ya por las útiles reformas que han pretendido introducir en el aprendizaje. Nuestra prensa periódica, a pesar de hallarse detenida por los infinitos inconvenientes que se le oponen a un pueblo en sus primeros ensayos, no deja contar una que otra producción importante que ha merecido la aprobación de los inteligentes. Pero todo esto no debe envanecernos: cuando más prueba que hay entre nosotros quienes trabajan por la difusión de las luces, y no que poseamos ya una literatura que tenga sus influencias y su carácter especial. Muy reducido es el catálogo de nuestros escritores de mérito; muy poco hemos hecho todavía por las letras; me atrevo a deciros que apenas principiamos a cultivarlas. Pero es de hacer justicia al fuerte anhelo que todos muestran por la educación: numerosa es la juventud que con ansia recibe los preceptos de la sabiduría, y ya la patria pierde tiempo si no allana los obstáculos que entorpecen el provecho que puede sacar de tan laudable aplicación. Todavía entre nosotros no hay un sistema de educación, los métodos adolecen de errores y defectos que la época moderna tilda con un signo de reprobación y de desprecio casi infamante. Por eso veis, señores, a multitud de chilenos ilustrados, y dignos de mejor suerte, agolparse a la entrada del santuario de la literatura, todos con el empeño de penetrar en él y de perseguir la gloria; pero todos detenidos, o porque carecen de aquel ímpetu que una educación esmerada y los conocimientos bien adquiridos infunden en el alma, o porque los arredra el infortunio, que siempre espanta a la imaginación cuando el pecho está vacío de esperanzas y de estímulos. Pero vosotros, creo, os sentís valientes, y por eso os anuncio que necesitáis todavía de muchos esfuerzos para alcanzar vuestro objeto: será para otros la utilidad y para vosotros la gloria; este divino sentimiento y la patria que nos dio el ser merecen nuestros sacrificios.

No perdáis jamás de vista que nuestros progresos futuros dependen enteramente del giro que demos a nuestros conocimientos en su punto de partida. Este es el momento crítico para nosotros. Tenemos un deseo, muy natural en los pueblos nuevos, ardiente, que nos arrastra y nos alucina: tal es el de sobresalir, el de progresar en la civilización, y de merecer un lugar al lado de esos antiguos emporios de las ciencias y de las artes, de esas naciones envejecidas en la experiencia, que levantan orgullosas sus cabezas en medio de la civilización europea. Mas no nos apresuremos a satisfacerlo. Tenemos mil arbitrios para ello; pero el que se nos ofrece más a mano es el de la imitación, que también es el más peligroso para un pueblo, cuando es ciega y arrebatada, cuando no se toma con juicio lo que es adaptable a las modificaciones de su nacionalidad. Tal vez ésta es una de las causas capitales de las calamitosas disidencias que han detenido nuestra marcha social, derramando torrentes de lágrimas y de sangre en el suelo hermoso y virginal de la América española ¡Ah señores, qué penoso es para las almas jóvenes no poderlo crear todo en un momento! Pero los grandes bienes sociales no se consiguen sino a fuerza de ensayos. Bien pueden ser ineficaces para conseguir nuestra felicidad los instrumentos que poseemos, pero su reforma no puede ser súbita; resignémonos al pausado curso de la severa experiencia, y día vendrá en que los chilenos tengan una sociedad que forme su ventura, y en que estén incrustadas fuertemente las raíces de la religión y de las leyes, de la democracia y de la literatura. A nosotros está encargada esta obra interesante, y es preciso someterla a nuestros alcances.

Mas concretando estas observaciones a nuestro asunto, ¿de qué manera podremos ser prudentes en la imitación? Preciso es aprovecharnos de las ventajas que en la civilización han adquirido otros pueblos más antiguos: ésta es la fortuna de los americanos. ¿Qué modelos literarios serán, pues, los más adecuados a nuestras circunstancias presentes? Vastos habían de ser mis conocimientos, y claro y atinado mi juicio para resolver tan importante cuestión; pero llámese arrogancia o lo que se quiera, debo deciros que muy poco tenemos que imitar: nuestra literatura debe sernos exclusivamente propia, debe ser enteramente nacional, hay una literatura que nos legó la España con su religión divina, con sus pesadas e indigestas leyes, con sus funestas y antisociales preocupaciones. Pero esa literatura no debe ser la nuestra, porque al cortar las cadenas enmohecidas que nos ligaran a la Península, comenzó a tomar otro tinte muy diverso nuestra nacionalidad: “Nada hay que obre una mudanza más grande en el hombre que la libertad —dice Villemain—. ¡Qué será, pues, en los pueblos!” Es necesario que desarrollemos nuestra revolución y la sigamos en sus tendencias civilizadoras, en esa marcha peculiar que le da un carácter de todo punto contrario al que nos dictan el gusto, los principios y las tendencias de aquella literatura. Debo presentaros sobre ella, más bien que mis pobres ideas, el juicio de un español que en nuestros días se ha formado una reputación por su talento elevado, y el cual se expresa de este modo, hablando de su patria: “En España, causas locales atajaron el progreso intelectual, y con él indispensablemente el movimiento literario. La muerte de la libertad nacional, que había llevado ya tan funesto golpe en la ruina de las comunidades, añadió a la tiranía religiosa la tiranía política; y si por espacio de un siglo todavía conservamos la preponderancia literaria, ni esto fue más que el efecto necesario del impulso anterior, ni nuestra literatura tuvo un carácter sistemático, investigador, filosófico; en una palabra, útil y progresivo. La imaginación sola debía prestar más campo a los poetas que a los prosistas: así que aun en nuestro siglo de oro es  cortísimo el número de escritores razonados que podemos citar” [2]. Con efecto, señores, si buscáis la literatura española en los libros científicos, en los históricos, en el dilatadísimo número de escritores místicos y teológicos que cuenta aquella nación, en el teatro mismo, casi siempre la hallaréis retrógrada, sin filosofía y muchas veces sin criterio fijo. Es verdad que en ocasiones luce en ellos algún rasgo del atinado ingenio español, pero siempre a manera de aquellos lampos efímeros que momentáneamente alteran las tinieblas de una noche borrascosas; sus bellas producciones son frutos escondidos que no es posible descubrir sino desbastando el ramaje del árbol que los contiene. De los mejores autores, dice el citado, que se ofrecen más bien como columnas de la lengua, que como intérpretes del movimiento de su época. La poesía, empero, ofrece relevantes muestras de talen fecundos y eruditos, de pasajes sublimes, bellos y filosóficos; mas necesitáis de trabajo y tino para hallarlos y para sacar de ellos provecho.

Con todo no penséis, señores, que me extiendo al suscribir a estos conceptos, sobre la literatura de nuestros conquistadores, hasta llegar a mirar en menos su hermoso y abundante idioma. ¡Ah!, no: éste fue uno de los pocos dones preciosos que nos hicieron sin pensarlo. Algunos americanos, sin duda fatigados de no encontrar en la antigua literatura española más que insípidos y pasajeros placeres, deslumbrados por los halagos lisonjeros de la moderna francesa, han creído que nuestra emancipación de la metrópoli debe conducirnos hasta despreciar su lengua y formarnos sobre sus ruinas otra que nos sea más propia, que represente nuestras necesidades, nuestros sentimientos. Y llenos de admiración, seducidos por lo que les parece original en los libros del Sena, creen que nuestro lenguaje no es bastante para exprimir tales conceptos; forman o introducen sin necesidad palabras nuevas, dan a otras un sentido impropio y violento, adoptan giros y construcciones exóticas, contrarias siempre a la índole del castellano, despreciando así la señalada utilidad que podríamos sacar de una lengua cultivada, y exponiéndose a verse de repente en la necesidad de cultivar otra nueva, y tal vez ininteligible. Huid, señores, de semejante contagio, que es efecto de un extraviado entusiasmo.

Mucha verdad es que las lenguas varían en las diversas épocas de la vida de los pueblos, pero los americanos ofrecemos en esto un fenómeno curioso: somos infantes en la existencia social y poseemos una habla que anuncia los progresos de la razón, rica y sonora en sus terminaciones, sencilla y filosófica en su mecanismo, abundante, variada y expresiva en sus frases y modismos, descriptiva y propia como ninguna [3] .Nuestros progresos principian, y por mucho que nos eleve el impulso progresivo de la época presente, siempre tendremos en nuestro idioma un instrumento fácil y sencillo que emplear en todas nuestras operaciones, un ropaje brillante, que con vendrá a todas las formas que tomen nuestras facciones nacionales. Estudiad esa lengua, señores, defendedla de los extranjerismos; y os aseguro que de ella sacaréis siempre un provecho señalado, si no sois licenciosos para usarla, ni tan rigoristas como los que la defienden tenazmente contra toda innovación, por indispensable y ventajosa que sea. Os interesa, pues, emprender la lectura de sus clásicos, y penetrar en la historia de la literatura, a fin de saber apreciarlos y conocer esa poesía, que veréis, valiéndome de la expresión de un crítico, expresiva en su infancia, natural y sencilla, pero ruda, pobre y trivial; después grave, docta y sonora, hasta degenerar en afectada, pedantesca y enigmática; y por fin, grande, majestuosa y sublime, armoniosa y dulce, hasta acabar por hinchada, estrepitosa y sutil. De Garcilaso aprenderéis a expresar vuestras ideas y sentimientos apacibles con candor y amable naturalidad; de De la Torre, Herrera y Luis de León, imitaréis la nobleza, nervio y majestad; de Rioja el estilo descriptivo y la vehemencia del lenguaje sentencioso y filosófico. Descended a los prosistas, y Mendoza, Mariana y Solís os enseñarán la severidad, facundia y sencillez del estilo narrativo; Granada, la inimitable dulzura de su habla para expresar las verdades eternas y el idealismo del cristiano; y por fin, el coloso de la literatura española os asombrará con su grandilocuencia y con las originales graciosidades de su Hidalgo. Estudiad también a los modernos escritores de aquella célebre nación, y hallaréis en ellos el antiguo romance castellano hecho ya el idioma, de la razón culta, y capaz de significar con ventaja los más elevados conceptos de la filosofía y los más refinados progresos del entendimiento del siglo XIX.

Una vez que hayáis aventajado en esa indispensable preparación, creo que ya estaréis capaces de recibir las influencias de la literatura francesa, de esa literatura que sojuzga la civilización moderna, de la cual ha dicho uno de sus campeones del presente día, estas notables palabras: “Desde la muerte del gran Goethe, el pensamiento alemán se ha cubierto otra vez de sombra; desde la muerte de Byron y de Walter Scott, la poesía inglesa se ha extinguido; y a esta hora no hay en el universo más que una literatura encendida y viviente, que es la literatura francesa. De Petersburgo a Cádiz, de Calcuta a Nueva York, no se leen más que libros franceses: ellos inspiran al mundo...” [4]. No podemos excusarnos de reconocer esta verdad, pero es cordura no dejarse deslumbrar por su esplendor: veremos de qué manera deben inspirarnos esos libros franceses tan poderosos. Tres épocas de triunfo ha tenido la literatura de Francia, las cuales han sido caracterizadas por otras tantas escuelas, que, sin ser iguales entre sí, llevan impreso cierto aire de familia que ha causado graves equivocaciones. La dominante en el siglo XVII, que había sido formada, según el respetable Villemain, bajo las influencias de la religión, de la antigüedad y de la monarquía de Luis XIV la dominante en el siglo XVIII, en la cual, por el contrario, influyeron, a juicio del mismo sabio, la filosofía escéptica, la imitación de las literaturas modernas y la reforma política; por fin, la que en nuestros días se ostenta triunfante y regeneradora, la cual, a mi entender está dominada por el vigoroso y saludable influjo del cristianismo, de La filosofía y de la democracia, o en una palabra, sola,  la perfectibilidad social. Las dos primeras, sin embargo de su diferencia, tienen entre sí tal consonancia que pudiéramos considerarlas como una sola; y, en efecto, Villemain dice que esas dos épocas tienen sus puntos de contacto, y que los talentos de la una han tenido algunos caracteres de la otra. Como quiera, señores, creo yo que ambas escuelas no merecen nuestro estudio, o en cuanto son dignas de la curiosidad del literato, porque pertenecen  a la historia de los progresos del entendimiento humano; pero nada considero menos adecuado a nuestras circunstancias que a literatura de esos tiempos, y de consiguiente nada tampoco menos digno de nuestra imitación. No obstante las diversas causas influentes  en aquellas escuelas, señaladas por el ilustre profesor, permítaseme agregar que todavía hay otra más universal que sirve como de eslabón para ligarlas; tal es aquel aire de afectación empalagosa que las domina, conforme al gusto disciplinado de esas épocas, según las conveniencias, usos y espíritu de cuerpo que ligaban a los palaciegos y demás gente de tono de la corte francesa e entonces. Aquel gusto dictaba una crítica severa y absoluta, egoísta, si puedo decirlo, que condenaba sin recurso todos los arranques de la fantasía, por naturales que fueran, cuando no agradaban al rey y a las damas cortesanas, y encadenaba el espíritu forzándolo al escepticismo religioso, y a la finura y ligereza de convención. Todos los grandes ingenios de aquellos dos siglos se vieron arrastrados por tal influencia, y le tributaron ciego homenaje en sus producciones. Ni el severo y profundo Montesquieu pudo salvarse del contagio: el autor de El espíritu de las leyes, de esa obra inmortal, escribió también las Cartas persianas. La república literaria entonces era una monarquía absoluta que extendió su predominio moral a toda la Europa, y hasta nuestros días: hizo más, invadió las regiones del Nuevo Mundo, y propagó aquellos principios exagerados y quiméricos de la regeneración política. Curioso es investigar las causas de tamaño prodigio, pero mi objeto no me permite demorarme en ello.

Empero, la época ha variado, el tiempo con su mano de bronce ha venido a despertar a los hombres para hacerlos más racionales y positivos, para encaminarlos por otro sendero más espacioso. La literatura moderna sigue el impulso que le comunica el progreso social, y ha venido a hacerse más filosófica, a erigirse en intérprete de ese movimiento. “La crítica —dice el juicioso Artaud— ha llegado a ser más libre, hoy que los autores se dirigen a un público más numeroso y más independiente, y por consecuencia debe tomar otra bandera; su divisa es la verdad; la regla de sus juicios, la naturaleza humana: en lugar de detenerse en la forma externa, sólo debe fijarse en el fondo. En vez de juzgar las obras del poeta y del artista únicamente por su conformidad con ciertas reglas escritas, expresión generalizada de las obras antiguas, se esforzará en penetrar hasta lo íntimo de las producciones literarias y en llegar hasta la idea que representan. La verdadera crítica confrontará continuamente la literatura y la historia, comentará la una por la otra, y comprobará las producciones de las artes por el estado de la sociedad. Juzgará las obras del artista y del poeta, comparándolas con el modelo de la vida real, con las pasiones humanas y las formas variables de que puede revestirlas el diverso estado de la sociedad. Deberá tomar en cuenta, al hacer tal examen, el clima, el aspecto de los lugares, la influencia de los gobiernos, la singularidad de las costumbres y todo lo que pueda dar a cada pueblo una fisonomía original; de este modo la crítica se hace contemporánea de los escritores que juzga, y adopta momentáneamente las ideas, los usos, las preocupaciones de cada país, para penetrar mejor en su espíritu...”

En esta definición que acabáis de oír, señores, tenéis delineados con vivos coloridos los caracteres de la moderna literatura francesa, caracteres que se divisan ya adoptados en la española y que más tarde se verán en la americana. La Francia ha levantado la enseña de la rebelión literaria, ella ha emancipado su literatura de las rigorosas y mezquinas reglas que antes se miraban como inalterables y sagradas; le ha dado por divisa la verdad y le ha señalado a la naturaleza humana como el oráculo que debe consultar para sus decisiones: en esto merece nuestra imitación. Fundemos, pues, nuestra literatura naciente en la independencia, en la libertad del genio; despreciemos esa crítica menguada que pretende dominarlo todo, sus dictados son las más veces propios para encadenar el entendimiento; sacudamos esas trabas y dejemos volar nuestra fantasía, que es inmensa la naturaleza. No olvidéis con todo que la libertad no existe en la licencia, éste es el escollo más peligroso: la libertad no gusta de posarse sino donde están la verdad y la moderación. Así, cuando os digo que nuestra literatura debe fundarse en la independencia del genio, no es mi ánimo inspirar aversión por las reglas del buen gusto, por aquellos preceptos que pueden considerarse como la expresión misma de la naturaleza, de los cuales no es posible desviarse sin obrar contra la razón, contra la moral y contra todo lo que puede haber de útil y progresivo en la literatura de un pueblo.

Debo deciros, pues, que leáis los escritos de los autores franceses de más nota en el día; no para que los copiéis y trasladéis sin tino a vuestras obras, sino para que aprendáis de ellos a pensar, para que os empapáis en ese colorido filosófico que caracteriza su literatura, para que podáis seguir la nueva senda y retratéis al vivo la naturaleza. Lo primero sólo sería bueno para mantener nuestra literatura con una existencia prestada, pendiente siempre de lo exótico, de lo que menos convendría a nuestro ser. No, señores, fuerza es que seamos originales; tenemos dentro de nuestra sociedad todos los elementos para serlo, para convertir nuestra literatura en la expresión auténtica de nuestra nacionalidad. Me preguntaréis qué pretendo decir con esto, y os responderé, con el atinado escritor que acabo de citaros, que la nacionalidad de una literatura consiste en que tenga una vida propia, en que sea peculiar del pueblo que la posee, conservando fielmente la estampa de su carácter, de ese carácter que reproducirá tanto mejor mientras sea más popular. Es preciso que la literatura no sea el exclusivo patrimonio de una clase privilegiada, que no se encierre en un círculo estrecho, porque entonces acabará por someterse a un gusto apocado a fuerza de sutilezas. Al contrario, debe hacer hablar todos los sentimientos de la naturaleza humana y reflejar todas las afecciones de la multitud, que en definitiva es el mejor juez, no de los procedimientos del arte, sí de sus efectos.

No puedo resistir al deseo de copiaros aquí los ingeniosos pensamientos con que el mismo autor desarrolla su doctrina. “Puede considerarse --dice-- que la literatura es como el gobierno: el uno y la otra deben tener sus raíces en el seno mismo de la sociedad, a fin de sacar de él continuamente el jugo nutritivo de la vida. Es necesario que la libre circulación de las ideas ponga en contacto al público con los escritores, así como es preciso que una comunicación activa aferre los poderes a todas las clases sociales. De este modo las necesidades, las opiniones, los sentimientos del mayor número podrán a cada momento hacerse campo, manifestarse y refluir sobre los que toman la alta misión de ilustrar a los espíritus o de dirigir los intereses generales. ¡Desgraciada la literatura! ¡Ay de los gobiernos que se colocan fuera de la nación o que al menos sólo se dirigen a clases privilegiadas y no corresponden sino a un menguado número! Interiormente agitado de un principio de vida que no se contiene jamás, el género humano prosigue siempre en marcha, las academias y los gobiernos quedan estacionarios, se atrasan: pronto llega un momento en que la disposición de los espíritus y las opiniones generalmente adoptadas no están ya de acuerdo con las instituciones y con las costumbres, entonces es preciso renovarlo todo: ésta es la época de las revoluciones y de las reformas. La literatura debe, pues, dirigirse a todo un pueblo, representarlo todo entero, así como los gobiernos deben ser el resumen de todas las fuerzas sociales, la expresión de todas las necesidades, los representantes de todas las superioridades: con estas condiciones sólo puede ser una literatura verdaderamente nacional”.

Seguid estos preceptos, que son los del progreso y los únicos que pueden encaminaros a la meta de nuestras aspiraciones; No hay sobre la tierra pueblos que tengan como los americanos una necesidad más imperiosa de ser originales en su literatura, porque todas sus modificaciones le son peculiares y nada tienen de común con las que constituyen la originalidad del Viejo Mundo. La naturaleza americana, tan prominente en sus formas, tan variada, tan nueva en sus hermosos atavíos, permanece virgen; todavía no ha sido interrogada; aguarda que el genio de sus hijos explote los veneros inagotables de belleza con que le brinda. ¡Qué de recursos ofrecen a vuestra dedicación las necesidades sociales y morales de nuestros pueblos, sus preocupaciones, sus costumbres y sus sentimientos! Su ilustración tan sólo os presenta materiales tan abundosos que bastarían a ocupar la vida de una generación entera; ahora nuestra religión, señores, contiene en cada página de sus libros sagrados un tesoro capaz de llenar vuestra ambición. Principiad, pues, a sacar el provecho de tan pingües riquezas, a llenar vuestra misión de utilidad y de progreso; escribid para el pueblo, ilustradlo, combatiendo sus vicios y fomentando sus virtudes, recordándole sus hechos heroicos, acostumbrándole a venerar su religión y sus instituciones; así estrecharéis los vínculos que lo ligan, le haréis amar a su patria y lo acostumbraréis a mirar siempre unidas su libertad y su existencia social. Este es el único camino que debéis seguir para consumar la grande obra de hacer nuestra literatura nacional, útil y progresiva.

No tengo la presunción de aconsejaros, porque ni mis conocimientos ni mis aptitudes me dan titulo alguno para ello: me contento con presentaros en este ligero cuadro mis ideas, apoyadas en la opinión de los sabios escritores que he citado: así las habréis escuchado con más atención. Yo no puedo más que acompañaros en vuestras tareas, para participar de la gloria que vais a granjearos con acometer la empresa de regenerar nuestra literatura. Mutuamente nos auxiliaremos: por el solo hecho de reunirnos hemos contraído con la sociedad un empeño sacrosanto; arrostrémoslo todo por cumplirlo, no sea que las generaciones futuras y la presente nos acusen de haber perdido la ocasión que se nos ofrece para elevar a nuestra patria al engrandecimiento que sus recursos le preparan.

 

RESPUESTA DEL PRESIDENTE, DON ANACLETO MONTT

Señor:

Animados del vivo deseo de ser en algo útiles a nuestra patria, nos reunimos para poner todo nuestro conato en conseguirlo.

Nuestro primer paso fue la formación de un reglamento que reprimiese el abuso, evitando el desorden, y que reglase la marcha de la Sociedad de un modo firme y durable. Se que habéis leído este reglamento. En él habéis visto (como lo manifiesta vuestro discurso) que nuestro objeto es estudiar la literatura a la par que profundizar las verdades que nos han enseñado nuestros maestros, y adquirir otras nuevas. Mas este trabajo es muy pesado para nuestras débiles fuerzas y no nos quedaba otro medio para llevarlo a efecto que buscar la protección de alguno de nuestros compatriotas ilustrados. ¿Y en quién mejor que en vos podíamos hallarla? ¿En vos, que tantas veces nos habéis manifestado vuestro amor, y que ahora patentizáis vuestro empeño por nuestros progresos? ¿En vos, señor...?, pero no me es posible continuar porque vuestra modestia se ofendería.

Básteme sólo deciros que nuestra gratitud será igual a vuestros beneficios: éstos nos seguirán en el curso de la vida, y en ella nos encontraréis siempre dispuestos a rendiros homenaje.

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[1] Artaud. Volver
[2] Larra.  Volver
[3] Mora.  Volver
[4] Hugo.  Volver