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Diarios, Memorias y Relatos Testimoniales
Recuerdos de Treinta Aņos (1810-1840)
XXIV. Noticias Menudas

La revolución del año 10 no introdujo por de pronto ningún cambio en nuestros hábitos y modo de vida. Los títulos nobiliarios y sus signos exteriores se conservaron intactos. Tan cierto es esto, que cuando, después del triunfo de Chacabuco, año de 1817, volvieron los patriotas confinados en Juan Fernández, el día en que avistaron a Valparaíso, cada uno de los titulados desempaquetó su respectiva placa o condecoración y con este adorno desembarcaron todos en ese puerto, con gran asombro de los militares argentinos, que cubrían la guarnición, y para los cuales eran cosa nueva estos relumbrones, desconocidos en su país.

Nadie ignora que los escudos de armas desaparecieron, y no del todo, del frente de las puertas de calle en ese mismo año, por orden del Director O’Higgins [1] .

En pos del ejército de los Andes vino gran número de argentinos, sobre todo comerciantes, que introdujeron nuevas modas en el vestido. Antes de esta época todo era español y nuestro modelo era Lima. Con la moda cambió el nombre de los objetos del vestuario. El armador fue reemplazado por el chaleco; el volante, por el frac; el citoyen por el capote o capotón, etc. Por los nombres casi franceses que citamos se conoce el origen de esas modas.

Los argentinos introdujeron también el uso de un arete en la oreja izquierda; algunos usaban dos, uno en cada oreja.

Del año 18 al 30 el traje de verano, entre los hombres de medianas facultades, era el siguiente: sombrero de castor; chaqueta o levita (ésta no era común; se prefería el frac) de seda, y calzón de lo mismo, a veces de espumilla; zapato recortado de becerro y media de seda blanca o color carne. Los precios eran poco variables. Un par de medias de vena, tres pesos, y veinte reales si eran lisas. El par de zapatos ingleses, muy en moda, tres pesos. El uso de las medias de seda era dispendioso, sobre todo por una circunstancia.

El zapato de becerro (no era conocido el charol, a lo menos para el calzado) exigía el uso frecuente del betún para lustrarlo. Este betún imprimía muy pronto en la media una ancha lista negra en toda la orilla del zapato, de suerte que se hacía necesario cambiar medias por lo menos cada dos días. La cosa era seria, y vamos a comprobarlo con un hecho.

En una de las innumerables Memorias que se publicaron después de la caída de Napoleón, hemos leído, hace muchos años, lo que sigue:

Lebrun, duque y gran chambelán del imperio, tenía, en razón de este último empleo, la obligación de asistir a la corte diariamente, con excepción de los días feriados. En estas asistencias era de rigor presentarse de calzón corto y media de seda blanca. El inconveniente del betún, de que hemos hablado, obligaba a Lebrun a cambiar medias diariamente, lo cual contrariaba sus hábitos económicos.

Un día llamó a su ayuda de cámara más temprano que de costumbre, ordenándole con urgencia hiciera venir a su zapatero.

Apenas llegó éste, le dice Lebrun:

- Necesito tres pares de zapatos lo más pronto.

El zapatero contestó:

- Dentro de dos días estarán aquí.

- Pero antes —añadió el primero—, oiga usted lo que yo quiero: los tres pares de zapatos han de ser en esta forma: un par, igual a los que usted me hace ahora; el otro, media pulgada más embotinado; y el tercero, el doble más que este último.

Este expediente produjo los más felices resultados: el gran chambelán se ponía sus medias limpias el lunes; el martes, mediante el segundo par de zapatos, no aparecía la lista negra, ni el miércoles tampoco, porque quedaba oculta con lo más embotinado del tercer par de zapatos. El jueves se ponía un segundo par de medias limpias, que pasaba hasta el sábado por la misma maniobra. De esta suerte, el servicio que antes le costaba seis pares de medias semanales, lo hizo en adelante con dos.

Los que no éramos ricos, por no decir los que éramos pobres, hacíamos servir las medias dos o tres días más, tirándolas para la punta del pie para ocultar la maula.

Por lo común, el único cambio de ropa al entrar el invierno consistía en guardar la de seda para reemplazarla con géneros de más abrigo. Con esta excepción, la generalidad usaba la misma ropa en todas las estaciones. Aún para las personas entradas en años, la capa era poco común. El alto precio, por otra parte de una capa hacía poco común el uso. La capa color grana y blanca sólo la usaban los nobles. Para los nacidos en España no había dificultad, porque en general esta circunstancia era signo de nobleza... Las personas acomodadas iniciaban el verano el 29 de septiembre, día de San Miguel, con el estreno de capa de seda, asistiendo en ese día a una función de toros que se daba frente a esa iglesia, situada en el mismo sitio que ahora y en el fugar donde se construye el templo de la Gratitud Nacional. El uso de la capa de seda había concluido antes del año 10. La moda de los colores privilegiados desapareció en parte a principios de la revolución; pero en muchos casos esas capas se conservaron hasta muy tarde, como recuerdos honrosos. El año 23 vimos teñir una, variando el color antiguo.

Las modas no cambiaban entonces, ni con mucho, con la frecuencia que ahora. Entre esas modas las había muy incómodas: citaremos dos de ellas.

La primera fue la de usar dos chalecos de distinto color, que si para el invierno podía ser conveniente, para el verano era insoportable. Del chaleco de abajo sólo debía verse la orilla de la parte de arriba. Esta moda no debió venir de Buenos Aires, como las otras, porque cuando en Chile estaba en toda su fuerza, año 24, nos presentamos con ella en ese pueblo, en un billar muy concurrido, del que tuvimos que retirarnos muy pronto, por haber llamado la atención de aquellos señores de un modo poco conveniente a nuestra persona. Al retirarnos, dirigimos a los burlones algunas palabras que nos parecieron de gran efecto, y con las que conseguimos hacer estallar una gran risotada unísona y estrepitosa... Nuestros chalecos eran rojo el de abajo y amarillo el de encima.

Pero nada más terrible que las dos corbatas: la de abajo blanca, y negra la otra. De la primera sólo debía verse la orilla superior, que servía de vivo. A esto debe agregarse que la corbata de arriba contenía en su interior una almohadilla de algodón que aumentaba el volumen, hasta el extremo de hacer desaparecer en muchos casos el cuello y dificultando sus movimientos. En verano estas corbatas eran un verdadero suplicio; pero era moda, y basta.

El guante era poco usado, sobre todo en verano, en que invariablemente era de seda. En invierno se usaba de ante amarillo.

Tampoco se temía al frío, que antes del año 20 no recordamos haber visto ninguna ventana ni puerta interior con vidrio. Respecto a las ventanas con vista a la calle, podemos asegurar que no había ninguna en Santiago que los tuviera.

Cuando las ventanas a la calle correspondían a piezas de habitación: una reja tupida de alambre las garantía de la curiosidad de los transeúntes. Aún recordamos, año 18, que una ventana de la casa de los señores Figueroa, situada en la calle de las Monjitas, nos suministraba, sin la voluntad de su dueño, pedazos de alambre amarillo para hacer sortijas.

Las puertas y ventanas, en lugar del vidrio ahora en uso, tenían balaustres de madera de prolijo trabajo. En la cuadra, que ahora se llama salón, circulaba el aire libremente; pues los bailes y reuniones se hacían a ventanas y puertas abiertas, dejando toda libertad a las tapadas para ejercer la más rigurosa inspección y crítica, de ordinario no muy caritativas.

A esta cuadra no la cubría enteramente la alfombra: por lo común sólo lo estaba la mitad; en lo demás estaba descubierto el enladrillado. La alfombra se extendía sobre una tarima de madera de tres o cuatro pulgadas de altura. Allí se colocaban los asientos de preferencia, que no tenían espaldar ni brazos y se llamaban taburetes. Estas alfombras se trabajaban casi en su totalidad en La Ligua.

El empapelado, desconocido entonces, se reemplazaba con damasco de seda carmesí o anteado. Esta tapicería era poco común por su alto precio.

El material de las murallas de las casas, y aún de la mayor parte de las iglesias, era invariablemente de adobe y la enmaderación de canelo. Esta madera, sin uso en el día, es de una increíble duración, a pesar de su debilidad aparente. La capilla de La Soledad, situada a pocos metros al poniente de San Francisco, y contemporánea de su fundador Pedro de Valdivia, fue reconocida hace veinte años, y su enmaderación de canelo estaba intacta.

Hasta hace menos de cuarenta años, sólo recordamos tres casas de dos pisos y de ladrillo y cal, que aún se conservan: la del señor don Juan Alcalde, calle de la Merced, número 95; la que fue de don Juan Manuel Cruz calle del Estado, número 44; y la del Obispo Aldunate, en la Cañadilla, número 45. De piedra, como hasta ahora, sólo había la que habita el señor don Juan de Dios Correa, que fue del Conde de Toro, calle de la Merced, número 80. 

No recordamos —hablamos del año 10 y 20— haber visto en Santiago más de treinta y tantas casas de dos pisos, de varios aspectos y dimensiones. La mayor parte de estas casas eran de balcones salientes, de madera, y pertenecían a épocas remotas. En general, nadie habitaba el segundo piso. En la época en que esas casas se construyeron se necesitaba ser noble para el uso de balcón a la calle. Según nuestros recuerdos, la última edificada con este adorno, que conocimos, fue la que en la calle de Santo Domingo lleva ahora el número 49, después de haber, variado tres o cuatro propietarios y de haber sufrido dos transformaciones.

En nuestra niñez oímos repetir que su primitivo dueño, cuyo apellido, extinguido ya, recordamos, pagó doscientos pesos de multa por faltarle el requisito consabido.

Al leer lo anteriormente escrito, notamos que hubiéramos podido dar mayor amplitud y más conveniente continuación a estos datos; pero no hemos podido resolvernos a emprender este trabajo, por temor de alargar este artículo más de lo conveniente. Más tarde, si el tiempo lo permite, agregaremos lo que en éste falta sobre trajes del otro sexo, carruajes, objetos alimenticios y modo de servirlos.

Concluiremos por ahora con pocas palabras sobre el más caro y escaso de esos alimentos.

El pescado sólo estaba al alcance de la gente acomodada. Los días de vigilia, y sobre todo los jueves, se vendía en escasa cantidad en el mercado, pues no era permitido venderlo en otra parte, y mucho menos en las calles, donde eran perseguidos sin piedad los revendedores

Entonces había una frase que expresaba la venta de este alimento.

Desde muy antiguo era costumbre --aún subsiste-- tocar los jueves en la tarde la gran campana de la Catedral a Escuela de Cristo, distribución que tiene lugar en la noche de ese día. Al oír esta campana se decía: a pescado[2].

Esta frase, y aún la campana misma, quizás de otra forma, es de la más remota antigüedad. Vamos a probarlo.

Hemos leído en uno de los antiguos historiadores de Grecia, o de un escritor que a ellos se refiere, lo siguiente:

Un orador de esos tiempos arengaba al pueblo en una plaza de Atenas. En medio de su fogoso discurso notó que sus oyentes, sin el menor miramiento al orador ni al interesante negocio de que les hablaba, abandonaron la plaza a toda prisa, quedando de aquella gran multitud un solo individuo, que le escuchaba con gran atención.

Sorprendido y mortificado por este desaire, se dirigió a este único oyente, colocado próximo a la tribuna, diciéndole:

- Te doy las gracias, porque tú eres el único que no haz cometido la grosería de retirarte como los demás apenas tocaron la campana a pescado.

El elogiado, que, siendo sordo, no había oído la campana, preguntó al orador:

- ¿Han tocado ya?

- Sí, por eso se han ido.

- ¡Pues yo también me voy!

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[1]

Hasta 1883 existió el de la familia Encala da en su casa solariega, Agustinas 34, ángulo Sur este con Ahumada. Volver.

[2]

Los caballeros iban ellos mismos a buscar el pescado y, aunque llevaban criados, arrastraban ellos mismos el pescado, con sus bastones por rumbo. Volver