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Diarios, Memorias y Relatos Testimoniales
Recuerdos de Treinta Años (1810-1840)
XXII. Las Últimas Elecciones Bajo el Gobierno Pipiolo

En 1829 tuvieron lugar las elecciones generales en la República y los dos partidos, pipiolo y pelucón, se disponían a dar una batalla decisiva, que venía preparándose desde cinco a seis años atrás, tiempo en que habían nacido ambos partidos con esos nombres.

Por la primera vez en Chile se organizaron y presentaron en público sociedades políticas. La más seria y numerosa fue la que formaron los pipiolos, amigos del general Pinto, Presidente de la República a la sazón.

Se reunía en público, en el gran salón en que la primera y verdadera sociedad filarmónica que hubo en Santiago daba sus conciertos, en la calle de Santo Domingo, en la casa que ahora ocupa la familia Fernández Recio, dos cuadras al oriente de ese templo.

El tiempo que duró aquella sociedad tuvo como único presidente a don José María Novoa, abogado y hombre público, notable por más de un concepto. A principios del tercer decenio de este siglo, y aún antes, había tomado parte, tanto en Colombia como en el Perú, a pesar de ser chileno, en importantes acontecimientos. El año 23, si no estamos equivocados, desempeñó el Ministerio de la Guerra en el Gobierno de Riva Agüero.

Llegado a Chile durante el Gobierno del general Freire, fue nombrado Ministro del mismo ramo, de cuyo cargo se retiró de un modo ruidoso. En las Cámaras posteriores a ese Gobierno ocupó un lugar distinguido, y más de una vez las presidió con notable habilidad. De fácil palabra y de voz magnífica, era escuchado con agrado, aún por la indomable barra de entonces, que no le era adicta y que no habría tenido la mansedumbre de desocupar la sala con la resignación que ahora lo hace. Aquellos concurrentes no habrían tolerado impasibles que por un aplauso, dado al fin de una votación, se les llamara, como hace poco, por el Presidente del Senado: Badulaques... (Nos tocó la rociada).

Se discutía, en una sesión nocturna, un asunto de gran interés de partido, y la discusión estaba agotada. En ese apuro se acerca un diputado pipiolo al señor Novoa, que presidía, y en voz baja le dice: “Estamos perdiendo por un voto, y se ha mandado buscar a Urízar”. Novoa sacó con disimulo el reloj, y fingiendo que tosía, contestó en el mismo tono: “Busquen a otros; yo hablaré más largo que antes”

Así sucedió, y más de media hora después, cuando llegó el señor Urízar, moribundo y entre dos personas, que lo conducían del brazo, el señor Novoa resumió con toda calma su discurso, hizo votar y la cuestión se ganó por un voto. El Urízar de que se trata es padre del señor Urízar Garfias, muerto hace poco.

El partido pelucón no se reunía como sociedad política, pero el coronel don Enrique Campino formó en la calle de las Monjitas una sociedad numerosa, dividida en tres secciones: la primera, de personas importantes; la segunda, de individuos de menos categoría; y la tercera, de artesanos. Estas secciones se comunicaban y entendían por medio de comisiones respectivas.

En esta sociedad había gran número de empleados de todas categorías y aún oficiales subalternos del ejército, que trabajaban en público y abiertamente con los enemigos del Gobierno. En estas filas era el más asiduo el capitán entonces y más tarde general Vidaurre. Aún no se había convertido a los empleados públicos en ciegos instrumentos de opresión, y esto explica la admiración que causó hace poco la conducta digna y enérgica del señor don Pacífico Jiménez, que renunció su gobernatura de Linares antes que prestarse a servir de máquina de elecciones, como se lo exigía el Ministro Altamirano.

El partido pelucón formó o fomentaba una gran sociedad de artesanos, que, como la anterior, era notoriamente hostil al Gobierno.

Las elecciones fueron en su mayor parte favorables a éste, ¡pero la oposición estuvo representada en las Cámaras, en las Municipalidades y en las asambleas provinciales por un número respetable de sus adeptos!

Cuando decimos que el triunfo, en su mayor parte, fue de los amigos del Gobierno, no debe creerse que éste prescindiera del todo de tomar una parte en las elecciones, como había sucedido en el Gobierno del general Freire: la intervención asomaba ya la cabeza; pero ni como sombra de lo que se vio después, y mucho menos de lo que ahora vemos, que por sus excesos debe ya tocar a su fin, si es cierto que los extremos se tocan. Los destinos de Chile no habían caído aún en manos de abogados sin pleitos, de médicos sin enfermos y de covachuelistas, que por su número y sueldos son una amenaza a la fortuna pública y privada de nuestra patria.

Al principiarse esas elecciones, principiaron también las maniobras preparadas de antemano. Los pelucones no llamaron la atención pública por su actividad y disciplina. Por este motivo sólo daremos cuenta de la organización y maniobras del partido pipiolo, dirigido por el señor Novoa.

Se nombraron, entre otras, tres comisiones, que debían funcionar incesantemente alrededor de las mesas receptoras; estas comisiones tenían los títulos siguientes: Comisión Negociadora, Comisión Apretadora y Comisión Arrebatadora.

Pocas palabras explicarán el respectivo objeto de estas comisiones. La negociadora se empleaba en la compras de calificaciones y del voto, si se podía, de los que se dirigían a votar; la apretadora, muy numerosa, en impedir acercarse a la mesa a los enemigos. Cuando estos medios eran insuficientes, la arrebatadora ponía en ejercicio su título en el momento en que el votante sacaba su calificación.

El que arrebataba una calificación debía, para evitar reclamos y alboroto, abandonar inmediatamente la mesa en que lo había hecho, y dirigirse a otra de la parroquia más inmediata, de donde venía al momento su reemplazante.

Estas comisiones, compuestas únicamente de partidarios decididos, algunos de ellos de cierta representación, ejercían sus funciones de preferencia con individuos de menor cuantía. No habíamos llegado a los felices tiempos en que la policía de seguridad y, sobre todo, la policía secreta suministraran el personal que debe facilitar o impedir la emisión del sufragio de los ciudadanos, que a veces tienen que luchar con bandidos de quienes es preciso defender el reloj, el pañuelo y aún el sombrero. Esos mismos bandidos han amenazado más de una vez la seguridad pública, cuando, llegada la noche, al volver al cuartel de policía y desnudarse del disfraz, no se les ha pagado su trabajo pronta y debidamente.

Para el acto de votar no se exigía entonces la comparecencia del sufragante. Cualquier individuo podía votar por una o más personas con sólo exhibir las calificaciones respectivas. Esto daba lugar a que algunos se presentaran a votar por otros con abultados paquetes de calificaciones, que eran admitidas sin la menor dificultad.

Este sistema era menos complicado y más económico que el usado en el día, pues una vez comprada la calificación, no había que dar nueva gratificación al digno ciudadano que la vendía, mientras ahora hay que pagarle dos veces: cuando la vende y cuando vota[1].

Terminada la elección, que entonces duraba dos días, se hacía el escrutinio en el último. Las cajas que contenían los votos quedaban depositadas durante la primera noche en un lugar público y cerrado, sobre una mesa bien alumbrada y vigilada por comisiones de todos los partidos.

La caja de la parroquia de la Catedral se depositó esta vez, como siempre, en una pieza del poniente del pórtico de la cárcel, sobre una mesa separada de la calle por el grueso de la muralla, con la ventana abierta y con las luces consabidas.

Recién colocada allí la caja, don Cayetano O’ Ryan, entusiasta pipiolo, se introdujo en ese cuarto sin ser visto por los cuidadores, por una puerta lateral que se abrió para él solo; en seguida, y gateando para no ser visto de aquéllos, se colocó tras de la mesa, cubierta en gran parte por la caja. Permaneció allí más de una hora sentado o de rodillas alternativamente. En ese tiempo se ocupó en introducir por una rendija casual o a propósito, valiéndose de un cuchillo, trescientos votos pipiolos.

Concluida esta operación, y al pasar cerca de los Argos que desde la plaza cuidaban la mesa, les dijo: “No hay que descuidarse; el que pestañea pierde”. Nadie conoció la ironía del consejo hasta muchos días después, en que la maniobra se hizo pública.

Grande fue el asombro de los comisionados pelucones que, según sus apuntes, ganaban en esta mesa por más de cien votos, al ver que en el escrutinio perdían por más de doscientos...

La conducta hipócrita y de aparente prescindencia de aquel Gobierno no lo libró de la responsabilidad que sobre él recayó por los abusos cometidos por sus partidarios. Algunos meses después, partidarios y Gobierno vinieron a tierra para no levantarse más.

El temor a una revolución en esos tiempos no era, como en el día, un medio de Gobierno, por las numerosas y aventuradas especulaciones que ahora pueden verse comprometidas a la menor amenaza de un trastorno político.

El ilustre Infante, que no era economista ni profundo político, decía en ese tiempo: “El día en que el Gobierno consiga formar un banco que esté a sus órdenes, tendrá un instrumento más de opresión”.

Si hubiera vivido hasta nuestra época habría visto que, para que esta clase de instituciones hagan pusilánimes a los hombres, no se necesita que estén a las órdenes de un Gobierno. La mayor parte de los que tienen papeles preferirían el peor de los Gobiernos a una revolución que cure los males radicalmente. Por lo demás, los repetidos empréstitos del Gobierno han realizado los temores de aquel gran patriota.

Esto lo sabe el Gobierno, y porque lo sabe no teme cometer ninguna clase de atentados, seguro de la impunidad.

Luis Blanc hace una observación que debe meditarse. Sus palabras son más o menos las siguientes: “Cuando la Francia sufrió la mayor desgracia que puede sufrir una nación, la invasión extranjera, los papeles de banco subieron...”

El adusto socialista nos trae a la memoria a una persona que no se le parece.

En los primeros años de nuestra revolución había en Santiago un comerciante, don Roque Huici, cuyo principal negocio era de azúcar y yerba. El primer artículo sólo venía del Perú, así como la yerba no venía más que de la otra banda. Ambas remisiones cesaban alternativamente, según los sucesos de la guerra, por las incomunicaciones consiguientes. Cuando a don Roque le preguntaban algo sobre las noticias que corrían, contestaba: “La única noticia que yo sé es que si gana el Rey, baja la [sic] azúcar y sube la yerba; y si gana la patria, baja la yerba y sube la azúcar” 

Con raras excepciones, cada uno de los que tienen papeles en el día puede llamarse don Roque.

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[1]

Dos o tres horas antes de concluirse la votación del último día, los vocales de la mesa de la Catedral, a quienes se les habían concluido sus calificaciones, determinaron, de propia autoridad, que todo el que quisiera votar con calificación ajena, debía acompañarla con el poder del propio dueño. Como esto era imposible en la práctica, se reclamó, pero inútilmente, y no hubo más remedio que inventar poderes a nombre de los dueños de las calificaciones. Esta operación duró más de dos horas, de modo que cuando se presentaron los apoderados, la mesa cesaba en sus funciones dejando en poder de la oposición gran número de esos papeles inútiles. Volver.