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Diarios, Memorias y Relatos Testimoniales
Recuerdos de Treinta Años (1810-1840)
XXI. La Caída de O'Higgins. 28 de Enero de 1823

Los episodios de este acontecimiento que vamos a referir no tienen más interés que ser desconocidos o no publicados, que nosotros sepamos, hasta hoy por nuestros historiadores.

Omitimos varios hechos con ellos relacionados, por no considerarlos necesarios, o porque son generalmente conocidos

El antiguo batallón de la Guardia de Honor se había elevado a regimiento por el aumento de fuerzas que últimamente había recibido. Era su jefe el bizarro coronel argentino don Luis Pereira, y segundo, el sargento mayor don Manuel Riquelme, tío materno de don Bernardo O’Higgins.

El día arriba mencionado se había dado orden en el regimiento para que nadie saliera del cuartel, situado en San Agustín. Después de mediodía se colocó en la torre del norte de la iglesia un piquete a las órdenes del capitán inglés Young, con orden de hacer fuego al mismo Director si se acercaba al cuartel.

A las cuatro de la tarde se vio a un grupo que de la Plaza de Armas se dirigía a ese punto por la calle del Estado. El coronel Pereira, que reconoció en aquel grupo al Director, que montaba un magnífico caballo y era seguido del mismo modo por sus cuatro edecanes, como única escolta, mandó al ayudante don Justo Arteaga, ahora general, que se adelantará y pusiera en su conocimiento la orden que le impedía pasar adelante. Esta orden fue comunicada a media cuadra del cuartel. El Director, sorprendido con desagrado al oírla, hizo, por medio del mismo señor Arteaga, llamar al coronel. Este vino, y; al acercarse, don Bernardo le dijo: ¡Coronel vuelva usted a su cuartel!

Pereira obedeció, acompañándolo hasta allí.

Poco después salía el regimiento en dirección a la Plaza de Armas, con O’Higgins y Pereira a la cabeza. Formó en batalla en el costado del poniente, y allí, paseando a su frente, permaneció recibiendo atentas y casi suplicantes invitaciones de la reunión que lo esperaba en el gran salón del Consulado, para que se presentara en este lugar.

Para doblegarlo se acudió a influencias increíbles. No sólo se solicitó el empeño de su señora madre, que se negó a intervenir, sino también al de su antiguo Ministro Rodríguez, a quien la opinión pública culpaba de los odios que el Director había llamado sobre su persona. El ex Ministro prestó gustoso y con buen éxito este servicio que con urgencia se le pedía; pero esto no lo libró de ser, pocos días después, arrastrado a una prisión...

O’Higgins cedió al fin, y, acompañado de su escolta, a la que había dado un nuevo jefe momentos antes, llegó a la plazuela de la Compañía, ahora de O’Higgins. Dejó la tropa en las gradas de la iglesia, situadas como a cuarenta metros frente al Consulado, y casi solo se dirigió a este lugar, al que con trabajo pudo penetrar, por la numerosísima concurrencia que lo ocupaba.

Con raras excepciones, todos los presentes estaban armados y en actitud amenazante. Su exaltación había subido de punto al saber las palabras despreciativas con que el Director se había expresado ante las comisiones que se le habían dirigido. Muchos de los que lo vieron entrar no creyeron verlo salir. La escolta, que quedaba muy distante, no era una garantía de su vida. Esto hizo que el célebre actor argentino Morante, recién llegado a Chile, al verlo entrar exclamase en alta voz: “¡No espero ver más ese hombre!”

El tono y ademanes insultantes, que no le abandonaron en toda la conferencia, provocaron la ira del doctor Vera hasta recorrer el salón repitiendo a media voz: “¡La cesarina, la cesarina!” Esta provocación al asesinato era tanto más grave cuanto se hacía al fin de día, casi en la oscuridad, por la suma escasez de luces que alumbraban el salón.

Felizmente, si allí había gran número de enemigos que tenían mucho de que vengarse del Director, no había, a pesar de lo que se ha dicho, ningún asesino.

Antes de las nueve de la noche, y después de haberse despojado de las insignias del mando, se retiró, en medio de vivas atronadores, dando el brazo a don Antonio Mendiburu, en cuya casa, al poniente del Consulado, vivió los pocos días que permaneció en Santiago, antes de su salida para Valparaíso [1].

A poco de haber salido O’Higgins del Consulado, la Guardia de Honor y la escolta se recogieron a sus cuarteles. Algunos pocos oficiales y soldados de los dos batallones de infantería de que constaba la guardia nacional de Santiago, que con gran trabajo se habían reunido en el cuartel de San Diego, y una de artillería, a las órdenes del coronel don Francisco Formas, que se había pronunciado por la revolución, permanecían en actitud hostil contra la Guardia de Honor, pero sin moverse de su cuartel. Después de entrada la noche, los artilleros habían hecho desde ese punto disparos por alto contra el cuartel de San Agustín, pero sin ningún resultado.

La oficialidad de la Guardia, casi en su totalidad, era adversa al Director, con solo cinco excepciones, contando entre ellas al capitán de cazadores don Joaquín Arteaga, hermano del ayudante de que hemos hablado. Esta compañía se hacía notar por su disciplina; por su fuerza, 120 hombres, y por su jefe, de conocido valor.

Este oficial, partidario entusiasta de O’Higgins, no había podido mirar con indiferencia las provocaciones de los artilleros, y al recogerse al cuartel con su compañía pudo, sin llamar la atención, sacarla y tomar la dirección de San Diego, de donde habían salido los disparos, con la intención poco disimulada de contestar aquel insulto.

Felizmente, el coronel Pereira supo a tiempo lo que sucedía y corrió a impedirlo, persuadiendo con palabras cariñosas al capitán Arteaga a volver a su cuartel. Sin este incidente, ¡quién sabe qué rumbo hubieran tomado, a menos por corto tiempo, los acontecimientos! En esos momentos, obraba, tanto en la tropa como en el pueblo, una reacción o’higginista.

Los escritores que hemos leído sobre este suceso están más o menos de acuerdo en elogiar con entusiasmo el valor heroico del pueblo de Santiago en este día. Aunque no hubiéramos presenciado los hechos, la lectura de esos escritores bastaría para persuadirnos de parte de quién estuvo el valor.

Los señores don José María Guzmán y don Fernando Errázuriz, que en esa ocasión desplegaron rara energía, no ignoraban que en esos momentos el Director no contaba con más apoyo que el de su espada, pues la Guardia de Honor, además de los compromisos privados de casi toda su oficialidad, había empeñado su palabra públicamente, por medio de su jefe, de no hacer armas contra el pueblo [2].

En cuanto a la escolta, desmoralizada con el cambio violento de su antiguo jefe, hecho en esos momentos en un militar de mérito, pero extraño al cuerpo, contaba con varios oficiales mal dispuestos.

No necesitamos decir que los señores Pereira y Merlo, también argentino, y jefe de la escolta, depuestos por el Director por su decisión por el pueblo, recibieron muy pronto el pago republicano: el que sirve a muchos, a nadie sirve, dice Rousseau.

Uno de nuestros más notables historiadores ha dicho, al narrar estos sucesos: “El 28 de enero es una fecha que el vecindario de la capital puede escribir con letras de oro al lado del 18 de septiembre de 1810”.

Estamos de acuerdo en cuanto a la identidad de ambos acontecimientos, pero diferimos respecto al metal en que deben hacerse las inscripciones. Pensamos que la hipocresía y el miedo del 18 de septiembre y el miedo y la hipocresía del 28 de enero pueden  inscribirse en letras... de plomo.

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[1]

La en que estuvo la Caja Hipotecaria, al Sur de la Plazuela de la Compañía, formando ángulo con la de la familia Guzmán. Volver.

[2]

Guzmán, siendo a la sazón Intendente (la Intendencia estaba en el actual Palacio Arzobispal), reunió a todos pelucones y a los jóvenes de importancia, y con todos, se dirigió al Consulado. Volver