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Diarios, Memorias y Relatos Testimoniales
Recuerdos de Treinta Aņos (1810-1840)
XX. Santiago, Los Talaveras y San Bruno. Doce de Febrero de 1817

A mediodía del 12 de febrero de 1817 se declaró derrotado el ejército español, mandado por el coronel de Talaveras don Rafael Maroto, que no alcanzó a reunir en el campo de batalla 1.500 hombres, porque las estratagemas de San Martín, dirigidas desde Mendoza, habían tenido engañado a Marcó acerca del punto por donde sería invadido Chile por el ejército de los Andes. La infantería, en su mayor parte, fue muerta o prisionera, por el gran despoblado en que tuvo lugar la batalla, y por ser perseguida en su derrota por cinco escuadrones de caballería, intactos y perfectamente montados.

Los primeros rumores del triunfo de los patriotas se empezaron a difundir en Santiago entre cuatro o cinco de la tarde, pero los realistas tuvieron cuidado de desfigurarlos, hasta atribuirse la victoria. Sólo a las ocho de la noche para nadie era dudoso que el triunfo era de San Martín.

A esas horas se mandó iluminar la ciudad, y todo el mundo, con deseos opuestos, ocupaba las puertas de calle, pero sin que nadie se atreviera a comunicarse con sus amigos o vecinos en voz perceptible. El miedo todo lo dominaba, a pesar de que los terribles Talaveras no dejaban, por su ausencia, oír sus amables interjecciones, que habían formado escuela en muchos chilenos, y que desde entonces se nos han hecho familiares.

A las once, puede asegurarse que había desaparecido de Santiago toda autoridad alta y baja, pues no sólo habían abandonado la ciudad los militares y empleados civiles, sino también gran número de españoles y chilenos partidarios de aquel Gobierno y más realistas que el rey.

A medianoche la ciudad era un desierto. A esta hora nos dirigimos con gran cautela a la plaza de Armas, donde advertimos un grupo movedizo en la puerta del palacio de Marcó, que ha sido retocado hace poco por el Intendente Vicuña Mackenna.

Al acercarnos a este edificio notamos gran cantidad de pueblo que entraba y salía. Penetramos allí y tuvimos la agradable sorpresa de ver que aquellos ciudadanos, que entraban con las manos vacías, o cuando más, con un cabo de vela encendido, se retiraban con algo que había pertenecido al Presidente prófugo.

Mentiríamos si dijéramos que oímos disputa o siquiera discusión sobre la propiedad de algún mueble o utensilio, en que tanto abundaban los numerosos salones, cuartos y aun patios de palacio; cada uno se apropiaba lo que encontraba a mano o más le convenía, y se retiraba muy tranquilo. Aquello parecía una escena de sordomudos perfectamente ensayada, y nos dio una idea de lo que después leímos en Chateaubriand: lo que es el orden en el desorden; y no hay que olvidar que allí había gran número de niños, y sobre todo de mujeres, que nuestros lectores calcularán que no eran las menos activas.

Al retirarnos pasamos por el cuartel de Dragones, que era el mismo que en la calle del Puente es ahora cuartel de bombas. Allí se repetía una igual repartición del magnífico vestuario de la tropa de caballería que antes lo había ocupado.

No crean nuestros lectores que en aquel tiempo ese cuartel era, como lo fue más tarde, cuartel de la escolta; no, señor: los Presidentes godos Carrasco, Osorio y Marcó no usaban escolta; el pobre Chile no hacía este enorme gasto que, unos por lujo, otros por miedo, y algunos por miedo y lujo, han hecho inseparable de su importante persona; aquéllos se paseaban por las calles de Santiago, de día y de noche, sin más acompañamiento que una o dos personas, generalmente inofensivas.

Don Bernardo O’Higgins con su escolta plagió a San Martín, que la trajo a Chile. San Martín había plagiado a Napoleón, que se la organizó en las primeras campañas de Italia a consecuencia de haber estado en peligro de caer en manos de una partida austriaca.

La tal escolta se convirtió más tarde en un verdadero ejército, que llegó a tener 25.000 hombres de las tres armas, y se llamó la Guardia, que según algunos historiadores, causando celos en el ejército, no prestó servicios equivalentes a los sacrificios que imponía.

Parece que ésta es enfermedad de todas las escoltas. El año 28 se vio en el llano de Maipo correr a la escolta del Presidente Pinto al solo amago de los granaderos, revolucionados por don Pedro Urriola, dejando el camino hasta Santiago sembrado de corazas y morriones de acero. Quedó entre esos despojos el sombrero del Presidente, que llegó a palacio en cabeza, donde fue recibido por el loco Pardo, que lo apostrofó en presencia del pueblo con estas palabras: “Príncipe mío, ¿quién os ha arrebatado vuestra corona?”

El 20 de abril del 51 la escolta del Presidente Bulnes hizo algo peor en la calle del Estado, seguida por un roto que la amenazaba con un fusil... sin llave.

Después de esta digresión, que hemos alargado por complacer a ciertos amigos que nos tachan de lacónicos, y sobre todo al señor W. M., volvemos a nuestra narración.

Al siguiente día, 13 de febrero, fueron saqueadas muchas tiendas de comercio, y con preferencia la administración del estanco. Esa noche se esperaba el diluvio; pero una pequeña partida de caballería, a las órdenes del más tarde célebre Aldao, y, algunas horas después, el Regimiento de Granaderos a caballo, volvieron la tranquilidad a los ánimos.

Se ha hablado mucho del odio que el pueblo de Santiago tenía a los Talaveras, que jamás dejaron esta ciudad. Quizá se confunde el odio con el miedo. Según el señor Amunátegui, cuando después de Rancagua entró en Santiago el ejército real, no había en las puertas de calles menos de seis mil banderas realistas. En otro escrito hemos hablado de este entusiasmo por el rey. El mismo autor dice: “Al pasaje de cada batallón, desparramaban de los balcones grandes azafates de flores, y algunos altos personajes, arrebatados por su entusiasmo, arrojaban puñados de dinero, que los soldados en su marcha no se detenían a recoger”.

A la entrada de los vencedores de Chacabuco, que fue por la Cañadilla y calle del Puente, no recordamos haber visto ni una sola bandera, y lo que es flores, y sobre todo dinero, ni la sombra. Los altos personajes que cita el historiador nos recuerdan que uno de esa altura y gran patriota, que después alcanzó los más altos puestos en la República, mandó de regalo a Osorio, la víspera de la batalla de Maipo, un magnífico caballo con herraduras de plata. No fue éste el único obsequio que recibió Osorio.

Como en el ejército real no venía más banda de música que la detestable del Batallón Chiloé, los Talaveras suplieron esta falta para celebrar su triunfo. A poca distancia, y frente a la cárcel, circunstancia significativa, se armó un tabladillo, que muy luego y a toda hora del día y de la noche se llenó con gran número de cantores y guitarristas que, de este batallón, se reunían en alegre algazara a cantar tonadas españolas, que se oyen por todo el mundo con gusto por sus graciosas y agradables melodías.

El pueblo gustaba mucho de esta música, y esto dio a los Talaveras cierta popularidad. Los versos de esta música, poco edificantes, eran interrumpidos con gritos y aplausos del mismo género. Entonces, y por primera vez, se oyó la eterna cachucha que ha dado la vuelta al mundo. Recordamos una de esas tonadas y algunos versos, de los que ponemos aquí una estrofa, la más pulcra:

Se quería coronar

El maldito de Carrera,

Ya le pondrán la corona

Si no se va a la...

Estos filarmónicos de nuevo género eran innumerables, hasta el caso de que a cualquiera hora, al pasar por los cuerpos de guardia, se les oía cantar en coro acompañados por la inseparable guitarra.

Este batallón de quinientas o seiscientas plazas se hacía admirar del público por el lujo de su uniforme, muy variado, por la elegancia, soltura y uniformidad de su marcha, y hasta por el movimiento lateral de los fusiles.

En el día esto no llama la atención; pero la llamaba entonces, al comparar estas tropas con nuestros reclutas, que de ordinario salían, por las exigencias de la guerra; sin la menor instrucción y sin saber ni siquiera marchar medianamente. A esto hay que agregar una circunstancia que vale mucho: la buena figura, poco común, por no decir rara, en nuestros soldados.

Al principio alojó el batallón en la Plaza de Armas, en el antiguo palacio de los presidentes, por no haberlo ocupado Osorio. La lista de la tarde tenía lugar en la misma plaza, donde solían ejecutar algunas maniobras al son de una magnífica banda de tambores, pífanos y cornetas, que por primera vez se oían en Santiago.

Los Talaveras tenían un privilegio sobre todo el ejército real: salir a la calle, aún sin estar de servicio, con su bayoneta al costado. Esto, la predilección con que los miraban el Gobierno y sus partidarios, españoles y chilenos, y hasta el sueldo, muy superior al del resto del ejército, les daba una decidida superioridad sobre él. Esta superioridad la reconocía el público, dando hasta a los soldados rasos el tratamiento de don. No sólo los oficiales, sino aún los individuos de tropa, eran admitidos en ciertas familias aristocráticas, y más de un sargento casó en ellas [1]. Si el temido San Bruno hubiera querido hacer otro tanto, podría haberlo efectuado en alguna de esas familias, donde era recibido con gran cariño. En una de ellas lo trataban con tal confianza, que un día le pusieron en el sombrero sobre la escarapela realista otra patriota, con la que, sin advertirlo, atravesó gran parte de la ciudad. [2].

Se habla también del odio que el pueblo profesaba a San Bruno: esto tiene su explicación.

A los asesinatos cometidos en la cárcel de Santiago, a principios de 1815, a que prestó feroz y activa cooperación, debe agregarse que era, puede decirse, la única policía de la ciudad, y ya pueden calcular nuestros lectores, por lo que se ve aún en el día, cuánto sería el cariño que el pueblo podría profesarle. Algunos años más tarde, y en el Gobierno de Pinto, un Intendente de Santiago, que por su cargo desempeñaba algunas de las funciones que ejercía San Bruno, y que era el hombre más benévolo que hemos conocido, don Rafael Bilbao, alcanzó el alto honor de que se le llamara Arranca Brazos, en recuerdo de un famoso esbirro que el pueblo recordaba con horror. Su celo por cumplir con sus deberes le adquirió... este título.

San Bruno representaba cuarenta años. Era de estatura mediana, de nariz aguileña, color algo sanguíneo y de vientre abultado; de ojos muy vivos y de mirada alegre, casi risueña. Empezaba a perder el cabello, pero tenía bigote abundante y rubio.

Los Gobiernos de Osorio y de Marcó duraron veintiocho meses, y en todo este tiempo nadie en Chile entero concibió ni siquiera un proyecto revolucionario. El general Sebastiani podría haber dicho entonces con más verdad que en las cámaras francesas más tarde: la paz reina en Chile... Nadie ignora que los asesinados en la cárcel de Santiago, que hemos mencionado, no tuvieron más delito que el deseo inofensivo de recobrar su libertad. En toda nuestra historia revolucionaria sólo hay un hecho parecido, aunque más horrible por sus circunstancias y proporciones: el de Chiloé, doce años después, bajo un Gobierno liberal, y que, según nos parece, hemos sido los primeros y únicos en referir en nuestros Recuerdos de Treinta Años.

Como prueba del temor que inspiraban los Talaveras, copiaremos otro acápite del historiador que ya hemos citado:

“Las primeras ocasiones que le tocó salir de patrulla (a San Bruno), visitó las chinganas, donde se agrupaba el populacho (y también la gente decente), y aunque casi solo, arreó con el sable a los infractores de los bandos con tanta facilidad como un pastor su rebaño”. ¡Lo que sigue, como otros muchos datos del historiador, no lo transcribimos... por vergüenza!

Referiremos, por último, un hecho que presenciamos.

Al siguiente día de la batalla de Chacabuco nos dirigíamos del oriente de la calle de Santo Domingo a la Plaza de Armas. Al llegar a aquella iglesia nos sorprendió la presencia de un soldado de Talavera que venía como de la plaza ya citada, vestido con tal esmero y limpieza, que parecía salir en ese momento de casa de su lavandera. Traía el fusil terciado al hombro y marchaba con un aire y confianza admirables. Serían las seis de la mañana.

Numeroso pueblo caminaba en dirección opuesta; pero al acercarse a él todo el mundo cambiaba de vereda, dejándolo marchar solo por la que llevaba. Eso sí, cuando se alejaban de este raro personaje, repetían sucesivamente y a gritos: ¡Quítenle el fusil! Detuvimos nuestra marcha, y a las tres o cuatro cuadras lo perdimos de vista sin que nadie se le acercara.

Lo cierto es, aunque parezca extraño, que entonces había, y aún se conserva, cierta predilección por los españoles, que no es menos efectiva, a pesar del calificativo de godo, que ha perdido su odioso significado.

Nadie habrá olvidado lo que sucedió con los prisioneros de la Covadonga. A su llegada a Santiago fueron abundantemente obsequiados por familias respetables con toda clase de refrescos. Esto es noble, pero no lo habría sido menos si las personas obsequiosas hubieran tenido presente a la escolta que los custodiaba, que en estos días no tuvo más refrigerio que el agua de la pila inmediata, que entonces no era potable...

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[1]

Don Antonio García Aro, con doña Tadea Reyes y Saravia. El sargento volvió a España y alcanzó a jefe durante la guerra carlista. Volver.

[2]

La familia Arlegui que vivía en la plaza. Volver