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Diarios, Memorias y Relatos Testimoniales
Recuerdos de Treinta Años (1810-1840)
XIX. Los Chismes y la Historia. Rectificaciones a la Memoria Chile Bajo el Imperio de la Constitución de 1828

“Toda buena crítica histórica descansa sobre dos fundamentos; los testimonios y la verosimilitud”.
Thiers.

Después de escrito este artículo hemos caído en cuenta de que, versando todo él sobre la revolución de 1829, “la más grande después de la de la Independencia”, debíamos decir algo, aunque someramente, sobre el estado del país al tener lugar aquel acontecimiento que tanto ha influido en la suerte de nuestra patria.

Pero no estando seguros de hacer con acierto estas apreciaciones y temiendo alargar este escrito, acudiremos a unas pocas palabras que decíamos en el número 5 de La Estrella de Chile, a propósito de aquellos tiempos:

“En cuanto a nosotros, recordamos aquella época, sin reticencia, como la más feliz de nuestra vida. Vivíamos en perpetua excitación por la frecuencia de sucesos variados e interesantes, aunque no felices para Chile.

“Nuestra primera diligencia entonces era, al salir de nuestra casa, dirigirnos a la Plaza de Armas, a saber noticias, y pocas veces perdíamos nuestro viaje; pues, cuando no había novedad en Santiago, las provincias se encargaban de suplir esta falta. ¡Qué época aquélla!”

Algunos apreciables amigos nos han puesto en un tácito compromiso con los lectores de nuestros Recuerdos de Treinta Años. Ellos han llevado su amabilidad hasta anunciar por la prensa que nos ocupábamos en compaginar algunos artículos que debían formar la “segunda parte” de aquella publicación.

Nos hallamos, pues, en el caso de no ser descorteses, y hemos emprendido este trabajo, que para otros sería un juguete.

El material de que para esto disponíamos era poco abundante, y a fin de formar un pequeño volumen, nos hemos visto en la necesidad de recurrir a las vejeces que conservamos en nuestra memoria, o a los escritos de personas que nos recuerdan hechos antiguos, que hemos presenciado y sabido en el momento en que tenían lugar.

Pero como estos hechos los sabemos en muchos casos de distinto modo del que son referidos en esos escritos, nos hemos tomado la libertad de rectificar (no encontramos otra palabra para expresarnos) algunos de ellos.

Entre las publicaciones a que nos referimos, se encuentra una Memoria escrita por el señor don Federico Errázuriz, actual Presidente de la República, que emprendió esta obra por encargo del señor rector de la Universidad, dejando a la elección del escritor el tema de ese trabajo.

El autor tituló su Memoria: Chile Bajo el Imperio de la Constitución de 1828.

Este libro nos fue obsequiado, a solicitud nuestra, por un deudo inmediato del señor Errázuriz.

Nos llamó la atención desde luego su marcada parcialidad, no sólo en las apreciaciones, sino también en el modo de referir los sucesos. Las repetidas manifestaciones de odio al partido pelucón y de tierno cariño al partido pipiolo, atendidas las circunstancias del autor, nos parecieron, por lo menos, inverosímiles por su excesiva exageración.

Sea de esto lo que fuere, lo que ahora hemos hecho no ha sido más que dar mayor extensión a los apuntes que entonces hicimos al margen del libro de que ahora se trata, no por defender al partido pelucón, al que no pertenecíamos ni podíamos pertenecer, sino en obsequio de la justicia y de la verdad.

Por espacio de treinta años formamos de último soldado en las filas liberales, no tanto a título de liberales, sino a título de opositores, porque, por instinto y aún antes de haber leído a Chateaubriand, practicábamos su máxima: “La razón del más fuerte me ha hecho ponerme siempre de parte del más débil, porque no puedo soportar el orgullo de la victoria”.

El señor Errázuriz hace referencia, en la página 19 de su Memoria, a una escena que tuvo lugar en el salón principal del Consulado, dos o tres días después de haber entrado triunfantes en Santiago, julio de 1828, los cuatrocientos hombres que, al mando del coronel Urriola, habían derrotado al Vicepresidente Pinto en el llano de Maipo.

Con pasmosa credulidad, el historiador se hace eco de falsedades orales o escritas, que la más mínima atención habría sido suficiente para desechar.

En la página 20 dice:

“No es posible pasar en silencio un rasgo magnífico de este episodio revolucionario. En esos momentos de angustia para todos los corazones, los miembros de la asamblea provincial de Santiago juzgaron oportuno constituirse [en] mediadores entre el Gobierno y los revolucionarios. Reunidos, al efecto, en presencia del pueblo, en la sala de la asamblea, con comisionados de los amotinados, uno de éstos principió su discurso diciendo que no podía haber tratados entre vencedores y vencidos. Instantáneamente fue interrumpido por el ciudadano don Pedro Palazuelos Astaburuaga, que con esfuerzo poderoso exclamó: “¡El pueblo jamás es vencido! ¡Grito sublime de la inspiración! ¡Arranque espontáneo y generoso del alma, que, haciendo eco en todos los corazones y tocando sus fibras más delicadas y sensibles, fue repetido inmediatamente con profundo entusiasmo por millares de voces! Ese grito elocuente y solemne interrumpió y puso fin a la reunión, saliendo el pueblo de la sala a las aclamaciones ardorosamente repetidas: “¡El pueblo no está vencido! ¡El pueblo jamás es vencido!”

Todo este ditirambo está fundado en un hecho o, más bien, en una palabra inventada por los amigos de aquel Gobierno al día siguiente del suceso. Ya que la falta de atención no ha hecho sospechar al escritor el embuste, nosotros, que estábamos presentes, referiremos el hecho tal como fue.

Los tres comisionados por los revolucionarios para entenderse con la asamblea provincial fueron don José Miguel Infante, don Nicolás Pradel y don Manuel Magallanes.

El primero que tomó la palabra fue el señor Infante. Principió por hacer cargos graves al Congreso, que funcionaba en Valparaíso. Este discurso fue, teniendo presente el estado de los ánimos, excesivamente largo e inconducente.

En seguida habló el señor Pradel, quien, con el fuego y energía que aún no ha perdido, dijo: “Se nos ha llamado para una transacción, a la cual yo no le encuentro una base razonable. ¿Qué transacción puede haber entre un vencedor y un vencido?” Estas palabras fueron interrumpidas por el señor Palazuelos con estas otras: “El Gobierno no está vencido”.

- Sí lo está - contestó Pradel.

- No lo está - replicó Palazuelos.

Cada cual de esta inmensa concurrencia, dividida en dos partidos, repitió, de estas palabras, la que más cuadraba a su opinión.

Quien no está cegado por el espíritu de partido conoce que el vencido a que se refería el señor Pradel no era ni podía ser otro que el Gobierno, que acababa de ser derrotado, y no el pueblo, que no tenía para qué venir a cuenta.

Pero, aun cuando el pueblo hubiera sido vencido, cosa siempre difícil de comprobar, y que a veces sucede, por más que diga el historiador, no es el señor Pradel un necio para repetírselo, con insistencia, en sus mismas barbas.

Hace dos o tres años leíamos un escrito en que se mencionaba esta majadería. Con este motivo nos dirigimos al señor Pradel, residente como hasta hoy en Valparaíso, diciéndole que ya era tiempo de poner atajo a la repetida circulación de esta mentira. Este señor nos contestó: “Estoy tan acostumbrado a la falsificación de nuestra historia, dictada con frecuencia por la cocinera de casa, que ya nada de lo que se escribe me sorprende”.

A esto, y no más que a esto, queda reducido el grito sublime y elocuente repetido por millares de voces.

Continúa la Memoria: “Ciudadanos notables por sus antecedentes y recomendables por sus cualidades eran aquellos de que el Vicepresidente se había rodeado, llamándolos al servicio de los diversos Ministerios de Estado. Don Carlos Rodríguez, abogado de crédito, Senador y Ministro de la Suprema Corte de Justicia, manejaba la cartera del despacho en los ramos del Interior y Relaciones Exteriores”.

Un hecho, el primero que se nos ocurre, probará al lector cómo era tratado el señor Rodríguez por los mismos hombres a quienes prestaba sus servicios.

A mediados o a fines de 1827 aparecieron, después de mediodía, en el patio del Consulado, varios grupos de amigos del Gobierno, que en el espacio de dos horas aumentaban o disminuían alternativamente, hablando con reserva y en voz baja, a consecuencia de la entrada o salida de ciertos agentes que comunicaban a los grupos órdenes o noticias.

Al cabo de esas dos horas, esta reunión misteriosa concluyó por disolverse, dejando a los curiosos sin saber qué pensar de lo ocurrido.

En la noche de ese día circuló en el público que aquello había sido un proyecto de poblada, organizada por el Gobierno para pedir la caída del Ministro del Interior, don Carlos Rodríguez, y la del juez de letras don José Gabriel Palma.

Es de advertir que el señor Rodríguez, cuando estalló la revolución de Urriola, no se separó un momento del lado del Presidente Pinto, desplegando gran valor y energía cuando los partidarios del éxito flaqueaban.

La poblada fracasó por falta de cooperadores, pero sirvió para dar a conocer qué clase de Gobierno tenía Chile. Muchos amigos le volvieron la espalda, los vacilantes se hicieron enemigos.

Este hecho, muy notorio entonces, lo leíamos algunos meses después, año 29, con minuciosos detalles, en uno de los primeros números de El Sufragante, periódico serio, redactado por don Manuel Gandarillas.

El señor Errázuriz, que carga de maldiciones al partido pelucón (este adjetivo se repite hasta el fastidio) cuándo, a su parecer, infringe la Constitución, sólo tiene disculpas cariñosas y aun elogios mal disimulados cuando menciona la enorme infracción cometida por el Presidente Pinto que, arrebatando sus facultades al Congreso, dio una amnistía de su propia autoridad, contra el texto expreso del artículo 46, inciso 13, de la Constitución de 1828.

Con este criterio, o más bien, con estos dos criterios, ¿puede esperarse imparcialidad y justicia en el historiador?

He aquí, pues, que la adorada Constitución del 28 tuvo como estreno una flagrante infracción. Por desgracia no fue la única.

El capítulo IV de la Memoria empieza con una digresión sobre los partidos de esa época, 1829, dando cuerpo a una sombra que llama partido monarquista y que tenía por jefe a don José Antonio Rodríguez Aldea, por haber sido secretario de Gaínza en 1813, sin recordar que este mismo godo había dado las pruebas más notorias de patriotismo, aun antes de ser Ministro del Director O’Higgins.

Si entonces había quien opinara por la monarquía, en el día no falta quien piense lo mismo, sin que a nadie se le ocurra decir que en Chile hay un partido monarquista.

Si el haber servido al rey es un motivo para ser calificado como monarquista, raro, rarísimo sería el hombre notable de ese tiempo a quien no pudiera llamársele godo. Pero el historiador ignora lo que todo el mundo sabe...

El folleto enumera seis partidos más o menos numerosos, pero todos ellos enemigos del Gobierno liberal ¿Qué tal Gobierno sería ése?

“Esos partidos necesitaban un jefe que manejase tantos elementos dispersos, haciéndolos servir de concierto al fin que se proponían. En un principio se lisonjearon con atraerse al general Freire, explotando los celos y sentimientos personales que abrigaba contra el general Pinto.”

No es ésta la única imputación ofensiva que el folleto hace al general Freire. A las pocas páginas más adelante dice, al dar cuenta de una junta de guerra a que asistió este general: “Freire creyó, o fingió creer”, etc. ¡De manera que, para el historiador, Freire era hipócrita y envidioso! Esto no se rectifica, y los elogios alegóricos que vienen en seguida no lavan esas injurias: “La alabanza se pone aquí para que pase la injuria, y el movimiento del incensario, para justificar el bofetón”.

Al dar cuenta de la reunión que tuvo lugar en el Consulado el 7 de noviembre de 1829, con pormenores inexactos, se hace una imputación deshonrosa al señor Prado Montaner, Intendente de Santiago en esa época.

La calumnia de que el historiador se hace eco ha tenido que ser confesada paladinamente ante los respetables y numerosos testimonios exhibidos por el señor don Francisco Prado Aldunate, hijo celoso de aquel funcionario.

Si el señor Errázuriz hubiera concretado en su escrito sus asertos, no sería ésta la única palinodia  que habría tenido que cantar.

La numerosa reunión del 7, compuesta de las personas más respetables de Santiago, menos una, “nombró una Junta de gobierno compuesta del general Freire, en quien residiría el mando de la fuerza armada; de  don Francisco Ruiz Tagle, y de don Juan Agustín Alcalde”. Estos dos señores habían hecho un notable papel en la revolución del año 10.

Ya verá, pues, el lector, que no en vano se lisonjeaban los pelucones contando con la decidida cooperación  del general Freire, que no habría sido nombrado sin su previo consentimiento.

“Libres ya de todo cuidado, levantaron un acta, en la que, después de diversos considerandos, que establecían las pretendidas infracciones de la Constitución...”, etc.

Entre estas pretendidas infracciones está la que el escritor confiesa, con ciertas reticencias, en la página 62: la célebre amnistía, y las que calla, como la de obligar al Congreso a reunirse en Valparaíso, a petición de la minoría pipiola, etc.

En efecto, el acta la dictó don Manuel Gandarillas, y la escribió don Manuel Cavada, que ocho años más tarde debía morir, mártir de su lealtad, al lado de don Diego Portales.

La reunión del Consulado nombró una comisión que pusiera en conocimiento del señor don Francisco Ramón Vicuña, que se decía Vicepresidente interino, que el vecindario de Santiago desconocía todas las autoridades, incluso la del mismo señor Vicuña, por su origen ilegal, y que acababa de nombrar una junta de gobierno, etc.

El señor Vicuña se negó a reconocer la junta, y los comisionados volvieron al Consulado a dar cuenta de lo sucedido. En vista de esta negativa, el concurso se dirigió a la sala de Gobierno, cuya entrada no pudo impedir la guardia.

“En el momento son invadidos el patio del palacio y las salas del Gobierno, y al bullicio de una gritería destemplada, mediante la cual cada uno pretendía hacerse oír y valer, el desorden aumenta y toma por momentos mayores proporciones. El señor Vicuña se negó a dar su dimisión, que era lo que se le exigía, y se retiró del salón.

“En este momento se oyen grandes gritos y fuertes voces que aclamaban al general Freire en las puertas de la plaza y de los patios del palacio. Efectivamente, se presentaba este personaje vestido de todas sus insignias, pues lo habían ido a buscar y lo traían los pelucones para valerse de su prestigio. Con su presencia se calma el tumulto, se restablece el orden e impera el silencio, donde poco antes reinaban la confusión y la algazara. En el exceso de su entusiasmo toman en brazos al general Freire, que fue conducido así hasta la sala de Gobierno por dos hombres aparentes por su corpulencia y robustez, el clérigo Meneses y don Agustín Larraín. Llegados a la sala y agobiados de fatiga, depositan éstos su carga en la silla presidencial, con tal precipitación, que quebraron a ésta los brazos.”

Trabajo nos ha costado llegar al fin de esta inverosímil y falsísima narración. En ella, como en muchas otras partes de la Memoria, está de manifiesto hasta dónde puede llegar una idea preconcebida y mal intencionada...

Esta misma idea no ha permitido dudar de nada al historiador. Dado el caso de que los dos Hércules hubieran podido salvar con su carga, y al través de largas escaleras, la gran distancia que separaba el patio de la silla presidencial, el general Freire, ¿habría permitido que se ajara su persona hasta ese extremo? La respetable reunión que acababa de elevarlo al más alto puesto de la República, y que tenía por él una especie de culto, ¿habría permitido, ni a pretexto de entusiasmo, tal ultraje? Pero está visto: infieles consultores han abusado de la credulidad del historiador, muy dispuesto a dejarse engañar.

Añadiremos aún otro dato, a saber: que de las doce o quince personas que aún viven y que tomaron una parte importante en esos acontecimientos, firmando el acta del 9 de noviembre, nos permitieron nombrar algunas que residen en Santiago, y que ni vieron ni oyeron, estamos seguros, hablar de la silla rota; son los muy respetables señores don Rafael Valentín Valdivieso, seglar entonces; don Manuel Montt y don Manuel Camilo Vial. Nos parece inútil nombrar otros.

En el mismo capítulo antes citado, párrafo Vil, dice la Memoria: “El motín popular del día 7 había sido, pues, de estériles resultados para sus autores”.

Uno de estos estériles resultados lo ha consignado el mismo historiador, dos páginas más adelante, diciendo, entre otras cosas: “El día 12 se trasladó el Gobierno a Valparaíso. Los motivos de esta determinación se encuentran consignados en un manifiesto publicado el día 13 en aquella ciudad por el mismo Presidente provisorio”, etc.

Entre los considerandos que el autor copia, se encuentra el último, que dice: “No debiendo el Presidente exponer la República a las fatales contingencias de la acefalía en que quedaría sumergida si el jefe supremo fuese privado de su libertad o de su vida, decreta:”, etc.

El escritor llama estéril resultado el que, cinco días después del motín, hacía abandonar la capital al Presidente de la República, por temor de ser privado de su libertad o de su vida. Si esto es estéril, no sabemos lo que será fecundo.

La Memoria refiere aún otro hecho falso en la página 128, a saber: “Consecuentes a este plan, se reunieron en la noche del día 9, en el primer patio del Instituto Nacional por haber encontrado cerradas las puertas del Consulado”.

Fácilmente se calcula el respeto que podía inspirar un Gobierno que echaba llave al Consulado, edificio fiscal, para impedir que se reunieran los que desconocían su autoridad; y no pudo impedir que a cincuenta pasos de distancia y en otro edificio, fiscal también, el antiguo Instituto, se firmara un acta el lunes, en que se reiteraban las protestas del sábado.

Poco diremos de aquello: se reunieron en la noche. Este es uno de los muchos cuentos de que ha sido víctima el historiador.

Para Gobierno como ése, lo mismo era reunirse de día que de noche, siendo aquél preferible como menos incómodo.

Ya hemos nombrado tres amotinados que firmaron el acta de día; añadiremos algunos otros, que aún existen, y son los señores don Santiago y don Juan José Gandarillas, don Francisco Marín, don Vicente Larraín Espinosa, don Nicolás Pradel, don Miguel Dávila, etc. etc. Entre estos etcéteras se encuentra nuestra pobre firma. Hay una cosa digna de observarse, y es que esa inmensa lista, toda de personas conocidas, la encabeza un pariente inmediato del autor de la Memoria, y es el señor Javier Errázuriz, siendo de notar que este apellido y el de Tagle son los que más se repiten en aquel documento. Falta, sin embargo, en él la firma del señor don Ramón Errázuriz, vivo también, pero eso no fue un obstáculo para que pocos meses después fuera Ministro del Gobierno “reaccionario, representante del atraso, enemigo de la libertad y del derecho”, como dice la Memoria, es decir, del Gobierno pelucón.

Por lo demás, los pocos días que duró este señor Ministro no fueron estériles en persecuciones a los liberales. Véase la “Carta Monstruo” del señor coronel don Pedro Godoy, uno de los favorecidos...

La Constitución del 28 no da al Presidente ni a nadie facultades extraordinarias, pero no importa: aquel Gobierno, sin infringirla, se las proporcionaba con frecuencia. Otro caso. En esos días se dictó el decreto siguiente: "Artículo 1º Se suspende la libertad de imprenta hasta nueva providencia del Gobierno. 2º En consecuencia no se imprimirá papel alguno sin la revisión del Ministro del Interior, bajo la pena de perdimiento de la imprenta, si lo contrario se hiciere”[1].

A este decreto, que haría honor a Rosas y a Melgarejo, al notificárselo a don Ramón Rengifo, dueño de imprenta, contestó con una protesta, invocando los artículos siguientes de la Constitución: “Art. 10. La nación asegura a todo hombre, como derechos imprescriptibles e inviolables, la libertad, la seguridad, la propiedad, el derecho de petición y la facultad de publicar sus opiniones”. “Art. 18. Todo hombre puede publicar por la imprenta sus pensamientos y opiniones. Los abusos cometidos por este medio serán juzgados en virtud de una ley particular y calificados por un tribunal de jurados”.

Los amigos del Gobierno, como es natural, se sometieron, y encabezaban o concluían sus papeles con estas palabras: con la revisión necesaria. Esto era una gran mentira, pues, siendo los escritores partidarios del Gobierno, era excusado ese trámite.

La imprenta del señor Rengifo, aunque con menos frecuencia, contestaba a estas provocaciones sin la revisión, lo que le valió un asalto, en la noche, de una partida de policía. Como este asalto se supo con anticipación, al llegar la fuerza, se encontró con una numerosa y respetable reunión dispuesta a impedir este atropello, y, efectivamente, lo impidió. Pero ya sabemos que esto y la persecución anterior al redactor de El Verdadero Liberal, etc., no son más que pretendidas infracciones...

Ocho meses después, las célebres ordenanzas sobre imprenta, que, comparadas con el decreto, que hemos citado, eran liberalísimas, dieron en tierra con Carlos X. Era natural: en Chile mataba la prensa el Gobierno liberal; en Francia la restringía un pelucón: ¡abajo los pelucones!

Aunque saltuariamente, hemos llegado con nuestras rectificaciones a la página 130 de la Memoria. No concluiremos este primer artículo, quizá sin segundo, sin poner ante la vista de nuestros lectores un bello rasgo de justicia y de republicanismo trazado por el Presidente actual, hace trece años, es decir, cuando formaba en las filas de la oposición...

Al dar cuenta del resultado de las elecciones en que el general Pinto fue elegido Presidente de la República, como también de los numerosos votos que obtuvieron otros candidatos, añade:

“El resultado de esta votación nos hace ver que en aquellos tiempos no era costumbre que hubiese en las elecciones la admirable uniformidad que se nota en nuestros días. Es que entonces la autoridad respetaba la espontaneidad en la expresión de los deseos del ciudadano, y había dignidad en el individuo. El sólo hecho de esta elección, unido a la minoría que los pelucones tenían en el Congreso de 1829, que sería como una tercera parte de sus miembros, nos da la mejor prueba de la libertad y legalidad qué reinaron en las elecciones durante el Gobierno pipiolo”.

Este rasgo de patriotismo del escritor no se comenta.

Lo único que nos atreveríamos a pedir al señor Errázuriz sería que en las próximas elecciones tuviera presente al Gobierno pipiolo, del que se olvidó en las pasadas, hechas con admirable uniformidad...

Santiago, mayo de 1874.

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[1]  Biblioteca Nacional. Documentos para la Historia, Tomo 10, pág. 124. Volver.