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Diarios, Memorias y Relatos Testimoniales
Recuerdos de Treinta Años (1810-1840)
XVIII. Don Diego Portales. Juicio Histórico por José Victorino Lastarria. Rectificaciones

Con motivo de la publicación de las Misceláneas del señor don Victorino Lastarria, de que hablábamos con un amigo nuestro, éste nos remitió en días pasados un folleto que, con el título que encabeza estas líneas, publicó aquel caballero el año de 1866, y que nos dicen hace parte de esa publicación.

Desde las primeras páginas notamos que el autor no ha tenido, al parecer, otro propósito que rebajar el indisputable mérito de aquel eminente patriota a quien tanto debe Chile, y cuyo prestigio aumenta a proporción de la lejanía de su tiempo y de los aullidos del espíritu de partido.

Sin la capacidad necesaria, y aun sin el tiempo que esto requiere, nos hemos resuelto a rectificar muy a la ligera, no todos, sino una parte de los errores que están a nuestro alcance, con hechos positivos y no con cuentos y deducciones antojadizas. En suma, la injusticia y el encarnizamiento con que se ataca a Portales y a su partido nos han puesto la pluma en la mano.

Advertiremos, una vez por todas, que si con frecuencia opinamos de distinta manera que el señor Lastarria acerca de las ideas y actos del partido liberal, no es nuestra intención atacar al verdadero partido que llevó ese nombre, que es conocido en Chile y del que aún quedan pocos, pero honrosos restos. Lo que el historiador presenta ordinariamente es una entidad desconocida para los coetáneos de esa época.

Empieza el señor Lastarria por escandalizarse de que se presente a Portales como “el primer estadista de América”. Este pecado lo cometía don José J. de Mora, que, como sabe el señor Lastarria, no era amigo de Portales.

“Aunque era joven cuando estalló la revolución de la Independencia, no se apasionó por ella”. No todos los jóvenes de su tiempo se apasionaron por la revolución. Hubo muchos indiferentes y gran número de godos. Portales no fue ni uno ni otro, y más de un acto de su vida lo prueba.

“El público de entonces se aficionó a cierto gracejo con que El Hambriento ridiculizaba a los pipiolos, poniéndoles apodos, notándoles sus defectos personales y hasta sus faltas privadas y sus vicios”. El señor Lastarria, que menciona a El Hambriento para censurarlo, se olvida de que antes de ese periódico publicaban ciertos pipiolos los suyos, con esos mismos adornos, y que primero que El Hambriento, en que indebidamente hace tomar parte a Portales, Meneses y Rodríguez, aparecieron El Monitor Imparcial y su  Boletín, El Pipiolo y los asquerosos Canalla y Descamisado, contemporáneos de El Hambriento. Los redactores de esos periódicos, en lugar de la indisputable gracia de este último, no hacían más que verter las injurias más groseras, cuando no las obscenidades más repugnantes.

Para anunciar la salida de uno de estos periódicos, se ponía una vez en los lugares públicos un aviso que empezaba así, con referencia a don M. Gandarillas: “Tuerto, borracho, ladrón, etc.”.

No recordamos si en El Descamisado o en El Canalla se encuentran unos versos cuyo principio, refiriéndose al mismo caballero, es éste:

Se me saltó el ojo izquierdo

Con el humor de robar,

De beber y tunantear, etc.

En la biblioteca se encuentra el comprobante de lo que decimos. A don Manuel Rengifo y a otros aún se les trataba peor; pero el señor Lastarria parece creer que sólo El Hambriento insultaba.

“El partido liberal había surgido naturalmente de las reacciones y peripecias políticas”, etc. El partido liberal, y aún la palabra, fueron importados en Chile por don Manuel Gandarillas y don Diego Benavente, a su vuelta de Buenos Aires, y el primer periódico que se tituló Liberal fue escrito por Gandarillas.

“El pago del ejército, la contabilidad, la organización de los tribunales, de su fuero, y todos los demás puntos de este negociado, habían sido reglamentados con oportunidad y diligencia”. Reglamentar no es pagar, señor don Victorino. Diríjase usted a cualquiera de los militares y empleados de esa época, y ellos le dirán cómo andaba este negociado.

Nosotros hacíamos parte de aquel ejército y nuestro sueldo era de cincuenta pesos. Sólo recibíamos, como todo el mundo, buenas cuentas, las mayores de a veinte pesos.

A nuestro retiro del servicio se nos debía una cantidad considerable, que se nos cubrió con un papel contra pagarés de aduana; pero como para que a uno le llegara su turno era necesario hacer cola, y como a esta cola no teníamos esperanza de verle la raíz, por el inmenso número de acreedores más antiguos, tuvimos que vender nuestro documento, perdiendo por lo menos la mitad, al señor don Manuel Huici, próximo a ser Ministro de Hacienda. El negocio de compra de papeles lo hacían varios especuladores, de quienes eran víctimas casi todos los empleados.

“La sublevación militar que destronó a los liberales en 1829 vino a encontrar en pie esos preciosos trabajos”, etc. El señor Lastarria llama sublevación militar a una revolución nacional apoyada únicamente en un batallón incompleto, el Carampangue; en el Regimiento de Granaderos a caballo, igualmente incompleto, y en dos piezas de artillería, situada toda esta fuerza en el Sur de la República. El Gobierno tenía a la mano tres batallones, también incompletos, Chacabuco, Maipú y Pudeto; el Regimiento de Cazadores, el escuadrón de Coraceros, dos batallones de guardias nacionales, y una numerosa artillería, contando dos compañías situadas en Valparaíso. No contamos un regimiento o escuadrón, los hilvanados, que se organizó en esos días para reemplazar a los cazadores que con toda calma y en medio del día salieron de su  cuartel, situado, puede decirse, en el mismo palacio presidencial, para incorporarse a la división sublevada. La fuerza total con que se movió del Sur el general Prieto no llegaba a mil hombres, mientras el Gobierno tenía todo el resto del ejército, que, según el señor Lastarria lo ha dicho antes, ascendía a tres mil quinientos hombres; a lo que deben agregarse sus brillantes jefes y oficiales, que, sin agravio de nadie, puede decirse no los ha tenido superiores posteriormente nuestro Ejército.

Noten nuestros lectores que a esto llama el señor Lastarria sublevación militar, mientras el motín de Quillota, sin ninguna ramificación, según dice, lo llama revolución. Don Federico Errázuriz, en su Memoria sobre el año 28, dice que la revolución del 29 es la mayor después de la de la Independencia.

“El Congreso liberal instalado en 25 de febrero de 1828 había cerrado sus sesiones el 2 de febrero de 1829, después de haber dado la Constitución de la República y las leyes principales para su planteamiento, incluso la ley sobre abusos de libertad de imprenta, la mejor y más sabia que hasta ahora se haya dictado en los Estados que han tenido la pretensión de reglamentar el uso de la palabra escrita”. Esta ley de imprenta, que tanto alaba, y con razón, el señor Lastarria, rigió durante toda la administración del Gobierno reaccionario de Prieto, y cinco años del gobierno conservador de Bulnes. Fue reemplazada por la que ahora tenemos, año de 1874, por los recientes amigos del señor V. Lastarria y contra la decidida oposición de los retrógrados Tocornal  y García Reyes.

“Pero nada más digno de atención, entre esos trabajos públicos, que la Constitución sancionada por aquel Congreso (el de 1828). No es ésta ocasión oportuna de analizarla, pero sí lo es de expresar un voto de admiración y gratitud por aquellos legisladores”, etc. Para ser justo, señor Lastarria, su voto de admiración debía principiar por don José J. de Mora, autor único y exclusivo de esa Constitución. Su voto de gratitud debe ser para aquel Congreso que solo sancionó la Constitución.

“El Gobierno había ensayado sin tino la clemencia y el rigor, y al lado de los patíbulos de Trujillo, Paredes y Villegas, oficiales subalternos sorprendidos en conspiraciones militares, había puesto el perdón de otros conspiradores más tenaces y el disimulo de las faltas y de las traiciones de personajes que contaba por amigos.”

Aquel Gobierno sólo fusilaba soldados, cabos y sargentos. También fusilaba subtenientes, con tal que hubieran principiado su carrera desde soldados. [1].

A los conspiradores de más graduación y nobleza, aunque fueran reincidentes, se les hacía dar su paseo, por pocas semanas, en algún pueblo subalterno, con su sueldo respectivo, por su puesto.

El gasto del patíbulo lo costeaba la vil multitud o la clase abyecta, como llaman al pueblo los liberales de 1825, en un manifiesto: Los Estratócratas.

“El ejército insurrecto había llegado hasta las puertas de la capital a fines de 1829. Se apellidaba libertador, en tanto que los autores de esa revolución no tenían otro propósito que reaccionar contra la única administración liberal que había tenido la República”. De manera que para el señor Lastarria la administración del general Freire, en que por primera vez se daban a Chile libertad de imprenta, sufragio al pueblo y elecciones libres, no fue liberal, y esto a pesar de haber tenido por Ministros a don Joaquín Campino, a don Ventura Blanco, a don José María Novoa, a los generales Rivera, Pinto etc. Nosotros creíamos que si no en mérito de todo esto, a lo menos por haberse efectuado entonces dos hechos muy liberales: el asalto a media noche a los bienes de la Iglesia, y el destierro de un obispo, por motivos ridículos, debería el señor Lastarria acordar sus simpatías a esa administración. En cuanto al primer atentado, vemos, sin sorpresa, que más adelante tiene la aprobación del señor Lastarria.

No estará de más que se sepa que cuando aquel destierro tuvo lugar, el Director Freire se encontraba en Valdivia, de paso para Chiloé, y que el principal autor de esta medida fue don J. M. Infante, a quien el obispo Rodríguez había llamado dieciséis años antes, en presencia del Presidente Toro, rotoso...

La intemperancia liberal que se ha apoderado últimamente del señor Lastarria es capaz de conducirlo hasta negar el liberalismo de Marat, Carrier, Fouquier-Tinville y Cía.

“El Presidente Pinto no había tomado una sola medida contra la insurrección, y antes bien, había dejado el puesto, haciendo una renuncia en que formulaba como causales de su separación las mismas que los revolucionarios invocaban para justificar su movimiento. No era extraño: una fracción de los pelucones, que entonces se llamaban de los o’higginistas, se había aprovechado de la liberalidad y de los puestos que en él tenía para insinuarse en el ánimo del general Pinto”, etc. Algunas líneas más adelante se lee: “El ilustre general Freire se había negado a mandar aquel puñado de valientes (el ejército liberal), porque sus relaciones con Benavente y los demás estanqueros lo tenían neutralizado” etc.

El señor Lastarria es inflexible; una fracción de o’higginistas disponía a su antojo del general Pinto, hasta el extremo de hacerle llamar infractores de la Constitución a sus amigos los liberales que componían la inmensa mayoría del Congreso.

Don Diego Benavente y algunos estanqueros disponían también del general Freire. Los convertirá en autómatas antes de confesar que esos jefes importantes volvieron la espalda al partido liberal en fuerza del descrédito que ciertos hombres le imprimían, esterilizando los esfuerzos de honradez y patriotismo del general Pinto.

“La votación del Congreso debía de terminar la elección de Vicepresidente. Dos o’higginistas, Ruiz Tagle y el general Prieto, al cual habían logrado aquéllos colocar en el mando del Ejército, habían obtenido votos con don Joaquín Vicuña, que era el candidato liberal. El Presidente se empeñaba por el primero, pero el Congreso eligió al último. He aquí la causa del rompimiento entre el Congreso y el Presidente. Los o’higginistas no se conformaron y la revolución estalló aclamando la nulidad de la elección y protestando contra el despotismo del Congreso.”

Para ser más lacónico y exacto debía el señor Lastarria haber dicho: no habiendo obtenido ninguno de los candidatos a la vicepresidencia los votos requeridos, y teniendo el Congreso en estos casos la facultad de elegir entre ellos, fue elegido por la mayoría liberal el que había obtenido menos votos en las elecciones populares, porque así convenía al partido, que no era tan necio como los electores que se habían pronunciado por Tagle, que no era de la cofradía.

Después de los tratados de Ochagavía y antes de la batalla de Lircay, hace el señor Lastarria la siguiente observación: “Aquélla era propiamente la primera guerra civil que había manchado la historia de Chile después de su independencia.”

La palabra propiamente se ha puesto aquí con la intención de no tomar en cuenta la batalla dada a inmediaciones de Santiago entre los Carrera y O’Higgins en 1814, con la circunstancia agravante de que cuando esto tenía lugar, el ejército de Osorio venía, puede decirse, sirviendo de retaguardia a la división del último. Allí se vio con dolor pelear en distintas filas a los dos hermanos Freire; don Ramón, teniente entonces, venía con O’Higgins

No tomamos en cuenta la revolución de Figueroa, anterior, y que se encuentra en el mismo caso.

“La policía de Santiago, después de la caída del partido liberal, quedaba organizada para perseguir, por medio de un reglamento que atribuía a los vigilantes numerosas y temibles facultades. El ejército estaba bien pagado”, etcétera.

La organización de la policía también es un cargo que el señor Lastarria hace a la administración de Portales. Tiene razón: cuánto mejor estábamos dos años antes, cuando era preciso felicitarse el día en que en el pórtico de la cárcel sólo aparecía un cadáver apuñalado, cuyo asesino quizá estaba entre los curiosos espectadores, o cuando como antes hemos dicho, el canónigo Navarro decía en plena Cámara, en presencia de varios jueces: “año, 1828, ¡hemos tenido ochocientos asesinatos en Santiago!”

Atengámonos a las primeras palabras: “La policía de Santiago quedaba bien organizada”; lo demás no es otra cosa que las mismas majaderías que aun hoy se repiten contra ese cuerpo.

El señor Lastarria dice que el ejército estaba bien pagado. ¡Pobre ejército! Esto prueba que antes no lo estaba, lo que daba lugar a continuos motines de cuartel y a escenas ridículas en los congresos, que no lo referimos por vergüenza y por no alargar más este escrito. Desde el año 30 desapareció de las puertas de las cajas, ahora Correo, una nube de oficiales que obstruían el paso a todas horas del día para preguntar, siempre inútilmente: ¿hay plata? Es de advertir que cuando había, sólo era para recibir buenas cuentas, que lo que era sueldo íntegro, jamás.

En ese tiempo don José Miguel Infante presentó una moción a la Cámara, que debe estar en el archivo, para que las entradas fiscales se repartieran entre todos los empleados, rata [a prorrata] por [cierta]  cantidad; pues, según decía este señor, las oficinas pagadoras habían dado en la flor de pagarse íntegra y mensualmente, lo que ocasionaba disminución para los otros, que eran pagados como ya hemos visto. No faltan viejos en el día que, cuando se trata de algún negocio con un militar, lo miran de arriba abajo, porque creen que aún estamos en aquellos tiempos felices.

“En septiembre de 1830 había devuelto (el Gobierno) a las comunidades de regulares los bienes que por la ley de septiembre de 1826 se había mandado vender, tomando aquella resolución a consecuencia de las solicitudes que al efecto habían hecho las municipalidades de Santiago y Concepción, y que el Ejecutivo había recomendado. Esta manera de iniciar reformas retrógradas por medio de solicitudes...”, etc. En el diccionario político y económico del señor Lastarria, retrógrado significa devolver lo ajeno, sobre todo cuando es robado. Dios nos libre de que las teorías del señor Lastarria hagan fortuna en Chile.

“La porción retrógrada de nuestra sociedad, por tanto, ha tenido varios hombres grandes de su gusto que admirar, pero ningún estadista a quien la historia deba aplausos.”

¿No nos haría, el historiador, la gracia de decirnos cuántos estadistas ha producido su porción liberal?

“Los documentos públicos de esa época nos dan, pues, noticias de cinco revoluciones abortadas en ese tiempo mismo”, etc. El señor Lastarria, que nos da cuenta de cinco revoluciones abortadas en dos o tres años en tiempo de Portales, haría un servicio a la historia enumerando las que tuvieron lugar desde 1827 a 1829. Estas últimas no abortaban, a pesar de su repetición; nacían a su debido tiempo y por con siguiente dieron sus verdaderos resultados de hacha y bala.

En tiempo de ese Gobierno tuvo lugar una revolución de nuevo género, la de los inválidos, por falta de pago. También costó sangre sofocarla, por el coronel Rondizzoni, brillante oficial de Napoleón.

Al hablar el historiador de la expedición que desde el Perú emprendió el general Freire sobre Chiloé, en 1836, dice: “La gran mayoría de la nación, no obstante, estaba a la expectativa de los sucesos, haciendo votos en el fondo de su corazón por el buen éxito de la empresa de los liberales, cuyas desgracias los habían hecho altamente simpáticos; pero como el temor inspirado por la política del Gobierno había aniquilado el espíritu público e introducido la desconfianza, todos callaban y disimulaban sus esperanzas”.

El señor Lastarria atribuye a los liberales en esta empresa una parte, principal y, sin embargo, la verdad es que nada hicieron ni antes ni después de emprendida, siendo todo ello obra sola del general Freire; y esto es tan cierto, que antes de hacerse a la vela, se dirigió desde Lima con preferencia a don Diego Benavente y a otros que no eran liberales, y con quienes no estaba hacía mucho tiempo en relaciones.

Tan poco se hizo por la empresa, que el general Freire cayó en manos del Gobierno en Chiloé, sin haber recibido un aviso, que no se intentó siquiera, que pusiera en su conocimiento la defección del mejor buque que traía, y en el mismo que tuvo tiempo sobrado el Gobierno para hacerlo tomar por el coronel Cuitiño. Mil pesos, quizá menos, habrían salvado al general Freire de la humillación de hacerse sacar de un buque ballenero en que se había asilado y de sus sufrimientos en la bahía de Valparaíso; pero ya se ve: más fácil es disimular sus esperanzas que gastar mil pesos.

Se empeña el señor Lastarria en contar al general Freire en las filas liberales; sin embargo, lo contrario es lo cierto. El general Freire era liberal en obras, no en discursos hablados o escritos; y cuando por circunstancias imprevistas se unió a ese partido, fue para arruinarse, como veinte años más tarde sucedió a los generales Cruz y Baquedano.

Tan poco liberal de esa escuela era Freire que el general Prieto, pelucón, no se habría movido del Sur si no hubiera estado seguro de su cooperación contra el Gobierno de entonces; daremos algunas pruebas al señor Lastarria, que es el único que parece ignorarlas.

Cuando el 7 de noviembre de 1829 se hizo la poblada contra el Gobierno liberal, que tuvo lugar en el edificio del consulado, ¿qué nombre fue el primero que se proclamó para componer la junta revolucionaria que debía reemplazar a ese Gobierno? El de Freire, que aceptó, o más bien que ya había aceptado. Cuando llegó el caso de que los ejércitos, pocos días después, apelaran a las armas, nos ha dicho ya el señor Lastarria: “El ilustre general Freire se había negado a mandar a aquel puñado de valientes”, es decir, al ejército liberal; y cuando un mes después se celebraban los tratados de Ochagavía, el ejército revolucionario nombraba al mismo general Freire como su primer plenipotenciario.

También admitió este cargo.

Todo esto lo ha dicho ya el señor Lastarria, y, sin embargo, no dejará de insistir en contar entre sus liberales a la persona que fue la causa principal de que ese partido fuera destronado, como lo dice más arriba.

Más tarde tomó el mando del ejército liberal, y, sin necesidad de variar de opinión, cumplió con un deber sagrado, a que el jefe del ejército revolucionario había faltado con pretextos frívolos. Su estrella se eclipsó porque no había nacido para triunfar en guerra fratricida.

Al dar cuenta de la guerra que hizo Chile a Santa Cruz, dice el señor Lastarria: “Así es que en esa época, en que el Gobierno apelaba al patriotismo para salvar el honor nacional empañado, los enemigos del Gobierno acudían también al patriotismo para reconquistar las libertades públicas, conspirando a merced de la situación. No había en esto sino un resultado muy lógico de la política restrictiva e inflexible del Ministro Portales, que le enajenaba la voluntad de la gran mayoría y lo hacía antipático aún en la empresa más patriótica que había acometido”.

Poco honor hace a los liberales el señor Lastarria, a quienes supone conspirar cuando se trataba de salvar el honor nacional empañado. Si hubo entonces conspiradores, es muy lógico colocarlos al lado de Talleyrand, Bourmont y Fouché, insignes traidores que se aliaban con los extranjeros para conspirar contra Napoleón, so pretexto de libertar a la Francia de su tiranía. Las palabras del señor Lastarria nos advierten que para ciertos liberales hay dos patriotismos opuestos entre sí: el que se sacrifica por la patria y el que conspira contra ella.

“En noviembre de aquel año denunciaba el Ministro ante el Congreso una nueva conspiración, la más atroz que hasta entonces se había descubierto, porque estaba fundada en el propósito de asesinarlo.”

El historiador bautiza con el nombre de conspiración el simple hecho de un asesino consuetudinario, sorprendido con el puñal en la mano, de noche y a inmediaciones de la habitación del Ministro. Por lo demás, el señor Lastarria se equivoca calificando lo que él llama conspiración, la más atroz que hasta entonces se había descubierto. Ha olvidado la que ha pasado a la historia con el nombre significativo de revolución de los puñales, anterior al intento de asesinato y verdaderamente atroz por sus horribles propósitos. Esta, cosa rara entonces, no había sido denunciada; sólo fue descubierta, en el momento de ponerse en ejecución, por un rarísimo accidente. Por las calles de Santiago se pasea el autor de este casual fracaso. [2].

“El Gobierno arrastró a las cárceles y al presidio de Juan Fernández a multitud de ciudadanos, haciendo cesar un periódico independiente que se había fundado con el título de El Barómetro.” Al hacer esto, el Ministro Portales seguía el ejemplo que el Gobierno liberal había dado antes en plena paz, aprisionando a M. Chapuis, redactor de El Verdadero Liberal, y reteniéndole en prisión después de absuelto por al jurado.

Para que la imitación fuera más completa, la administración reaccionaria, al aprisionar y confinar ciudadanos, debía tener presente lo que se había hecho antes por el Gobierno liberal con don Aniceto Padilla, sacado por el mayor Quezada en medio del día de casa de don José Miguel Infante, donde estaba de visita, por suponerlo inspirador de este caballero, otro liberal por fuerza, que hizo la guerra más tenaz a la administración liberal del general Pinto... Véase El Valdiviano Federal.

Padilla fue inmediatamente extrañado de Chile, como hemos dicho, sin que se le siguiera causa alguna.

Aquí es ocasión de recordar lo que antes hemos leído en una nota del folleto: “El Araucano, dirigido entonces por don Manuel José Gandarillas, tratando de refutar un luminoso y patriótico  artículo de don Ventura Marín contra la reforma de la Constitución del 28...”, etc. Es decir, que aquel Gobierno, cargado de maldiciones por el señor Lastarria por su tiranía, franqueaba las columnas del periódico oficial para que se atacara lo que más interesaba a su política.

El Gobierno del señor Pérez, el más libre que ha tenido Chile, dudamos mucho que hiciera otro tanto.

“Un mes después ya esos consejos manchaban nuestra historia con la sangre de tres víctimas acusadas de una conspiración aislada, sin elementos, sin acto alguno que la comprobase; y tres meses más tarde caían otros nueve desgraciados bajo la cuchilla de aquellos sangrientos tribunales... No toquemos el velo del olvido que encubre tan atroz hecatombe ofrecida en aras del despotismo. Lloremos sí el extravío de la política que busca el respeto de las instituciones en la violación de las leyes sacrosantas que aseguran los derechos naturales del hombre.”

El señor Lastarria, que no tuvo una sola palabra de compasión al dar cuenta de los patíbulos de Trujillo, Paredes y Villegas, oficiales subalternos, inmolados por el Gobierno liberal, nos invita a llorar el extravío de la política que más tarde mandó al suplicio [a] nueve víctimas. A nuestro turno, nosotros le suplicamos reserve algunas lágrimas para una hecatombe, tres veces mayor, que tuvo lugar en una sola vez en Chiloé, y en tiempo del Gobierno liberal, por conato de conspiración; pero “no toquemos el velo del olvido”.

Al concluir el señor Lastarria su Juicio Histórico da cuenta de la muerte de don Diego Portales, y continúa:

“Al anochecer del día 6 llegó a Santiago la noticia de los sucesos de la mañana, y gran multitud de gente se agolpó a las puertas del palacio del Presidente, que estaban cerradas. Todos guardaban silencio y se comunicaban en secreto; la noche era tenebrosa, húmeda y fría, y aquellos grupos de hombres embozados e inmóviles hacían más siniestras las sombras. De repente las puertas se entreabrieron y el coronel Maruri pidió al pueblo en nombre del Presidente que se retirara: “El Ministro ha sido asesinado”, dijo, y volvió a cerrar con estruendo las puertas. Un rumor sordo, prolongado, parecido al eco del huracán, llenó los ámbitos; era un viva a media voz, un viva inhumano, terrible, pero espontáneo y demasiado expresivo de la opinión que rechazaba la dictadura.”

No sabremos decir el efecto que ha causado en nosotros esta mentirosa narración, que con sus afeites de melodrama no es más de una vulgar invención para deslumbrar al lector, encubrir la ignorancia de los hechos, por no decir el odio a las personas.

Es de advertir que el folleto de que nos ocupamos se ha escrito viviendo aún gran número de personas contemporáneas del suceso; pero se ha contado, y con razón, por lo visto, con la impasibilidad de nuestro carácter, que a veces raya en la más fría indiferencia. El viva es completamente falso. El único efecto que produjo la noticia dada por el coronel Maruri, conocida ya de muchos, fue un doloroso silencio. Lo contrario sólo habría sido digno de un pueblo infame y cobarde. Chile no es ni lo uno ni lo otro...

Veinte años antes, y en esa misma plaza, se había ejecutado un gran acto de justicia en la persona de un agente subalterno de la tiranía, el odioso San Bruno; y sólo habían transcurrido dieciséis años desde la muerte de Benavides, criminal, insigne, sin rival por los inmensos males que hizo sufrir a Chile, y que pagó en la horca, suplicio aplicado por última vez.

El pueblo de Santiago, innumerable en ambos casos, que no tuvo una palabra injuriosa para aquellos feroces verdugos, ¿la habría tenido para Portales después de muerto?

Esto podría concebirse persuadiéndonos de que en treinta años de vida republicana sólo habíamos conseguido convertirnos en antropófagos.

Chile estaba entonces dividido en dos partidos: el conservador, que era Gobierno, y el liberal, que era la oposición. Es claro que el grito salvaje no pudo ser por el primero, del que era jefe Portales; luego debió serlo por el segundo... Ni por uno ni por otro, decimos nosotros, y es la verdad. El historiador no advertía que la infamia de esta conducta echaba una mancha indeleble sobre el partido liberal, al que parece pertenecer, y al que jamás sus más encarnizados enemigos han podido con justicia atribuirle un solo acto deshonroso.

Concluiremos este episodio con el testimonio de un testigo intachable y muy conocido en Chile.

En aquellos momentos no estábamos en la plaza de Armas, pero el señor don Bernardo Alzedo nos llevó la noticia a nuestra casa esa misma noche. Esta circunstancia nos ha hecho dirigirle una pregunta, en carta de agosto de 1874.

Su contestación, fechada desde Lima, es la que a continuación copiamos, del mismo mes y año:

"Sobre la noticia que dio Maruri de la muerte de Portales, recuerdo habérsela llevado yo a usted, con la observación de no haber ni un viva, ni gritos a este respecto. Dígalo usted que yo se lo comuniqué como he dicho".

La primera noticia que hemos tenido del viva es la que da el autor de Don Diego Portales.

Concluye su Juicio Histórico el señor Lastarria diciendo: “Si nos ha faltado tino en la exposición, no nos ha abandonado la imparcialidad para aplicar los juicios que nos han dictado nuestros principios y convicciones. Si hemos herido recuerdos simpáticos, habrá sido a nuestro pesar, no por odio ni por mala voluntad. Respetamos al personaje y su memoria, y respetamos sus intenciones”.

La imparcialidad del señor Lastarria es ejemplar, como ya lo han visto nuestros lectores, y como podrán verlo con más extensión en el folleto. A vuelta de declamaciones y reticencias, encontrarán en cada página los amables adjetivos de  estanquero, reaccionario, godo, servil, fanático, etc., aplicados al partido conservador. Pero todo esto nada significa, porque este caballero advierte que lo hace sin odio ni mala voluntad...

El Congreso Constituyente, de que con tantos elogios nos habla el señor Lastarria, era digno de que algún curioso hubiera escrito su rara y sucinta historia, donde abundan las ridiculeces y las más increíbles miserias.

Sus primeras sesiones tuvieron lugar en Santiago, y en una de ellas oímos el disparate más solemne que ha pronunciado boca humana. El diputado liberal don Manuel M... era uno de los tres únicos de ese Congreso que se oponían a que  se trasladase a Valparaíso.

Agotada la discusión, pidió aquel señor la palabra, y dijo textualmente lo siguiente:

“Todo el mundo está en expectación nuestra: ¿quién nos asegura que, estando el Congreso en Valparaíso, no venga una expedición de España y agarre a los diputados y se los lleve?”

Gran trabajo tuvo don José María Novoa, que presidía, en ahogar una gran carcajada de la Cámara y de la barra. El señor don Manuel Carmona, que, en compañía de don Francisco Solano Pérez, ya muerto, hacía sus primeros ensayos como taquígrafo, y que reside en Valparaíso, no ha de haber olvidado este incidente.

Dos años después, año 30, el respetable padre Mujica, dominico, que por encargo de su convento se había trasladado entonces a Valparaíso para gestionar la devolución de las propiedades de que se había apoderado hacía cuatro años un Ministro liberal, nos mostraba una carta, tapando la firma, en que un diputado le decía: “Anoche he quedado debiendo cien onzas; si su paternidad me las facilita, puede contar con toda seguridad con mi voto”.

En esos días llegó la noticia de estos célebres legisladores que el Gobierno podía disponer de dos mil pesos que destinaba al pago de las viudas que recibían pensiones del Gobierno. Los Solones y Licurgos de Valparaíso, a quienes no se había cubierto sus dietas, cuatro pesos diarios, se dirigieron al Presidente Pinto, reclamándolas con urgencia. El Presidente se disculpó alegando el destino sagrado a que estaba comprometida esta suma; pero tuvo que ceder a la exigencia del Congreso, que obtuvo, no sólo que se le diera la razón, sino, lo que vale más, ¡los dos mil..!

En los diarios de ese tiempo se encontrarán los documentos de este arduo negocio...

Apéndice

El mismo amigo de que antes hemos hablado, nos leía hace poco algunas páginas de un libro del señor Vicuña Mackenna en que se trata de don Diego Portales. De esas pocas páginas sacamos en limpio que, si el señor Lastarria lo pinta como un ministro sin piedad que se burla de la desgracia que causa, el señor Vicuña exhibe una especie de truhán, a quien no sabemos si le hace tamborear en las arpas de las chinganas.

El haber perdido el pelo a la edad de cuarenta años le ha valido, por parte del señor don Benjamín, ser comparado, por sus costumbres, con uno de los tipos más acabados de la corrupción antigua, con César. Mejor librado habría salido teniendo un ojo menos, pues entonces le habría buscado su igual en alguno de los cuatro tuertos célebres del paganismo, que hacen gran papel en la historia sin haber dejado más recuerdo odioso que el de su astucia.

__________

[1]

Alusión a un Paredes y a un Trujillo fusilados en el Tajamar. Volver.

[2]

El loco Godoy, oficial de artillería en tiempo de los pipiolos, dado de baja en Lircay. El sitio de la conspiración fue la calle Bandera, acera oriente, donde estaba reunido con el chilote Velásquez. Al silbido del pito del policía arrancaron. Volver