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Diarios, Memorias y Relatos Testimoniales
Recuerdos de Treinta Años (1810-1840)
XVII. Entre Chacabuco y Maipú.Virutas Históricas

El 20 de marzo de 1818, entre doce y una de la noche, hablaba con el centinela (que entonces no faltaba en la esquina de la antigua cárcel) don Francisco de Borja Fontecilla, Intendente de Santiago. A ese tiempo pasaba por allí el teniente de artillería de Chile (había entonces un cuerpo de artillería de los Andes) don Antonio Vidal. Después del saludo, Fontecilla dijo a Vidal:

- Acompáñeme usted hasta la Cañada, nombre que entonces tenía la Alameda de las Delicias.

La ciudad estaba silenciosa como un cementerio.

Nadie ignoraba que el encuentro de nuestro ejército con el realista debía tener lugar en esos momentos, y que del éxito de una batalla estaba pendiente la suerte de Chile. Como siempre en esos casos, circulaban rumores más o menos alarmantes.

Los godos no disimulaban su alegría, no sólo por la retirada de nuestro ejército, después de la sangrienta derrota de Talcahuano, sino también por el considerable refuerzo recién llegado del Perú a los realistas, con el que venía Osorio, el vencedor de Rancagua.

Fontecilla y Vidal tomaron la dirección de la calle del Estado. Al llegar a la plazuela de San Agustín les llamó la atención el paso de un caballo cansado y con las herraduras rotas, que venía del lado de la Cañada en dirección a la plaza de Armas. De común acuerdo, ambos se ocultaron en el rincón que ocupaba, como ahora, la portería del convento. El ruido de un sable les advirtió que el que montaba el caballo era un militar, al cual, saliéndole al encuentro, preguntó Vidal:

-¿Quién vive?

- La patria.

-¿Qué gente?

- Oficial del ejército.

-¡Alto!

Al acercarse a él, conocieron que hablaban con Samaniego, teniente de caballería, chileno, y muy conocido en Santiago.

Sorprendido el Intendente de aquel inesperado encuentro, preguntó:

-¿De dónde viene usted?

- Del ejército.

-¿Dónde está el ejército?

- Anoche estábamos cerca de Talca; pero a las nueve nos asaltaron los godos y nos han dispersado completamente.

- Apéese usted y marche para San Pablo.

Samaniego quiso añadir algo, pero se le hizo callar por el teniente Vidal, diciéndole:

-¡Obedezca usted al Intendente!

Este silencio no fue interrumpido en todo el camino.

En San Pablo estaba acuartelado un regimiento de caballería de milicias, que mandaba don Pedro Prado, vocal de una de las antiguas juntas, pero que en ese momento no estaba en el cuartel, y no costó poco trabajo que el teniente don Juan María Egaña, oficial de guardia, abriera la puerta. Conseguido esto, las tres personas mencionadas se encerraron en la mayoría, donde Samaniego dio todas sus explicaciones sin vacilación alguna, añadiendo al terminar:

- Tras de mí viene todo el ejército.

La mayor dificultad para el señor Fontecilla era que en 28 horas hubiera podido este oficial recorrer las 80 leguas que entonces se suponían entre Talca y Santiago. A esto contestó Samaniego que las veces que había cambiado caballo para acelerar su viaje lo pedía en nombre del Gobierno, mostrando un papel que decía ser un oficio urgente, pero callando lo sucedido.

Al retirarse el Intendente, dio orden terminante de poner al preso dos centinelas, prohibiendo toda comunicación.

De ahí se dirigió, siempre seguido del teniente Vidal, a casa de dos o tres personas de alta posición para referirles lo sucedido, pero dudando de la verdad. Al llegar a la casa de la última de estas personas, ya viniendo el día, la encontró en pie y con la noticia que acababan de darle: que don Bernardo Monteagudo, auditor del ejército, había llegado refiriendo el mismo suceso, con pormenores aún más alarmantes que los que ellos sabían. Ya no era posible la duda y sólo se trató de ocultar la catástrofe al público.

Todas las precauciones, sin embargo, fueron inútiles, pues el 21, Sábado Santo, a las diez de la mañana, las noticias de nuestro ejército estaban en boca de todo el mundo, con dolorosos pormenores.

La noche de ese día y la del domingo inmediato fueron aterradoras. Algunas tiendas de comercio fueron saqueadas, teniendo esta preferencia las de algunos entusiastas patriotas. Pero nada más siniestro que ese mismo domingo. Al mediodía empezó a levantarse una nube de polvo por el lado del Sur, próximo a la ciudad, que por momentos se hacía más densa, aumentando el espanto de los habitantes de Santiago.

Entonces el llano de Maipo no tenía un solo arbusto y sus siete leguas de anchura no eran más que un arenal no interrumpido entre el Mapocho y el Maipo, por no correr por esa gran extensión ni un hilo de agua.

Esa polvareda la levantaba la multitud de gente de a caballo y de a pie de los pueblos del Sur, que buscaba un asilo en la capital.

Entre esa multitud de familias, pobres casi en su totalidad, venían gran parte, de soldados y no pocos oficiales del ejército más brillante que hasta entonces había tenido Chile. Lo que más desconsuelo causaba era ver ese sinnúmero de militares avergonzados y abatidos, sin formación alguna, y la mayor parte desarmados, y que en lugar de tomar cuarteles en Santiago pasaban de largo, en dirección al Norte, es decir, a Mendoza, que miraban como el único punto de seguridad.

El 23, día lunes, puede decirse que todo el mundo se disponía a emigrar en esa dirección. El que estas líneas escribe tuvo un buen empeño para incorporarse en el equipaje del general O’Higgins, que marchó en dirección a Mendoza a cargo del padre Jara, religioso dominico.

Compramos en doce reales una yegua, o más bien una armazón de yegua, que con gran trabajo nos condujo hasta inmediaciones de Santa Rosa de los Andes, de donde regresamos después al saber el triunfo de Maipo. En nuestra compañía iba un cadete, más tarde general, que después vimos condecorado con la medalla que se concedió a los vencedores de los vencedores de Bailén... Así se dan a veces los premios, y no será éste el único caso de ese género a que nos referiremos en el presente artículo.

En estas circunstancias apareció don Manuel Rodríguez, que infundió aliento en unos y desconfianza y recelo en otros.

Este personaje, que tanto contribuyó a la restauración de nuestra patria, fue relegado al olvido después del triunfo de Chacabuco. Decimos mal: en el tiempo que corrió desde esa batalla hasta la de Maipo se le tuvo presente para perseguirlo sin descanso; pero no es esto lo más raro, sino el empeño que se ha puesto en atribuir al general San Martín la parte principal en estas persecuciones.

Tan lejos está esto de la verdad, que en todas las dificultades que se ofrecían entre el Gobierno de don Bernardo O’Higgins y Rodríguez, éste acudía a San Martín, que siempre se prestó gustoso a zanjarlas. San Martín no sólo dio a Rodríguez pruebas de cariño, sino de confianza, nombrándolo auditor de guerra del ejército que organizaba en Las Tablas, pocos meses antes de la batalla de Maipo.

Nadie ignora quién fue el que solicitó al capitán Zuluaga, argentino, y más tarde al teniente Navarro, español, ambos del Batallón 1 de los Andes, para asesinar a Rodríguez.

Cuando esto sucedía, San Martín estaba en Buenos Aires, donde llegó la noticia de la muerte de Rodríguez con posterioridad.

Se ha dicho por algunos que aquel general dominaba en Chile con su ejército, sin recordar que el ejército argentino, después de la batalla de Maipo, era inferior al de Chile en más de mil hombres; pues, de los cuatro mil con que contaba en Chacabuco, había perdido cerca de mil en las campañas del Sur, anteriores a la batalla de Maipo; esto sin contar que el general O´Higgins era Director Supremo de la República.

No fue San Martín quien, tres años más tarde y residiendo en el Perú, dio un alto grado en el ejército de Chile al Gobernador de Mendoza, Godoy Cruz, que fusiló a don José Miguel Carrera, acompañado este nombramiento de una rica casaca, correspondiente al empleo. Como el grado se evaporó más tarde, la casaca corrió la misma suerte, viniendo a parar al teatro de Santiago, donde murió entre los desechos del actor Peso, a quien le fue vendida por su dueño, emigrado en Chile. La tal casaca había ocasionado un mal rato en Buenos Aires a su poseedor, por haber tenido el arrojo de presentarse en paseo público de gran parada.

Llamó la atención, sobre todo, por su alta graduación y por ser desconocido de todo el mundo.

Al día siguiente se le notificó por la Comandancia de Armas la orden verbal de no volver a presentarse en público con ese traje. A esta orden hemos oído en Buenos Aires añadir palabras que por su dureza creemos inverosímiles.

Como todos saben, el pueblo, o lo que se llama tal, asoció a Rodríguez con el coronel don Luis Cruz, que momentáneamente reemplazaba en el mando supremo de la República al general O’Higgins. Contando con los recursos que este cargo le proporcionaba, organizó un regimiento de caballería de quinientas a seiscientas plazas, que llamó Húsares de la Muerte. Los oficiales en su totalidad eran carrerinos, lo que no era una garantía de fidelidad para San Martín ni O’Higgins, pues estando don Juan José y don Luis a cien leguas de Santiago, presos en Mendoza, no era imposible que ambos se presentaran el día menos pensado en Chile, donde contaban con numerosos y decididos partidarios, aún en el ejército.

Tan cierto es esto, que el francés don Ambrosio Crammer, teniente coronel y comandante del Batallón 8º de los Andes y el italiano don José Rondizzoni, sargento mayor del número 2º de Chile, fueron separados violentamente de sus puestos en esos días, por sospechas de carrerismo, pues ambos habían venido de Norteamérica con don José Miguel.

En esa misma época se hizo igual cosa con el general francés Brayer, últimamente incorporado a nuestro ejército, y que, habiendo venido del mismo punto con Carrera, se prestaba a las mismas sospechas.

A esta última separación se le dio como motivo el mal éxito del asalto de Talcahuano, en diciembre del año anterior, a pesar de que la empresa se acometió con aprobación y bajo las órdenes del general O’Higgins, jefe del ejército y Supremo Director, siendo Brayer jefe de estado mayor. Pero, como es sabido, en estas desgracias siempre se busca a quién echar la culpa, y ¿quién más a propósito para este caso que un extranjero, y, a más de esto, carrerino?

Brayer, pues, fue el autor exclusivo de uno de los más grandes descalabros que sufrió nuestro ejército en la guerra de la independencia, y una licencia de pocos días que pidió para tomar los baños de Colina fue el motivo ostensible para separarlo del ejército, a pesar de haberse presentado siete días antes de la batalla de Maipo solicitando su incorporación.

El había agriado los ánimos de O’Higgins y San Martín con sus palabras y conducta más que imprudentes en un militar. En esos días se le veía a todas horas acompañando a Rodríguez, que había asumido el papel del más exaltado tribuno.

Sin embargo, este notable jefe de los ejércitos del Primer Imperio, y que aunque por algún tiempo perteneció al nuestro, es desconocido de casi todos nuestros lectores. Esto nos obliga a decir algunas palabras sobre su persona.

Cuando don Miguel Brayer llegó a Chile, en 1817, tendría 48 a 50 años de edad. De elevada estatura y color moreno, tenía la figura más arrogante y marcial que hemos visto. Su presencia imponía respeto.

En la primera caída de Napoleón fue tratado con mucha consideración por Luis XVIII, hasta el punto de confiarle el gobierno de Lyon. Desempeñaba este cargo cuando desembarcó Napoleón de la isla de Elba. Brayer se declaró por él, entregándole ese pueblo importante.

Después de Waterloo emigró a Norteamérica. Allí lo encontró don José Miguel, que, como a otros que se hallaban en el mismo caso, lo solicitó para que lo acompañara en su expedición a Chile, que no tuvo lugar por haberlo impedido el Gobierno argentino, al arribo de esa pequeña escuadra al Río de la Plata.

Libres por este contratiempo, la mayor parte de aquellos militares tomaron servicio sucesivamente en el ejército de los Andes, a las órdenes de San Martín.

Napoleón conservó por Brayer gran estimación hasta sus últimos momentos. En su testamento, que todos conocen, y que el Gobierno francés impidió que se cumpliera, le dejaba un legado de cien mil francos.

Antes de la batalla de Maipo se retiró de Chile a Montevideo, después de una discusión acalorada con San Martín, de cuya presencia se retiró sin saludarlo, habiendo mediado antes las siguientes comunicaciones:

"Durante una carrera de treinta años de servicios, el honor ha sido siempre mi guía. Conducido por mi patriotismo a la América del Sur, creo haber merecido la estimación del ejército. Bajo este supuesto, me dirijo a V. E. con toda confianza, suplicándole me conceda algún mando en las tropas que se reúnen para rechazar al enemigo. Mi salud, destruida por heridas graves, me deja sólo una existencia dolorosa, cuyos restos ofrezco en obsequio de la independencia del país que me ha acogido en mi desgracia. Me atrevo a esperar esta gracia de la generosidad y justicia de V. E.

Dios guarde a V. E. muchos años.

Santiago de Chile, marzo 27 de 1818.

Miguel Brayer.- Excelentísimo Capitán General don José de San Martín".

Contestación

"La salud de US. es muy interesante, y por lo mismo, deberá reponerla por medio de una curación formal; logrado este objeto se proporcionará el destino que US. solicita a beneficio del país.

Dios guarde a US. muchos años.

Cuartel General en el Llano de Maipo, marzo 29 de 1818.- José de San Martín.- Señor General don Miguel Brayer".    

A esta contestación irónica, y demás incidentes, respondió Brayer más tarde desde Montevideo con un manifiesto que hemos visto sobre su conducta en Chile y sus disidencias con San Martín. La redacción de este escrito se atribuyó a don José Miguel Carrera.

Los cinco o seis días que transcurrieron desde la dispersión de nuestro ejército en Cancha Rayada hasta la llegada a Santiago de San Martín y O’Higgins, los empleó Rodríguez en armar malamente su regimiento, con los escasos restos que habían quedado en la maestranza, que apenas había podido suministrar lo muy preciso para armar los siete mil hombres que habían marchado al encuentro de Osorio.

Las noches las empleaba en recorrer la población y visitar los cuarteles, reducidos en su mayor parte a diez o doce inválidos que los custodiaban.

Los dos únicos batallones de milicias que había entonces cubrían todas las guardias. Una compañía de comerciantes argentinos, numerosos en Santiago, acuartelados en San Agustín, rondaban la ciudad y en particular el comercio, amenazado seriamente.

Rodríguez se empeñaba, sobre todo, en desterrar el pánico que se había apoderado de todo el mundo. Se presentaba a caballo, a cierta distancia, en los cuerpos de guardia donde había centinelas exteriores, y al preguntársele: “¿Quién vive?”, contestaba clavando las espuelas al caballo en ademán de atropellar al centinela.

Al que abandonaba su puesto, que no eran pocos, se le castigaba con un corto arresto, no siendo posible otra cosa por ser cívicos en su mayor parte, o con una burla mortificante. El que se conservaba en él recibía muchos elogios y algunas monedas.

A la llegada de O’Higgins y San Martín a Santiago, Rodríguez se contrajo exclusivamente a la disciplina de su cuerpo, que siendo voluntario y sin sueldo determinado, no tenía más estímulo que su entusiasmo, contrariado con frecuencia por los pocos y tardíos recursos que recibía. Esto, y la índole política de los que lo componían, lo mantenía a cierta distancia del Gobierno, que lo miraba con mal ojo. Por lo demás, esto le daba cierta independencia poco avenible con la disciplina, sobre todo en esas circunstancias.

A pesar del entusiasmo que la presencia del Supremo Director y del general San Martín había inspirado en muchos, la emigración iba en aumento, y el camino de Aconcagua no era más que una fila interminable de gente que abandonaba la capital en dirección a la otra banda. Entre esa multitud vimos con extrañeza a un valiente jefe argentino, don Mariano Necochea, que seis años más tarde se cubrió de gloria en Junín, acompañado del célebre médico español Grajales. Una herida casual de una mano, fuera del campo de batalla, era el motivo. ¿No podía esperar en Santiago el último resultado de la contienda? Si esta clase de hombres nos abandonaban sin la menor reserva, ¿quién podría infundirnos aliento? No es, pues, extraño lo que vamos a referir.  

Hemos dicho antes que había en la capital en ese tiempo dos batallones de guardias nacionales. No tomamos en cuenta un cuerpo de caballería compuesto de gente decente, que poco antes de la batalla se dispersó, yendo algunos de los más valientes a engrosar el ejército... ¡de Osorio!

De los dos batallones mencionados eran jefes: del número 1º, don Francisco Elizalde, argentino, muerto honrosamente en Lircay, en las filas del general Freire; del número 2º lo era don José Santiago Aldunate. Ambos cuerpos ocupaban el antiguo edificio del Instituto. Una tarde, en víspera de la batalla, se reunieron con gran solemnidad. El señor Elizalde les dirigió un discurso entusiasta y conmovedor, que concluyó por estas palabras: “Ciudadanos: el que esté dispuesto a vencer o morir al lado de nuestro valiente ejército, de dos pasos al frente”. Los dos batallones, sin una sola excepción, lo hicieron a los gritos de “¡Viva la patria y mueran los godos!” Esa noche quedaron acuartelados, disponiéndose para marchar. A las cuatro de la tarde del siguiente día salieron ambos cuerpos acompañados por gran parte del pueblo. Alojaron a la salida de la ciudad, formando pabellones, con numerosos centinelas, quizá no tanto para cuidar las armas cuanto a los que las llevaban.

Al venir el día siguiente, se tocó diana por los cuatro tambores que tenían las dos bandas reunidas. A esa hora empezó a notarse que había más fusiles que soldados; pero se creyó que, como se había acampado muy cerca de la ciudad, habrían ido a remoler a las inmediaciones, como cuatro años antes había sucedido con la desgraciada división de don Manuel Blanco Encalada en Talca, con el enemigo al frente. Pero después de hacer circular en todas direcciones a los tambores, tocando llamada por más de una hora, se cayó en cuenta de que la tropa que había formado no era suficiente ni para acarrear al cuartel los fusiles sobrantes.

En vista de esto, se determinó  volver a la ciudad, pero esperando la noche para ocultar al público lo sucedido y trayendo los fusiles en carretas.

En esos días, el teniente del número 3, don José Antonio Alemparte, herido de gravedad en el asalto de Talcahuano, se hacía conducir a la Plaza de Armas en una silla, y con voz casi extinguida trataba de excitar el entusiasmo y la venganza contra los invasores.

Desde la catástrofe de Cancha Rayada los jefes del ejército y don Bernardo O’Higgins, como los demás, tenían un temor: un asalto nocturno.

La víspera de la batalla preguntaba el Director al teniente Vidal, que venía del campamento:

-¿Cómo está el ejército?

- Bien, señor, si no nos embisten de noche.

Don Bernardo movió la cabeza en signo de asentimiento, pero sin decir una palabra.

A este respecto se referían varios incidentes que confirmaban este temor.

Se dio por fin la batalla. Hubo un momento de vacilación en el ejército patriota cuando el  magnífico Batallón Burgos hizo volver caras a dos de los nuestros, el 7º y el 8º. Poco después la victoria se declaraba por nosotros, y ambos batallones recuperaban el terreno perdido.

El regimiento de Rodríguez no concurrió a la batalla. ¿Cómo se explica que un cuerpo organizado en los momentos de conflicto y formado por patriotas decididos y de conocido valor faltara en su puesto en la hora crítica? No hemos leído a todos los historiadores que han tratado de este episodio de nuestra revolución, y en los que hemos visto no encontramos nada que satisfaga ni remotamente esta duda, que debe ocurrírsele a todo el mundo.

Sin que el que esto escribe se quiera dar los aires de hombre de importancia, casi está seguro de ser el único que sobrevive a los pocos que estuvieron en el secreto de este hecho, puesto en su noticia por un testigo de toda responsabilidad.

El año 31 ó 32 llegó a Chile don Ramón Allende, después de doce años de ausencia, por haber sido desterrado por carrerino en el gobierno de O’Higgins. Este y su hermano don Gregorio, víctima de igual persecución, habían pertenecido a nuestro ejército desde la campaña de 1813 y habían conquistado gran fama por su raro valor.

A don Ramón, que hace algunos años murió en Valparaíso de comandante de serenos, hemos oído referir lo que vamos a relatar. Adviértase que era capitán del regimiento de que se trata y por mil motivos amigo de Rodríguez.

La víspera del combate se convocó, con la mayor reserva, a una junta a que sólo debían asistir el primero y segundo jefe del cuerpo y los capitanes.

La junta tuvo lugar y casi no hubo discusión, porque la uniformidad en las opiniones era completa; de manera que sin la menor vacilación se convino por unanimidad en no concurrir a la batalla, dando como motivos, entre otros, los siguientes:

El regimiento estaba, exceptuando la oficialidad, y no toda, malísimamente montado y con armas la mayor parte inservibles. Este cuerpo, en tales condiciones, debía representar un pobre papel al lado de nuestra numerosa e irresistible caballería, tanto chilena como argentina, con que contaba el Ejército...

En caso de ganarse la batalla, se trataría de conservar a todo trance el regimiento, con la casi seguridad de que próximamente debían llegar a Chile don Juan José y don Luis Carrera, presos en Mendoza, pero cuya libertad era inminente. En todo caso se contaba con don José Miguel, libre en Montevideo. En suma, el regimiento debía ser la base de una revolución contra aquel orden de cosas, que para ellos no era más que una persecución permanente, la cual tomaría mayores proporciones una vez pasada la presente situación.

Si la batalla se perdía, el regimiento estaba llamado a prestar valiosos ser vicios a la patria, retirándose al Norte y sublevando esa gran provincia, que más tarde ha sido dividida en tres, contra el Gobierno español, pudiendo contar desde luego con el denuedo y patriotismo de los aconcagüinos. En todo caso estaban decididos a no emigrar por segunda vez.

He aquí, omitiendo pormenores, lo que no sólo a nosotros refería el señor Allende, sin reserva alguna.

Los sucesos posteriores confirmaron la previsión de esos señores. El regimiento fue disuelto bruscamente, sin esperar que volviera a Santiago de una excursión que se le había ordenado al Sur, a que no había concurrido su jefe. Esto sucedía cinco a seis días después de la batalla.

Diez o doce días más tarde de aquel acontecimiento, una reunión pacífica de las personas más importantes de Santiago pedía respetuosamente al Director algunas modificaciones en el régimen estrictamente dictatorial que entonces imperaba.

La contestación no se hizo esperar: Rodríguez, que se encontraba entre los peticionarios, fue tomado preso y conducido con numerosa escolta al cuartel de San Pablo, de donde no salió hasta un mes después con el Batallón Nº 1 de los Andes, con dirección a Quillota. Todos saben que en Tiltil concluyó su viaje... y su vida...

Aquí habríamos terminado nuestro artículo; pero recordamos haber ofrecido decir algo sobre el modo cómo a veces se conceden condecoraciones, y vamos a cumplir nuestra palabra, refiriéndonos a lo que contaba un condecorado con franqueza y gracia inimitables.

Nuestros lectores recordarán que cuando el Intendente Fontecilla se presentó en el cuartel de San Pablo, lo recibió como oficial de guardia el teniente Egaña. Pues bien, a este mismo oficial, perteneciente a una familia que por su talento y patriotismo desempeña un gran papel en nuestra historia, le tocó la guardia del cuartel en vísperas de la batalla de Maipo. Su familia había emigrado antes, y se encontraba alojada cerca de la cordillera, esperando el resultado final. Él, que no se creía menos comprometido que su familia, abandonó la guardia y se fue a reunir con ella.

Al verlo llegar, su padre le reconvino duramente por haber abandonado su regimiento, sin saber en ese momento que estaba de guardia. En la mañana del 6 de abril llegó la noticia de la victoria. Nuestro oficial, aprovechando la alegría de su padre, le confesó la verdad entera. Nueva, pero más dura reprimenda.

Volvió la familia a Santiago, y en medio del júbilo con que celebraba tan fausto acontecimiento llega un soldado del regimiento con una orden del coronel para que el teniente Egaña se presentara a la mayor brevedad en la mayoría del cuartel. La sorpresa de todos fue cual debe suponerse. El padre, impuesto de la orden, se dirigió a su hijo, diciéndole:

- Tu delito no tiene más que un castigo: la muerte; pero en estas circunstancias quizá no se te aplique el rigor de la Ordenanza. Te conmutarán el castigo en un largo encierro en un castillo, gracias a mi amistad con el coronel. Preséntate en el cuartel, veremos lo que se ha de hacer, y avisa con tiempo a dónde se te ha de mandar la cama y la comida.

En ese momento no había en la casa más hombres que el padre de nuestro oficial, enfermo de resultas del viaje e imposibilitado para acompañarlo. Tuvo que ir solo.

Al cabo de dos horas volvió el teniente Egaña acompañado de uno de sus hermanos. Apenas los vio el padre, se dirigió al primero, preguntando sorprendido:

-¿Qué hubo?

- Nada, señor.

-¿Cómo, nada? Dímelo todo, sin omitir una palabra.

—Apenas me vio el coronel, me dijo: “¿Cómo te va, Juanito?, y mi compadre, ¿está bueno?” En seguida añadió: “El general me pide una razón circunstanciada de la comportación [sic] del regimiento en la batalla, y te he llamado para que la escribas”. Luego dictó el parte, añadiendo al fin una recomendación nominal de todos los oficiales. Al oírmelo leer, me dijo: “¿Y tú no te pones?” Viendo que no le con testaba: “¡Sería original que yo omitiera al hijo de mi compadre!” Y agregó: “El teniente don J. M. Egaña no se condujo con menos valor y entusiasmo que los otros oficiales”.

-¿Y eso escribiste?

- Sí, señor: me lo ordenó terminantemente.

-¡Bendito sea Dios! ¡Y así hay patria!

Por lo demás, el señor Egaña conservaba, según decía, su medalla con su respectivo diploma...

Un escritor notable de la República Argentina nos escribe desde Buenos Aires, con fecha 31 de mayo de este año, y con respecto a este artículo, lo que sigue:

“Tengo a la vista La Estrella de Chile, la que contiene las Virutas Históricas, episodios que precedieron a la batalla de Maipo. Su contenido es de una irreprochable verdad, y me consta toda su narración, porque de alguna parte he sido testigo, y del resto, su notoriedad es su mejor justificación.

“Voy a dar a usted una ligera idea de mi análisis”, etc.

La persona mencionada es el señor coronel don Jerónimo Espejo, alférez de artillería en Chacabuco, que hizo todas las campañas de Chile hasta su marcha al Perú con el Ejército Libertador, y a quien San Martín decía, antes de partir para Europa, en un documento público:

“Le autorizo por el presente para que pueda recordar con orgullo a cuantos participen de los beneficios de la Independencia, que tuvo la gloria de ser del Ejército Libertador... y lo declaro acreedor al reconocimiento de la patria y de la posteridad.- San Martín.”