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Diarios, Memorias y Relatos Testimoniales
Recuerdos de Treinta Años (1810-1840)
XVI. Don José Miguel Carrera

Cuando en abril de 1818 tenía lugar en Chile la victoria de Maipo, se encontraba asilado en Montevideo don José Miguel Carrera, que un año antes y con gran trabajo y peligro había podido escaparse de un buque en que el gobierno argentino lo tenía preso en la bahía de Buenos Aires.

Los gobiernos chileno y argentino se prestaban estos servicios mutuos. Las prisiones argentinas estaban abiertas para los chilenos hostiles al gobierno de nuestro país; las de Chile lo estaban para los argentinos que se encontraban en el mismo caso...

La familia Carrera era perseguida en Chile con más encarnizamiento y crueldad que los más decididos partidarios del rey de España.

El gobierno se había echado sobre todas sus propiedades, dejándola perecer en el destierro, y aun en Chile, falta de todo recurso. Si esta política era inevitable, fatal, no nos toca a nosotros decidirlo.

Don Juan José y don Luis, sorprendidos en su tránsito para Chile en meses anteriores, permanecían presos en Mendoza, donde se les seguía una causa con mucha lentitud, por conspiración intentada desde su prisión.

A fines de marzo del mismo año llegó a ese pueblo la noticia del descalabro de Cancha Rayada, que puso a Chile al borde de su ruina.

Fue transmitida con toda celeridad a Buenos Aires y a Montevideo.

Como era natural, aquel suceso causó en los ánimos gran zozobra. Un correo posterior de pocos días consoló a los patriotas, haciéndoles saber que una gran parte de las fuerzas dispersas en Cancha Rayada se encontraba reunida muy próxima a Santiago, dispuesta a disputar la victoria al ejército de Osorio.

Don José Miguel, los dos Benavente [1], don Manuel Gandarillas, don Pedro Vidal, Camilo Henríquez y otros chilenos partidarios de Carrera, asilados, como él, en Montevideo, esperaban con el mayor interés noticias del resultado de la batalla decisiva que se preparaba, como también del desenlace de la causa que con tanta calma se seguía a don Juan José y a don Luis, aunque sin temer un resultado sangriento, a que no daba lugar la naturaleza de esa misma causa.

Una mañana, a eso de mediodía, hora ordinaria en que se reunían diariamente los señores mencionados para comunicarse los rumores que cada uno había recogido en la ciudad, el último que llegó trayendo la noticia que ya todos sabían de la victoria de Maipo, añadió que se decía, aunque con reserva, que don Juan José y don Luis habían sido fusilados el 8 del mes corriente en Mendoza.

Aun cuando no se hallaba presente don José Miguel, ninguno de los otros había querido añadir, a pesar de saberlo, este funesto apéndice... Por momentos y con la mayor ansiedad lo esperaban, no dudando que a esa hora no podía ignorar su inmensa desgracia.

La mayor dificultad para dar crédito a la noticia era que  hubiera llegado desde Mendoza a Montevideo en seis días y algunas horas; pero luego se supo que el correo que la había llevado a Buenos Aires desde Mendoza había andado aquellas trescientas leguas en cuatro días y medio.

Este correo, por rara coincidencia, fue el famoso Escalera, el mismo que diez años antes había salvado en veintitantos días la enorme distancia (creemos que de mil leguas) que hay de Buenos Aires a Lima, llevando la noticia del fracaso de la segunda invasión inglesa.

Tardaba don José Miguel más que de costumbre, y ya don Manuel Gandanillas se disponía a buscarlo en casa de don Nicolás Herrera, argentino y amigo común, cuando oyeron que desde el zaguán de la casa, casi corriendo y golpeando las manos, gritaba:

- ¡Viva Chile: victoria completa!...

Al oírlo, todos se miraron con dolorosa sorpresa; pero él, sin fijarse en la expresión indefinible de aquellas fisonomías, añadió:

- ¿Qué dicen ustedes de los reclutas chilenos que se baten como leones?

Una sonrisa forzada de asentimiento, sin una palabra articulada, fue la única contestación. ¡Todos habían caído en cuenta de su ignorancia!

Entonces, sorprendido y mirando sucesivamente a todos, dijo:

- ¡Cómo! ¿Se han convertido ustedes en godos, acaso?

Como nadie contestaba, añadió:

- ¿O hay algo más que yo no sé?

El mismo silencio.

- ¡Ah! ¡Han fusilado a alguno de mis hermanos!... ¿A los dos quizás?... ¡Sí, no me digan nada!

Y dando un gran golpe con ambos puños en la pared, permaneció vuelto a ella un largo rato, dando libre curso a sus lágrimas.

En seguida tiró el sombrero, añadiendo:

- ¡Basta de lágrimas; los vengaré o perderé la vida!...

Desde el siguiente, día empezó a cumplir su palabra, y sus escritos, vehementes hasta entonces, fueron en adelante incendiarios. Esto no era bastante: luego cambió la pluma por la espada, que no dejó de la mano hasta concluir su vida en el mismo pueblo, en la misma, plaza y en el mismo rincón en que tres años y medio antes la habían perdido sus hermanos.

El año 19 vimos en la pared Oriente de esa plaza las huellas de las balas que habían atravesado el pecho a los primeros; el año 24 vimos aún las que habían dejado las que atravesaron el suyo...

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[1]

Don Diego y don José María. Tuvieron un hermano, Juan José, que fue comerciante y militar. Se hallaba en Buenos Aires cuando [se produjo] el fusilamiento de don José Miguel Carrera, el cual habría evitado, decía, si hubiera tenido diez mil pesos. Volver.