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Diarios, Memorias y Relatos Testimoniales
Recuerdos de Treinta Años (1810-1840)
XII. Vida Teatral

Cuando el 20 de agosto de 1820 se abrió aquel teatro, lo hizo con una compañía dramática tan numerosa como no se ha visto jamás. Tres primeros galanes, cuatro barbas; tres graciosos, siete actrices e infinidad de partes de por medio.

Esto sólo supone un gasto enorme en sueldos; pero eso no era posible si se considera lo exiguo del valor de palcos, entradas y asientos. El palco valía dos pesos, la entrada dos reales y la luneta uno.

Excepto Pérez y Hevia, y no sabemos si las actrices, chilenas como aquéllos, todos los otros actores eran pagados por función, de suerte que el que no trabajaba no tenía nada que cobrar. Cáceres, que era el primer actor, ganaba seis pesos por noche. Siendo los otros muy inferiores, debía en proporción ser su honorario, si puede usarse esta palabra con aprendices de cómico.

La orquesta fluctuaba entre siete u ocho músicos, los únicos que podían llamarse tales en Santiago, que costarían de 20 a 22 pesos por noche. Esto nos trae a la memoria que la orquesta, situada en el mismo lugar que ahora ocupa, tenía una particularidad. Aquel lugar no estaba ni entablado ni enladrillado, de suerte que cuando Robles, director de orquesta, marcaba el compás con el pie, por tener ocupadas las manos con el violín, levantaba una gran polvareda más que visible al público. Aquel lugar no se barría jamás.

Los fines de fiestas eran, hasta el año de 1830, sainetes, tonadillas españolas y a veces baile. Desde 1824 hasta 1826 desempeñaba esta parte doña Rosa Lagunas, limeña, y don José Pose, español.

Cuatro años antes, doña Ángela Calderón, favorita del público por su hermosa figura y buena voz, cantaba una tonadilla a una sola voz, en que representaba a una ciega que vendía almanaques.

La tonadilla era fea y desde el principio se notaron muestras de desagrado en un palco de gran tono.

Este descontento cundió hasta hacerse general en el público.

La Calderón, acostumbrada sólo a escuchar aplausos, no fue dueña de sí misma, y dando algunos pasos en dirección al público, le dirigió las palabras siguientes, que conservamos letra por letra en la memoria: “Pueblo indecente de m..., que por tres reales que paga, con licencia de la gente”.

Con esta última palabra cayó el telón, sin que el público se diera por aludido; sin embargo, la Calderón, en la función siguiente, dio una satisfacción, redactada por el doctor Vera, y todo quedó olvidado.

Lo preferido, sin embargo, era el sainete, casi siempre sacado del inagotable don Ramón de la Cruz.

Algunos se repetían con frecuencia, entre ellos San Tristezas Tongarini.

Se daba este sainete una vez en circunstancias de hallarse en Santiago gran número de coquimbanos, recién caído don Bernardo O’Higgins. En este sainete tenía lugar una procesión en que el gracioso Pedro Pérez era paseado en el proscenio en andas, disfrazado de santo, cantando los alumbrantes esta copla:

El señor San Tristezas,
Al pueblo de Coquimbo.
Sea bienvenido.

Los coquimbanos, que se daban los aires de haber derrocado a don Bernardo O’Higgins, se consideraron insultados y amenazaban con un reclamo.

Morante dio por la prensa, a nombre de la empresa, una satisfacción en que decía que no se había dicho o tratado de decir pueblo de Coquimbo, sino pueblo de Apoquindo. Esta mentira era grosera, porque esa vez y siempre se había cantado Coquimbo.

Había otro sainete que también se repetía mucho. No recordamos el título, pero en él se simulaba un entierro en que, al pasearse por el proscenio los acompañantes, cantaban a dos coros alternados estas estrofas:

Primera estrofa

1.er coro: ¿Por qué van a los duelos tantas visitas?
2° coro: Por tomar chocolate los nueve días.

Segunda estrofa

1.er coro: ¿Por qué lloran las viudas dando chillidos?
2º coro: Porque antes no  enterraron a sus maridos.

Al fin de cada estrofa se decía:

El preste: ¡Dinero y descanso tengamos!
Coro: ¡Amén!

Esto se cantaba imitando las entonaciones usadas en estos casos por la iglesia. Se prefería el 8º tono.

El alumbrado era otra especialidad. El de bastidores, palcos, platea y salones era de velas de sebo, que sólo podían reanimarse despavesándolas en los entreactos.

El alumbrado del proscenio, o carro de Febo, como algunos dicen, consistía en seis u ocho candiles o tazas de barro ordinario. El líquido que alimentaba estas luces era sebo. Durante la representación solían esos candiles despedir un humo denso por falta de pabilo o mala colocación de las mechas, y era preciso sufrirlo hasta que caía el telón. A veces ese humo era general en todos los candiles, hasta el extremo de interponerse entre el público y los actores una especie de niebla insoportable por su hediondez.

En los entreactos salía un muchacho a sumergir de nuevo las mechas y reanimar de este modo el alumbrado. La postura del muchacho, en cuclillas, solía ofrecer ciertos inconvenientes.

El alumbrado duró tanto como el Teatro Principal, es decir, hasta 1836, en que fue demolido.

Nos falta hablar del anunciador, cuyo papel hacía temblar a los que lo desempeñaban, y por lo cual en todas partes se encomendaba a los graciosos, a no ser que se contara con algún actor especial, como lo era Pino entre nosotros. El anuncio por impresos no se conoció de un modo estable hasta después de 1840, en el Teatro de la Universidad.

El exordio obligado del anuncio era: “Para tal día se convida a tan respetable público”, etc. El fin de este anuncio jamás dejaba de ser saludado con alguna palabra burlesca o con silbidos de muchachos, y esto sólo cuando el actor no había cometido alguna ligera equivocación, pues en este caso la pifia era general.

Otras veces, cuando lo que se anunciaba no era del agrado del público, éste protestaba con gritos generalmente, pidiendo otra tragedia o comedia más de su gusto.

Esto daba lugar a ciertos diálogos muy vivos entre el público y el anunciador, que, no pudiendo resolver nada sobre lo que le exigía, tenía que escuchar lo que en voz baja le soplaba el empresario, colocado a sus espaldas tras del telón, y que siempre se oía por una parte del público.

La mayor dificultad consistía, como a veces sucede en nuestras cámaras, en saber dónde estaba la mayoría.

El triunfo era siempre, también como en las cámaras, de los más porfiados, majaderos y de mejores pulmones, y, oído el empresario, se les daba gusto.

A su vuelta Morante se estrenó, a petición general, esta vez no era mentira, con la obra favorita El Abate de L’Epée.

El público, sin embargo, no saludó a su actor predilecto ni con una palmada al presentarse por primera vez. Hemos dicho que era avaro en aplausos. Esta vez fue una cosa peor, y para desagraviar a Morante fue necesaria una ovación estrepitosa antes de caer el telón en el último acto.

En las diez funciones extraordinarias que en los diez meses y medio de la temporada dio Morante cada año, representó obras enteramente nuevas, que había traducido él mismo del italiano y del francés, idiomas que le eran familiares.

Algunos actores, ignorantes y envidiosos de su mérito, le declararon una guerra sistemática.

Al recibir los papeles de estudio que Morante repartía para sus funciones, buscaban alguna palabra cuya acepción les era desconocida y tomaban de refrán para repetirla en todas partes como inventada para aquél, lo que servía de tema para desacreditar sus beneficios.

Recordamos dos palabras que levantaron entre ellos gran algazara.

La primera fue espelunca, sustantivo poco usado en el día, pero castellano.

La otra, sonámbula, tan castellana como la anterior; pero que aquellos ignorantes burlones oían probablemente por primera vez.

Por estos medios y otros idénticos conseguían anticipadamente desacreditar las funciones de Morante, y en los dos años que duró esta contrata no sólo vio frustradas sus esperanzas, sino que tuvo el pesar de ser víctima de la más estúpida malignidad.

Esto le hizo contraer una deuda considerable con el empresario, que jamás pudo cancelar.

Para esa clase de pícaros hemos visto hace años un modelo de contrata formulada en un teatro de París, y no sería el único, en que tanto a músicos como a cantantes se les imponía una fuerte multa en caso de saberse que desacreditaban las óperas en estudio.

Durante la ausencia de Morante y Cáceres había venido de Buenos Aires doña Teresa Samaniego, actriz de quien ya hemos hablado.

La Samaniego, concluidas las funciones que dio en Santiago, se dirigió al Perú, y don Domingo Arteaga volvió a Santiago con la compañía, a la que se incorporó Villalba, el gracioso de más mérito conocido hasta entonces, pues [al] famoso Rendón no debíamos verlo hasta 1841.

Llegó en ese tiempo Rivas, catalán y trágico de notable mérito, que luego debía ser rival temible de Cáceres.

No pasó mucho tiempo, sin que éste llegara también de Buenos Aires en compañía de don Domingo Moreno, excelente actor español, y de doña Trinidad Guevara, actriz favorita de aquel pueblo.

Entre Rivas y Cáceres se dividieron los pareceres. Cáceres tenía sobre aquél su magnífica figura y su voz agradable y poderosa. Rivas, por su acción y más que todo por su admirable gesticulación, contrabalanceaba aquellas ventajas. Los señores don Andrés Bello  y don Ventura Blanco Encalada eran partidarios decididos de Rivas.

El señor Bello publicó algunos artículos sobre teatro en que, sin desconocer el mérito de Cáceres, dejaba entender muy claramente que prefería a Rivas. El público se dividió en dos bandos, siendo el más numeroso el de los amigos de Cáceres. El otro suplía el número con la opinión importante de aquellos dos señores.

Los artículos del señor Bello fueron atribuidos a Morante, que, sin razón, suponían enemigo de Cáceres. Eso prueba, por otra parte, la elevada idea que se tenía del talento de Morante, pues se le confundía con aquel eminente literato.

Las cosas habían llegado a tal término, que fue necesario recurrir a un expediente, usado a veces en estos casos. El público exigió ver trabajar a los dos rivales en idénticos papeles en dos noches consecutivas.

La obra elegida fue Los Hijos de Edipo, tragedia muy conocida del público y en que Cáceres y Rivas se habían hecho aplaudir con entusiasmo.

En una noche debía uno de ellos hacer el papel de Eteocles, ejecutando el otro el de Polinice; en la noche siguiente, al revés.

La concurrencia, como debe suponerse, fue inmensa. Las opiniones, como también debe suponerse, no variaron, y Cáceres y Rivas no fueron menos excelentes actores que antes para sus respectivos partidarios.

En una escena ocurrió un incidente que aterró al público más que todas las de esa terrible tragedia.

En la segunda representación, y seguramente por ser del caso, ambos hermanos, que tantas pruebas habían dado de su odio recíproco, y que el público había personificado con aplausos imprudentes, sacan a un mismo tiempo las espadas. Rivas y Cáceres se acercan en aire amenazante y tan a lo vivo, que una gran parte del público, lleno de angustia, dio un grito unánime: “¡No, no!”.

Más de una persona se levantó en ademán de lanzarse sobre el proscenio, creyendo una desgracia inminente.

Ambos actores, de valor probado, no habían llevado, sin embargo, hasta ese extremo su rivalidad de artistas.

Poco después, Cáceres y Rivas dirigieron, éste a México, aquél al Perú.

Morante, a pesar de que su enfermedad se había declarado enteramente, aún conservaba su antiguo prestigio, y no sin razón.

Se anunció el Aristodemo en que antes había hecho de protagonista. Esa vez se debía representar sin que él tomara parte. Pero antes de levantarse el telón se avisa al empresario que Peso, que hacía el papel del rey que da el nombre a la tragedia, no podía representar por una enfermedad repentina. Por el mal efecto que siempre causa en el público un cambio repentino, fue preciso recurrir a Morante para que reemplazara a Peso, en un papel que jamás había tenido ocasión ni siquiera de leer, y es de advertir que, como es de regla, la tragedia era en verso endecasílabo.

Morante no tuvo más tiempo que el necesario para vestirse y salir a la escena en seguida.

A poco andar, el público empezó a observar que al personaje del rey, que Peso, con ser uno de los mejores actores, no había conseguido hacer notar, Morante le daba una importancia de primer orden, sacando aplausos de pasajes en que nadie se había fijado. Este también era su último destello.

Continuó representando papeles de barba y dirigiendo la escena; pero la enfermedad hacía visibles progresos.

Llegado el año de 1835 ó 1836, volvió Cáceres del Perú a muy buen tiempo por lo decadente de las funciones dramáticas. Fue contratado y dio principio con Montescos y Capuletos, tragedia en que hizo, como siempre, el primero de estos papeles con éxito completo. Este también fue el último triunfo de Cáceres, atacado ya de la misma enfermedad de Morante, y de la que murió pocos meses después en Valparaíso, en ese año; según nuestros cálculos, de 42 de edad.

Luego dejó Morante de representar. Vivió con los escasos recursos que algunos amigos le proporcionaban, y sobre todo con los del señor Arteaga, que, en escasa fortuna, no lo abandonó jamás.

El Arzobispo Vicuña, noticioso del estado de peligro en que se encontraba Morante, encargó a un amigo de éste le hiciera ver la necesidad de reconciliarse con la Iglesia, a quien había hecho tan cruda guerra. El señor Vicuña ignoraba que el comisionado tenía en religión las mismas ideas de Morante. A pesar de eso, aquél cumplió su encargo, como era de esperarse, sin ningún resultado. En la primera visita, y después de las palabras de costumbre, dio principio a su misión diciendo a Morante, con aire distraído: “¿Me parece que he visto salir de aquí un padre de la Merced?” Contestó Morante: “Si viera el hábito de un fraile en mi casa, me daría fiebre”. “Sin embargo, la religión tiene sus pruebas, y han creído y creen en ella hombres muy grandes”. Morante mudó de conversación y ya no se habló más sobre la materia.

El mal, a pesar de su gravedad, daba todavía mucha espera. El presbítero, después canónigo, don Miguel Mendoza, amigo de Morante, le hizo algunas visitas que le agradeció vivamente. Esto alentó a Mendoza, quien, conociendo que él no era hombre para Morante, sólo trató de atraerlo con palabras cariñosas, evitando toda discusión a que éste parecía inclinado. Por este medio ganó su voluntad y consiguió por fin confesarlo.

El mismo día en que esto sucedió, Morante, como volviendo en sí, hizo llamar en la noche a don Mariano Palacios, su antiguo compañero, y nuestro, llegado de Buenos Aires. Al verlo le dijo: “Esta mañana he tenido una debilidad: me he confesado; pero voy a protestar de lo que he hecho”. Dictó en pocas palabras la protesta y encargó las fórmulas a Palacios, próximo a recibirse de escribano, encargándosele traer todo escrito para firmar al siguiente día.

Al retirarse Palacios encontró cerca de la casa de Morante dos clérigos, de los que sólo conocía al señor Mendoza. Se detuvo y los vio entrar en la casa de Morante. Después se supo que el otro eclesiástico era el señor don José Iñiguez, sacerdote de maneras sencillas, de eminentes, virtudes y de gran saber.

Mendoza, habiendo presentado a señor Iñiguez y al cabo de una conversación en que Morante tomó parte como en perfecta salud, se retiró solo.

Después de una larga conferencia privada y en voz baja, se retiró también el señor Iñiguez.

Morante llamó en seguida y encargó, si no estamos equivocados, a don Anselmo Silva, residente ahora en Rancagua, dijera al señor Mendoza lo esperaba al día siguiente. El señor Silva, que con un cariño y fidelidad altamente laudables no se separó de Morante hasta el cementerio, cumplió sin duda su encargo.

Palacios se dirigió en la mañana siguiente a casa de Morante, sin llevar la protesta escrita, porque se proponía hacerlo bajo su dictado.

Apenas entró al patio, oyó con sorpresa la voz robusta del señor Mendoza que dictaba a Morante palabras de arrepentimiento y consuelo, y que Morante repetía con fervor y entonación que apagaba la de aquel antiguo sochantre de la Catedral.

Palacios habló con la señora de Morante sin dejarse ver de éste, y se retiró.

Según nuestra invencible costumbre de no visitar enfermos de gravedad, de acuerdo con Palacios, lo esperábamos en el Café de la Nación con el mayor interés. Allí supimos todo lo que hemos referido y calculamos lo siguiente respecto a las últimas resoluciones de Morante.

Al retirarse el señor Mendoza el día anterior, después de haberlo confesado por primera vez, debió pensar que aquel acto había tenido lugar más por con descendencia que por convicción. (Esto lo prueba la protesta proyectada). El señor Mendoza, no encontrándose capaz de convencer a Morante, acudió al señor Iñiguez, que por lo visto lo consiguió completamente en la conferencia referida.

Morante, después de recibir los sacramentos, vivió aún muchos días, dando pruebas de la sinceridad de su arrepentimiento, si no tan espléndidas como las de sus antiguos admiradores Lafinur y C. Henríquez, no menos claras y sinceras.

Su edad sería de 52 a 54 años.

Morante dejó varios manuscritos: entre ellos Los Templarios, tragedia traducida por él del francés, en verso, y de cuyo autor no estamos seguros, por haber conocido otras sobre el mismo argumento.

Morante, al traducirla, la había acompañado de extensas y numerosas notas históricas en que manifestaba su vasta erudición.

Hasta hace poco hemos conservado una “Despedida de mi patria y de mis amigos”, que suponemos escrita al emprender su último viaje a Chile.

En esta composición hacía recuerdos de su niñez y de su madre, que no era posible leer sin conmoverse. Era notable, sobre todo, el fin, por la exactitud con que describe el desamparo de los últimos años de su vida.