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Diarios, Memorias y Relatos Testimoniales
Recuerdos de Treinta Años (1810-1840)
XI. Luis Ambrosio Morante

Morante, notabilísimo actor dramático, cuya memoria muchas personas conservan fresca a pesar de los años transcurridos desde su muerte, ha adquirido nuevo mérito después que hemos visto a Rossi, que, en casi todos los papeles que ha ejecutado, no ha tenido rival hasta el día.

Al ver nosotros por primera vez a Rossi, experimentamos una sorpresa agradable que no pudimos menos que comunicar a las personas que estaban a nuestro lado. Gesticulación, andar, movimientos, declamación, todo nos recordó instantáneamente a Morante; y es de advertir que entre el aspecto y figura de uno y otro no hay ni la más remota analogía. Rossi es un buen mozo en toda forma; Morante era exactamente todo lo contrario.

Bajo y grueso de cuerpo, de vientre abultado, de color moreno, era, sin agraviarlo feo; pero de él podía decirse, sin faltar a la verdad, lo que siempre se dice de los feos y las feas: que era simpático. Y lo era sobre todo cuando hacía papeles de barba, sacerdote, etc.

Morante era natural de Montevideo, pero desde muy joven se estableció en Buenos Aires, donde se había dedicado a la carrera dramática.

Su voz poderosa y agradable, su acción propia y natural y su pronunciación clara y correcta, le conquistaron las simpatías del público, nada indulgente, de aquella capital.

Pocos años después de haberse exhibido en público Morante, llegó a Buenos Aires, Cubas, actor español y muy notable y del que Morante aprovechó todo lo bueno que la escuela española tenía en esa época.

El ejército de San Martín y los emigrados chilenos que con él habían vuelto a Chile dieron a conocer la fama de que gozaba Morante en Buenos Aires.

La falta absoluta que había en el teatro de Santiago de un actor modelo que dirigiera la enseñanza de los prisioneros españoles, que el comandante de ellos, don Domingo Arteaga, empresario de esa época, había dedicado a esa carrera, hacía desear un artista de la capacidad de Morante.

En los dos años que hasta entonces llevábamos de teatro permanente, no habían tenido estos actores improvisados  más maestro ni director de escena que el coronel La Torre, prisionero también, y fanático aficionado al teatro. El fue el primer maestro que tuvieron Cáceres, Peso y demás actores que después hemos conocido.

Escribió un cuaderno que llamó Alcorán del Teatro; en donde había consignado algunos preceptos sobre la declamación, acompañados de trozos sacados de las tragedias y comedias ya representadas. El estudio del tal cuaderno había servido de bien poco a los actores, y eran estos tan escasos en conocimientos profesionales, que a veces decían en alta voz, dirigiéndose al público o a los actores, los apartes.

De los trajes nada diremos. Las tragedias griegas o romanas eran las únicas en que había alguna verosimilitud, aunque muy remota. Los personajes de la Edad Media se presentaban casi siempre vestidos de frac o levita, y, más ordinariamente, con el traje militar del día.

Morante fue el primer actor que se vio en Chile vestido con propiedad, aunque sin lujo. Su espada romana, que remitió al señor Arteaga anticipadamente, llamó mucho la atención.

Llegó a Santiago el 1º de noviembre de 1822. Había sido compañero de viaje, hasta Mendoza, del doctor Lafinur, su más entusiasta admirador; pero éste no llegó hasta fines del mismo mes.

Su sueldo, por contrata, era de 60 pesos mensuales, comida y casa en la del empresario. Estas dos últimas ventajas las tuvo Morante sobre Camilo Henríquez, que con la misma dotación vino a Chile, poco más o menos, en ese mismo tiempo, de Montevideo, llamado por el Director O’Higgins para redactar El Mercurio de Chile.

Henríquez prometió a sus amigos Benavente, Gandarillas y Vial, emigrados como él, que se serviría de ese mismo periódico para echar abajo a O’Higgins.

El antiguo hijo de San Camilo ofrecía más de lo que podía cumplir, pues ni O’Higgins era hombre para dejarse hacer la guerra con sus mismas armas, ni Henríquez tenía la mala fe y el valor necesarios para intentarlo.

Morante dio por primera representación El Duque de Viseo, tragedia en tres actos, de Quintana. Esta tragedia, en boga en toda la América entonces, había sido representada muchas veces por Cáceres con gran éxito. Morante, haciendo como Cáceres de protagonista, tenía que luchar con la opinión de que éste gozaba en  el público y con algo que vale mucho en todo caso: con la más arrogante figura que hemos visto en nuestro teatro.

El público de entonces era muy avaro de aplausos, y, para conseguir algo en este sentido, era necesario conmoverlo de un modo extraordinario. El aparato, inusitado hasta entonces, que preparó Morante en el proscenio, trozo de música de orquesta al levantarse el telón, adecuado al caso, y otros pormenores, no consiguieron que al presentarse se moviera una mano para aplaudirlo.

La acogida glacial del público debió afectarle de un modo doloroso por lo inesperada que debe suponerse; sin embargo no mostró desagrado ni sorpresa, confiado sin duda en que su talento triunfaría al fin de la indiferencia que entonces se le mostraba.

En el segundo acto hay una escena, la más notable de la tragedia, y en que el público había aplaudido con entusiasmo a Cáceres. El duque aparece despavorido pidiendo socorro a sus dos criados negros, a consecuencia de un horroroso sueño que acababa de sufrir, en que se creyó transportado a las tumbas de su castillo “donde descansan”:

De mis nobles abuelos las cenizas,
Bajo el mármol de honor que las agobia.

La descripción de ese sueño, en que sus abuelos le echaban en cara sus crímenes y le hacían las más terribles amenazas, es a propósito para aterrar al espectador. Morante desempeñó esta escena con admirable maestría y propiedad. Al fin, cuando debía esperar, como de costumbre en otros teatros, un torrente de aplausos, no oyó más que a don José Miguel Cruz que, con voz perceptible, nasal y burlona, le dijo: “-¡Bueno hombre!”, especie de refrán de moda entonces.

Morante, como en el primer acto, no se dio por enterado y concluyó la tragedia como la había principiado, sin hacer gran caso de lo sucedido.

El público en su totalidad reconocía la superioridad de Morante sobre Cáceres; pero con la restricción de no tener naturalidad. Algunos lo encontraban exagerado en ciertas escenas.

Esta palabra que con porfía hemos oído repetir respecto de Rossi y de la señora Paladini, no es de ordinario más que un recurso de la ignorancia presuntuosa, que no puede de otra manera y con más facilidad emitir su opinión en un arte que desconoce. Almas de hielo a quienes nada conmueve; no comprenden cómo las pasiones se manifiestan en su más alta expresión, y encuentran exagerado lo perfecto.

Después de El Duque de Viseo representó Morante El Hombre Agradecido, comedia de costumbres de mediano mérito, pero cuyo protagonista, simpático para el público, fue caracterizado por Morante, admirablemente. Esta vez fue aplaudido varias veces. Morante quedó contento, pero no satisfecho.

Se anunció en seguida El Abate de L’Epée, comedia seria, nueva en Chile, pero que el público conocía por los elogios que los argentinos residentes en Santiago hacían de ella, y sobre todo por la fama que Morante había adquirido haciendo el papel de abate.

Apenas asomó a la escena fue saludado por un largo y no interrumpido aplauso. Vestía, como era de rigor, el traje correspondiente a su papel, y ya hemos dicho que en estos casos se atraía las simpatías del público. Hacía el interesante papel del joven mudo y la señora Lucía Rodríguez, la actriz chilena más hermosa y de más mérito que hemos tenido. La ilusión, pues, era completa.

En el segundo acto, el abate se presenta en casa del abogado que ha elegido para que defienda a su pupilo, que desde un pueblo de provincia fue mandado botar, vestido de andrajos, por su tutor en las calles de París, para usurparle sus bienes.

La relación que hace de lo sucedido desde que recogió y educó al niño, poniéndole en disposición de que pudiera darle informe sobre su origen y familia, las penurias de un largo viaje a pie y, por último, su reciente llegada a Tolosa, donde el niño había reconocido la casa de sus difuntos padres, de la que había sido arrojado: todo esto relatado con voz conmovedora, con una acción nobilísima y con la unción más persuasiva enajenó de tal modo al público, que entre el fin de la narración y el estallido del aplauso hubo un intervalo de silencio que jamás hemos visto después ni habíamos visto antes.

Sólo conocemos un caso idéntico, sucedido diez años, más tarde, cuando por primera vez se dejó oír Paganini en París.

Creemos, sin embargo, que entre ambos casos debió haber una diferencia y es la siguiente:

Asistía esa noche, como todas las veces que había función, el señor Fuentes, asiduo como nadie al teatro. Era aficionado sin igual a la lectura y alimentaba esta pasión con la historia griega y romana, que sabía de memoria en sus menores ápices. No siéndole  desconocida ninguna obra notable del antiguo teatro español, no había más que insinuarle algún soliloquio para que él lo continuara sin equivocarse. Era portero, pero de cierto tono, de la Corte de Apelaciones de Santiago. Usaba gran cantidad de colgajos en la cadena del reloj, lo que había dado lugar a que se le llamara Doctor Carabanas.

Su asiento, como es de suponerse, estaba de los más cercanos al proscenio, y era el iniciador de todos los aplausos, jamás de las pifias.

Nosotros, que formábamos parte de la orquesta, no perdíamos ninguna de sus palabras y movimientos.

Cuando Morante dijo la última palabra de su interesante narración, impresionado Fuentes como todo el público, tampoco aplaudió, mirando a todos lados como quien interroga. Su silencio no podía ser largo y lo interrumpió para exclamar en alta voz: “¡Ni en los infiernos lo hacen mejor!”. Esa fue la iniciativa de los grandes y repetidos aplausos que se dieron a Morante, en los que indudablemente había tenido su parte Carabanas.

Esa noche cesó toda vacilación en el público, y Morante fue desde entonces su actor favorito. Ni concluida la función ni antes, fue llamado a la escena, como ahora se hace, a veces sin motivo. Esta costumbre era desconocida y sólo empezó a ponerse en práctica a la llegada a Santiago de la compañía Pantanelli.

Pronto puso Morante en escena una tragedia de español Cabrera Nevares, que era un ataque a toda religión positiva y una prédica interesante del más resuelto deísmo. Morante era volteriano, y al decirnos que le arregláramos un coro que debía cantarse en la tragedia, añadió al nombrarla: “¡Qué Ruinas de Palmira ni qué nada!”.

Se dio la tragedia con aplauso de una parte del público, a quien las recientes lecturas de Rousseau, Voltaire y, más que todo, de las mismas  Ruinas  de Volney, habían entusiasmado.

Creemos que entonces no había censura en el teatro, porque, de haberla, no hubiera sido fácil que permitiera la representación de esa tragedia. Desde entonces, cada vez que se anunciaba, no faltaban reclamos, aunque inútiles, de algunos eclesiásticos; pero es de advertir que no faltaba tampoco uno que otro de estos mismos que, complacidos, concurrían a verla.

Estos eclesiásticos, que no eran más que dos o tres, hacían el papel de algunos abates franceses en 1789. Es verdad que se les parecían en todo...

Morante no perdía alusión o palabra que pudiera interpretarse como desfavorable a la religión, sin recargarla para hacerla notar. Cuando esto no se encontraba en el original, lo agregaba. En una comedia, una de sus favoritas, le decía su criada al oírlo quejarse de la gota: “¿Por qué no toma, señor, el elixir milagroso?”. Contestaba: “Madama Bran, yo no quiero nada que huela a milagros”.

Esta, por supuesto, era una añadidura que no tenía La Reconciliación de los dos Hermanos.

En el año de 1823, según nuestros recuerdos, se empezó a usar por primera vez el apodo de pelucón, aplicado a ciertos hombres de alta posición y de ideas conservadoras. Este último calificativo, aplicado más tarde a un partido político, no era conocido en Chile ni tampoco en Francia, de donde lo hemos tomado después.

El apodo de pelucón fue aplicado a este partido por los liberales, nombre que se daba a un partido que empezaba entonces a retoñar. Como es de suponerlo, Morante pertenecía a él.

Se cantaba en una representación una tonadilla española, muy conocida del público hasta hace poco tiempo, con el título de El Tripili Trápala, música graciosa y alegre como su poesía. Morante era uno de los tres que la cantaban, y cuando en una parte de la tonadilla debía decir: peluquín, peluquín de Antón, se le ocurrió un ligero cambio, y dijo: peluquín, pelucón de Antón.

No habiendo nosotros concurrido esa noche al teatro, no supimos hasta el otro día que Morante había estado próximo a ir a la cárcel.

Suplicamos a nuestros lectores nos permitan consignar aquí una observación que desde muchos años atrás venimos haciendo y que resumimos en pocas palabras: “Los partidos deben aceptar el nombre con que los bautizan sus enemigos”.

¿Quién llamó sans-culottes en Francia a los revolucionarios exaltados? sus enemigos.

¿Quién llamó pelucones a los conservadores de Chile? Sus enemigos.

¿Quién, dos años más tarde, llamó pipiolos a los liberales? Sus enemigos.

¿Quién en nuestros días ha llamado montt-varistas a un partido que se daba el nombre de nacional? Sus enemigos.

Como era natural, esos partidos, que a porfía se habían dado nombres honrosos, rechazaban con indignación sus respectivos apodos; pero lo único que con eso consiguieron fue una porfiada insistencia de parte de sus contrarios, que al fin y al cabo triunfó hasta tal punto que los que al principio miraban esos nombres como una, injuria, los aceptaron más tarde como timbre de honor.

¿Cuál de los últimos restos o de los descendientes de pelucones y pipiolos no se honra del apodo que al principio rechazaron esos partidos? Nadie; porque en estos casos el nombre, cualquiera que sea, no cambia la esencia de las cosas, y sans-culotte, ahora rojo, quiere decir exaltado; pelucón, conservador, y pipiolo, liberal.

Para que no haya sermón sin San Agustín, ¿quién por apodo llamó a los hijos de San Ignacio jesuitas? Sus enemigos; y ¿hay algún padre de la Compañía que no se honre de que así se le llame?

El partido montt-varista aún se resiste a llevar este nombre, porque cree que así se convierte en partido personal. ¡Patarata! Los carrerinos y o’higginistas estaban en el mismo caso, y a fe que no se avergonzaban ni entonces ni ahora de ello.

El partido montt-varista tiene una particularidad, quizá sin precedente, sobre todo por su duración; tiene dos jefes que apenas son prójimos entre sí, y entre los que hasta ahora no hay noticia de la más mínima disidencia en nada...

Estos dos señores han desmentido a Napoleón, que decía: “Más vale un mal general que dos buenos”.

Las anteriores observaciones no son escritas a humo de paja; se dirigen también, y muy particularmente, a nuestros amigos, los pechoños, cuyo nombre según parece es de todo el gusto de sus contrarios.

Justamente por eso, debemos apechugar con él con más cariño.

Pechoño es sinónimo de clerical, conservador, jesuita, ultramontano, papista, retrógrado, fanático y sacristán. ¿Qué significa todo esto en el lenguaje de nuestros adversarios? Católico, y nada más que católico. Dejemos, pues, esos nombres, que son europeos, para De Maistre, Bonald, Chateaubriand, Audin, Montalembert, Champagny, César Cantú y hasta para Guizot y Thiers, a quienes han sido aplicados, y aferrémonos al primero, que es esencialmente chileno, y pechoño me fecit.

A principios de marzo de 1824 llegó a Santiago el señor Muzzi, Nuncio Apostólico, solicitado, según nos parece, por el Gobierno de Chile. Después de algunos meses de residencia en la capital, y no habiendo podido llenar su misión, se volvió a Roma, con gran complacencia de los liberales.

Acompañaba al Nuncio el canónigo Mastai Ferreti, actualmente Pío IX.

Morante encontró, con motivo de aquel suceso, un pretexto para dar expansión a sus ideas anticatólicas. Desenterró, no sabemos de dónde, una antigua comedia que nadie en Chile había oído nombrar, y a la que dio un sentido que no tenía. El Falso Nuncio de Portugal se prestó a las mil maravillas para excitar la burla contra el verdadero Nuncio que acababa de salir de Chile.

Se representó con gran aparato, a lo que contribuyeron inocentemente algunas de nuestras sacristías prestando sus ornamentos. La primera entrada del Nuncio se hizo por la platea, atravesándola antes de subir al proscenio. Al fin de un numeroso acompañamiento de eclesiásticos de todas jerarquías, venía Morante, con hábito cardenalicio, repartiendo bendiciones.

Como era preciso imitar en un todo a la persona que se trataba de exhibir, Morante no omitió ningún detalle. El señor Muzzi tenía un ojo menos; Morante se tapó un ojo apareció tuerto.

Esta comedia, que se repitió varias veces, y Felipe II tragedia a la que, por odio a los reyes, hizo más feroz que lo que la había escrito Alfieri, con todo su republicanismo, fueron sus últimos triunfos antes de regresar, en  abril de 1825, a Buenos Aires, para donde había sido contratado ventajosamente.

Morante volvió a Buenos Aires después de una residencia en Chile de dos años y medio. Allí se le aguardaba con gran interés, porque en su ausencia no había tenido quién lo reemplazara, pues Velarde, con sus buenas dotes, apenas lo suplía.

Entonces se organizaba una compañía de ópera en aquel pueblo, que contaba entre su personal a Vacani, bajo, aunque ya algo cascado, de reputación europea y el mismo de quien habla Bretón de los Herreros en una de sus comedias.

En ese mismo tiempo volvió Cáceres a Santiago, de donde había estado ausente cerca de dos años en La Serena.

Cáceres no había podido resignarse a verse pospuesto por Morante. Salió furtivamente para ese pueblo, porque formaba parte del cuerpo de prisioneros, que no obtuvieron su libertad hasta que ascendió al mando de la república el general Freire.

La presencia de este actor consoló al público de la ausencia de Morante y satisfizo a sus numerosos apasionados.

Con Cáceres sucedió lo que de costumbre en estos casos: que “ya no era tan buen actor como antes”. ¡Engaño! Cáceres, en los dos o tres meses que había trabajado al lado de Morante, había adelantado considerablemente. A lo que debe agregarse que, durante su permanencia en Coquimbo, se había dedicado con tesón a la lectura, y ya podía considerársele como un hombre de instrucción poco común. Lo que hay de cierto es que Morante estaba ausente y la ausencia había aumentado su reputación. Esta es la historia de siempre.

Morante llegó a Buenos Aires a mediados de 1825.

Se le hizo un recibimiento espléndido y pocos días después dio principio a sus tareas como actor y director de escena.

Sucedió en Buenos Aires, en parte, lo que era natural: que, como a Cáceres en Santiago, no encontraron a Morante “tan gran actor como antes”. Sin embargo, su éxito fue completo.

Después de algunos meses de trabajo, le asaltó una enfermedad (aneurisma), que diez años más tarde debía llevarlo al sepulcro.

La familia en cuya casa estaba alojado había notado que, acercándose a él, se sentía una especie de arrullo semejante al de una paloma. Se notó igualmente que este ruido, después de algún tiempo, aumentaba en intensidad.

Vivía con Morante nuestro compañero de viaje y paisano don Mariano Palacios, conocido de nuestros lectores. Dormían en un mismo cuarto. El ruido del pecho de Morante era perceptible para todos los que se le acercaban, menos para él mismo.

Una noche en que se había recogido a su cama mientras Palacios escribía, dice Morante: “Don Mariano, ¿se nos ha metido el gato aquí?” “Creó que sí”, contestó Palacios. Se levantó en seguida, abrió la puerta y fingió espantar al gato. Volvió Palacios a su asiento, y apenas se disponía a continuar en su ocupación, vuelve Morante a decir: “El gato no ha salido”. Palacios creyó inútil todo disimulo y contestó: “Aquí no hay gato ninguno; lo que usted oye lo hemos oído todos hace mucho tiempo; ese ruido sale de usted mismo”.

Morante, como quien cae en cuenta, oyó a Palacios sin sorpresa y determinó una junta de médicos.

En ese tiempo en Buenos Aires y aun en toda la República Argentina se había apoderado de las gentes tal furor por el pan quimagogo, que no era raro encontrar personas que se hubieran administrado este evacuante trescientas, quinientas y aun más veces.

Los médicos de Buenos Aires, con una sola excepción, hacían a Le Roy una guerra a muerte, sobre todo por la prensa. La excepción de que hemos hablado era un doctor español, médico del puerto, conocido con el nombre de don Pedro el físico. De una y otra parte se escribían artículos violentos de ataque y defensa del medicamento. Don Pedro tenía todas las simpatías del público.

Tuvo lugar la junta llamada por Morante. Este había encargado a Palacios se colocara en un lugar en que, sin ser visto de los médicos, oyera la discusión sobre su enfermedad, que él no hallaba cómo caracterizar.

El día convenido tomaban sus asientos los cinco médicos citados, al mismo tiempo que Palacios, colocado en un cuarto contiguo, aplicaba el oído desde un lugar donde no perdió una palabra de la discusión.

La sesión fue larga, muy larga y animada. Al cabo de tres cuartos de hora se retiraron  los doctores, y Palacios pasó a dar cuenta a Morante del resultado de la junta, cubriendo previamente a cada uno de esos señores el honorario de costumbre.

Apenas lo vio Morante, que ese día permaneció en cama por si se le quería examinar, le preguntó:

- ¿Qué dicen los médicos de mi enfermedad?
- Nada.
- ¡Cómo! ¿Nada?
- Ni una palabra.
- ¿En qué se han ocupado entonces?
- En convenir en lo que han de contestar a don Pedro el físico.
- Pero es imposible que no me hayan nombrado siquiera.
- Sí, al último dijeron al doctor Arjeri, médico de cabecera: “Siga con lo mismo”...

Desde el día siguiente llamó Morante al defensor del pan quimagogo, que le volvió la salud casi completamente. Un mes después empezó a representar sin inconveniente ninguno. Este mismo médico nos limpió cuanto ganamos en Buenos Aires: jugábamos más que él al billar; pero sus burlas nos quemaban la sangre. ¡Era andalúz!

Las representaciones dramáticas estaban en decadencia en Buenos Aires al llegar Morante, a consecuencia de funcionar allí una compañía lírica, diminuta, pero que como hemos dicho, contaba con cantantes de mérito: Ángela Tani y Rosquellas, entre ellos. A mediados de 1825 aquella compañía se completó. La música de Rossini, que recién empezaba a oírse, contribuyó más que todo a que el público prefiriera los espectáculos líricos a los demás dramáticos.

Morante no podía luchar solo contra este torrente; pues el resto de la compañía dramática era de muy escaso mérito. En estas circunstancias llegó Cáceres a Buenos Aires. Entre él y Morante ya no cabía rivalidad racional. Aquél, en todo el vigor de la edad y el talento, debía necesariamente ejecutar los galanes de tragedias y comedias, Morante, en decadencia por su edad y sus achaques, era llamado a desempeñar los barbas y a dirigir la escena, en lo que no contaba con ningún competidor. Esto los unió en estrecha amistad hasta la muerte, que para ambos tuvo lugar en el mismo año y, por decirlo así, a pocos días de distancia, y en Chile.

Dos años, poco más o menos, pasó Morante en Buenos Aires, volviendo en seguida a Chile contratado nuevamente por el señor Arteaga. Morante, en esta nueva contrata propuesta por él mismo, no tenía asignado sueldo fijo. Su remuneración consistía en una función mensual que no podría llamarse beneficio, sino función extraordinaria.