ACTAS DEL CABILDO DE SANTIAGO PERIODICOS EN TEXTO COMPLETO COLECCIONES DOCUMENTALES EN TEXTO COMPLETO INDICES DE ARCHIVOS COLECCIONES DOCUMENTALES

Diarios, Memorias y Relatos Testimoniales
Recuerdos de Treinta Años (1810-1840)
IX. Costumbres de la Época

Las guerras de piedra de un barrio a otro, de una calle con la vecina, eran la cosa más corriente del mundo. Pero el verdadero campo de batalla, o más bien, la Italia de los siglos XV y XVI, era la caja del Mapocho, adonde acudían combatientes de todos los barrios, prefiriendo el espacio comprendido desde donde ahora está el puente de la Purísima hasta dos o tres cuadras más abajo del de Calicanto, es decir, una extensión de una milla de oriente a poniente.

En tan largo trecho jamás faltaban guerreros de uno y otro lado del río, entre chimberos y santiaguinos. Los días festivos esto no podía faltar, y gran parte de la población del sur del río, por afición o necesidad, acudía a esas batallas, estando allí, hasta algo entrado el tercer decenio de este siglo, el único paseo público de Santiago, el Tajamar.

A esta circunstancia se agregaba la comodidad que proporcionaba el malecón, desde cuya altura se veía la batalla sin el menor peligro, mientras los chimberos no vencían a los santiaguinos; cosa rara, porque las fuerzas de estos últimos eran siempre superiores, como lo era su población.

Las grandes batallas eran siempre los días festivos en la tarde, y éste era otro aliciente más para los paseantes.

La línea divisoria de ambos ejércitos era el río, del cual se prefería la parte más angosta, tanto para alcanzar a herir al enemigo con menos esfuerzos como para pasarlo, en caso necesario, en su persecución. Esta última circunstancia era sólo favorable a los santiaguinos, que, llegando casi siempre hasta los ranchos situados en el río, y encontrándolos abandonados, saqueaban como vencedores esos ranchos, escapando sólo aquellos, cuyos dueños eran mujeres indefensas.

Estos saqueos no eran precisamente por robar, pues ya se sabe lo que en un rancho puede tentar la codicia, sino por imitar la guerra en todos sus pormenores, y, más que todo, por el instinto de hacer daño, inherente a los niños.

Los santiaguinos no corrían este peligro, porque la clase de edificios, al sur del río, no se prestaba al saqueo, y principalmente porque el gran número de curiosos lo habría impedido.

Las calles del centro también eran teatro de estos combates. Había una sobre todo en que a veces se improvisaban estas batallas a cualquier hora del día y aun de noche. Esta calle era la de San Antonio, en la cuadra que está entre la de las Monjitas y la de Santo Domingo. Era preferida por una circunstancia muy favorable: en toda ella no había un solo habitante. El lado oriente no tenía más que una o dos ventanas de la casa de don Antonio Sol, en la calle de las Monjitas, que ahora pertenece a don Nicolás Larraín y Aguirre, y en el resto de la cuadra sucedía otro tanto con la casa de las señoras Guzmán. El lado del poniente lo ocupaba en toda su extensión la pared del convento de las Monjitas.

En este barrio vivimos desde 1806 hasta 1824, es decir, casi desde que nacimos. Por consiguiente, hicimos todas esas campañas hasta 1818, en que casi concluyeron por completo, entre las dos calles mencionadas.

De esos rudos combates conservamos la cicatriz de una herida que recibimos en la que entonces era nuestra frente; pues, como aquel antiguo persa, que no tenía más vestido como el de la Susana de la Exposición, decía que todo su cuerpo era cara, nosotros tenemos ahora una cabeza que casi es toda frente.

Aquellos combates infundían tal temor a los transeúntes de ambas calles, de Santo Domingo y Monjitas, que para pasar a la cuadra siguiente tenían que esperar el momento en que hubiera menos piedras en el aire, y, aun en ese caso, lo hacían a todo correr, sin que esta precaución los librara siempre de una pedrada.        

Tenía esto lugar a una cuadra de la plaza principal, donde había tres cuerpos de guardia; en la cárcel, el más inmediato; los otros dos, en Las Cajas (ahora el Correo) y en el palacio presidencial esquina del Poniente.

La guerra de piedras, según nuestra cuenta, empezó, o por lo menos tomó ese grado de encarnizamiento, el año de 1813, al mismo tiempo que principiaba la de la Independencia, y desapareció, en gran parte, de las calles del centro de la ciudad el año de 1817. En el río continuó aún hasta muchos años después.

Este hecho solo bastaría a probar la ausencia completa de policía de seguridad. Si ninguna medida se tomaba para reprimir a niños que en su mayor parte apenas tenían 12 años de edad, ¿qué podría hacerse cuando estos desórdenes eran ocasionados por hombres, y sobre todo por los mismos soldados de línea?

En los últimos meses de 1816 tenían lugar tremendas refriegas entre los batallones Talavera y Valdivia. Este último se componía en su totalidad de chilenos del Sur de la república; el otro, con excepción de dos soldados chilenos, era todo de españoles. Estos, que eran los pretorianos de Osorio y Marcó, jamás salían a la calle sin llevar colgada al costado la bayoneta de su fusil, en tanto que a todo el resto del ejército le era prohibido cargar arma alguna fuera de formación, exceptuando la oficialidad, que usaba espada. De esta desigualdad provino que, cuando estos dos batallones se hicieron enemigos los valdivianos acudieron a la piedra, que, como chilenos, manejaban con ventaja.

Había en La Chimba, a inmediaciones del cerro de San Cristóbal, una especie de chingana de ño Plaza, de gran capacidad, a donde los días de fiesta acudía el pueblo, atraído por las buenas aceitunas y su indispensable compañera, la chicha.

Allí se encontraban en esos días los soldados de ambos batallones, que, al retirarse, armaban la refriega. El pueblo, como era natural, se unía al Batallón Valdivia, compuesto, como hemos dicho, de chilenos. El éxito no era dudoso; la piedra triunfaba de la bayoneta, y los talaveras eran perseguidos desde aquel barrio apartado hasta inmediaciones de su cuartel, situado en la calle de la Catedral, en el patio del antiguo Instituto.       

Este escándalo en el ejército realista lo vimos renovarse dos o tres años después en dos batallones, el 7º y el 8º, del ejército argentino. Ambos habían sido formados en su mayor parte en Buenos Aires, y el resto en San Juan y Mendoza. En su totalidad se componían de negros africanos o criollos de esas provincias.

Siempre, y en todas partes, a las tropas que se mantienen largo tiempo en guarnición, sobre todo en las capitales, donde naturalmente son más atendidas, se las mira con odio y desprecio por las que, al mismo tiempo, sufren las fatigas y riesgos de la guerra. Se ha observado a más que esas tropas, en tal condición, al cabo de algún tiempo principian por perder el valor y concluyen por ser infieles a sus protectores. La historia abunda en pruebas, de lo que decimos.

Durante los dos años seis meses que permaneció en Chile el ejército argentino, el Batallón Nº 3 sólo se alejó de Santiago el corto tiempo que pasó en el campamento de las Tablas, antes de dirigirse al Sur; según nuestros recuerdos, no pasó de tres meses cumplidos cuando fue a la batalla de Maipo. En seguida volvió a la capital, donde permaneció hasta el año de 1820, en que se reunió con el ejército expedicionario que marchó al Perú el 20 de agosto.

El Batallón Nº 7, que, después de Chacabuco, había hecho una larga y penosa campaña en el Sur; que había visto diezmadas sus filas en el asalto de Talcahuano, y que, a mayor abundamiento, había sido rechazado con el Nº 8 por el solo Batallón Burgos, hasta volver caras en Maipo (de cuyo descalabro culpaba al Nº 8), dio principio a sus provocaciones, llamando a sus compañeros, con su pronunciación africana: ¡poyelulo! (pollerudos), comparándolos con las mujeres.

En estas refriegas volvió a tomar parte el pueblo, dejándose dirigir por ambos combatientes en sentido contrario. Tales proporciones llegaron a tomar estos combates que tenían lugar siempre en el Basural, ahora Plaza de Abastos, que fue preciso los días de fiesta sobre todo, mantener sobre las armas al Batallón Nº 2 de guardias nacionales, cuyo cuartel estaba allí mismo, para dispersar a los combatientes.

Aquellos dos batallones, de los que se formó más tarde en el Perú el regimiento del Río de la Plata, enemigos en Chile, se unieron, cuatro o cinco años más tarde, para cometer la insigne traición de entregar las fortalezas del Callao, que les estaban confiadas, a los jefes realistas y ponerse bajo sus órdenes. Nos complacemos en declarar que en este acto vil no tuvo parte ningún oficial, habiendo sido todos ellos encerrados con tiempo por los amotinados, dirigidos por el sargento Moyano, tambor mayor del Batallón Nº 8, cuya fisonomía, que aun recordamos, estaba marcada con el sello de Judas, por medio de un horroroso chirlo que le atravesaba todo un lado de la cara.

Una sola voz protestó de este crimen, y ésta fue la del africano Falucho, soldado de cazadores del mismo cuerpo, a quien siempre habíamos visto jugando a las chapitas con los niños de Santiago. Con su estatura de poco más de cuatro pies, su gorra sujeta más bien de la oreja izquierda que de la cabeza, se atrevió a desafiar a sus camaradas de Chacabuco y Maipo, llamándolos repetidas veces traidores y concluyendo por hacer astillas su fusil contra una piedra. ¡Los traidores lo fusilaron!

El general Mitre hace argentino a Falucho, fundado en llamarse Antonio Ruiz, que, sin duda, era el apellido de sus amos. Falucho era negro mula.

El ejemplo de estas traiciones, imitadas por los negros, había sido iniciado antes por los blancos, jefes algunos de ellos. Entre éstos hubo algunos que habían cambiado de bandera cuatro veces. Así se iniciaba la independencia del Perú.

Nada diremos de cómo era tratada la propiedad en esos tiempos. Parece que se profesaba el principio, no muy nuevo, de que el enemigo debía costear los gastos de guerra que se le hacía, y ya puede calcularse a qué punto se puede llegar con tal sistema.

Se había inventado un nuevo delito, enterrar su dinero o sus alhajas; como era natural, este delito se hizo endémico, y el Gobierno era asediado por innumerables denuncios de este género.

Estos entierros eran generalmente efectuados en casa ajena, a veces en despoblado, y no era raro que el dueño del entierro fuera a parar a la cárcel, después de perderlo...

En 1818, antes de la batalla de Maipo, tomó esta precaución grandes proporciones entre los españoles pudientes. Teníamos a la sazón poco más de quince años, y ya cargábamos nuestro fusil en el Batallón Nº 2 de guardias nacionales. Un día que estábamos de guardia en Las Cajas, vimos a un oficial, ya entrado en años, en grandes trajines con unos talegos de dinero. Teníamos amistad con él, y le preguntamos qué era aquello. Nos contestó con rabia: “Plata del godo Alzérreca que hemos desenterrado en un rancho del río”.

Algunos años más tarde, recordándole aquel suceso, nos decía aún de mal humor: “Ese viejo Valderrama, con sus escrúpulos de beata, con quien me comisionó el Gobierno para hacer desenterrar la plata, tuvo la culpa de que no nos quedaran mil pesos a cada uno, como se lo propuse, de los ocho mil del entierro, que estaba en pesos fuertes. Yo apenas agarré cien pesos, echándome veinticinco en cada bolsillo del chaleco y los calzones”.

Entonces también se descubrió en cierta oficina un medio de hacer pagar una contribución a los que tenían que recibir dinero del Gobierno.

Este medio consistía en haber rodeado de una alforza cosida en el interior, por la orilla de abajo, esa especie de bolsa (antes de género, hoy de metal) en que cae el dinero para pasar a la que lo recibe. De este modo, una parte de ese dinero, en lugar de caer a la bolsa del acreedor, quedaba en la mencionada alforza, pasando en seguida al bolsillo de los autores del invento.

En esos tiempos, notablemente entre los años de 1817 y 1820, en que la guerra debía ser la atención preferente del Gobierno, no era posible ejercer una vigilancia permanente y eficaz en materia de secuestros, contribuciones forzosas y extraordinarias. De manera, pues, que la mala fe y la falta de honradez podían contar con la más completa impunidad. Un hecho muy conocido entonces confirma lo que decimos.

De la casa del español Chopitea, situada en la calle de la Catedral, a dos cuadras y media de Las Cajas, y ocupada hoy por el señor don Fernando Errázuriz, salieron un día dieciocho carretas cargadas de efectos secuestrados, con dirección a Las Cajas. Llegaron a su destino dos; las dieciséis restantes se extraviaron...

Después oímos decir que, habiendo solicitado el mismo Chopitea pasaporte para el Perú, se le concedió; pero en cambio de la susodicha casa. Ciertos grandes potentados adquirieron notable celebridad por los secuestros con que corrieron...

El penitente era un personaje, casi diríamos un mito, que infundía pavor a los habitantes de la capital. La calle en que se anunciaba un penitente sólo era transitada por las personas de coraje, pues, en ciertos casos, para la gente ilustrada no era otra cosa el penitente que un ladrón disfrazado.

Su arma visible era la disciplina, de que se servía para azotarse las espaldas. Nosotros no vimos jamás ningún penitente de noche, y creemos que en esto había, mucho de cuentos de gente asustadiza. La única vez que vimos uno fue de día, en unas Tres Horas muy solemnes que se celebraron en la iglesia de la Estampa en 1820, y que fueron predicadas por el señor Arzobispo don Manuel Vicuña, presbítero entonces.

Este penitente, como todos, llevaba calzoncillos blancos, muy anchos y hasta los talones, camisa muy larga, corona de espinas, pero sólo puesta en la cabeza sin causarle herida alguna, y una disciplina de cordeles, de que no se sirvió, a lo menos durante las Tres Horas. Cargaba también una gran cruz de madera.

El penitente no llamó la atención. Toda ella estaba fija en el insigne misionero que, por su voz simpática y robusta y, más que todo, por aquellos ojos en que estaba pintada la humildad y respeto a sus oyentes, se atraía la admiración cariñosa de todo su auditorio.

Los que sólo hayan conocido al santo obispo, ya entrado en años, por el retrato que corre, se formarán una idea remota de su fisonomía en su mocedad.

El duende era otro personaje de distinta especie, que, según algunos escritores contemporáneos, especialmente Gorres, no es tan inverosímil como se cree generalmente.

El último de que nosotros oímos hablar se manifestó entre los años de 1811 y 1812.

Antes de construirse en la antigua Alameda la Cancha de Gallos y los edificios más al poniente, que principian con la casa y jardín que fueron del señor don Diego Benavente, había un gran espacio en aquella situación, donde hacían ejercicio las tropas. Allí vimos por primera vez al general Blanco [1], recién llegado a Chile e incorporado a nuestro ejército, año de 1814, con el grado de sargento mayor de artillería. Se ocupaba esa vez en hacer ejercicio de fuego con un mortero, cuyas bombas caían a cierta distancia de ese mismo lugar. Allí también concurría la gente con un objeto muy diferente. Se daban misiones. En ese lugar las dio el célebre padre Silva, después del terremoto de 1822.

La calle de las Monjitas concluye por el oriente en la que atraviesa el cerro de Santa Lucía en dirección al río, que ahora se llama de Tres Montes.

Al principiar la cuadra que sigue al oriente, y pasando la casa de la esquina, se encuentra enseguida la número 34.

En esta casa apareció el último duende, que tanto alboroto causó en Santiago en la época que hemos dicho. Vivía en ella el “guarda mayor” de las tiendas, don Francisco González, español desterrado en 1818 a Mendoza, donde murió.

Hizo tal ruido aquel duende, que por espacio a lo menos de veinte días, desde que empezaba a oscurecer, principiaban a reunirse los curiosos en tanto número, que apenas podía contenerlo el inmenso espacio que ahora ocupan los edificios antes mencionados.

La operación esencial de los duendes era arrojar piedras, no tanto a las personas, cuanto a las puertas, ventanas y muebles de las casas que se proponían atacar, buscando siempre el modo de hacer ruido.

La casa mencionada, de resultas de esto, se cerraba desde antes de anochecer; lo que daba al asunto cierto grado de certidumbre. Las pedradas en el interior de la casa eran incesantes. El duende se proveía de piedras sacándolas principalmente del tercer patio de la misma casa. A las inmediaciones había un bodegonero, ño Chena, que de cuando en cuando se acercaba a la puerta de calle con un cigarro encendido, diciendo a los que allí estaban: “Voy a poner el cigarro en el agujero de la llave: si hay duende, debe soplar”. Efectivamente, cada vez que hacía esta prueba, se veía chispear el cigarro y nadie dudaba de lo concluyente del silogismo de ño Chena.

Los dueños de casa, a quienes este hecho llegaba desfigurado, no le daban ningún crédito y creían que era travesura del bodegonero. Estaban en vísperas de desalojar la casa, a pesar de no encontrar quién quisiera arrendarla, cuando sucedió que un ama de leche, dirigiéndose una noche al segundo patio, vio que otra criada, de quien ya sospechaba, que iba delante de ella y que se creía sola, tiró una pedrada al farol que alumbraba el pasadizo.

Esto lo descubrió todo, y el duende no era nadie más que una criada, ayudada de otra, como subalterna.

El duende, a quien vimos ya viejo una sola vez hace muchos años, murió poco ha en casa del señor don Santiago Portales, convertido en una excelente criada, apreciada por este caballero, como lo merecía por sus buenos servicios.

Si el señor Portales no lee este libro. Es seguro que seguirá ignorando que la criada a quien tanto protegió es el duende que hace sesenta años hizo tanto ruido.

Antes de 1830, la policía de seguridad de Santiago estaba reducida al es caso número de serenos, que, como su nombre lo indica, sólo prestaban sus servicios desde que oscurecía hasta las primeras luces de la mañana.

Los ladrones, a quienes la vigilancia de los serenos impedía ejercer su industria de noche, se guardaban para esa hora, en que las calles quedaban poco menos que solas, no habiendo entonces para qué madrugar, desde que los que se ocupaban en construcciones de casas y otras obras análogas eran en muy corto número, por los pocos trabajos de esta especie.

La escasa dotación y recurso del cuerpo de serenos en esa época la comprenderán nuestros lectores cuando sepan que su punto de reunión y cuartel era un cuarto redondo, situado en el lugar que ahora ocupa la casa del señor don Manuel Montt, a inmediaciones del templo de la Merced.

En este cuarto, y más tarde en un pequeño corral del antiguo teatro de la Universidad, tenía su despacho el comandante de serenos; en él se guardaban las armas, sables, la mayor parte rotos, y quedaban detenidos los delincuentes hasta el siguiente día, en que eran remitidos al juzgado respectivo. Los jefes de este cuerpo eran en ese tiempo los señores Álvarez de Toledo, y Grez más tarde.

El servicio, pues, no podía estar en peores condiciones ni en mejores los salteos, robos y asesinatos.

El pórtico de la cárcel era el lugar preferido para depositar los cadáveres de los que morían violentamente, si alguien no se comedía a recogerlos. Los lunes, sobre todo, eran los días en que en aquel sitio aparecían los muertos en mayor número. Recordamos haber visto varias veces hasta tres juntos.

Al apreciable joven, amigo nuestro, don N. Fernández Puelma [2], asesinado, según se dijo, en la plazuela de la Merced se le atravesó en un caballo y, después de cruzar toda la ciudad, se le botó en la Pampilla. De allí se le trajo al día siguiente al pórtico de la cárcel, sin faltarle una sola prenda de su lujoso traje, y sin que a su más que presunto asesino se le molestara en lo menor. El crimen había tenido lugar antes de medianoche.

Un hecho que hemos mencionado en otra ocasión por la prensa dará una idea cabal del estado de nuestra policía de seguridad en ese tiempo.

En plena Cámara, en 1828, el canónigo argentino don Julián Navarro, diputado por un pueblo del Norte, decía estas palabras, que oímos y que han quedado fijas en nuestra memoria: “Este año ha habido ochocientos asesinatos en Santiago”. Nadie desplegó sus labios, no diremos para desmentir este hecho increíble, pero ni siquiera para atenuarlo; y es de advertir que esta aseveración se hacía en presencia de gran número de jueces de los tribunales de la capital, que eran diputados a ese Congreso.

Esta misma Cámara, si no nos equivocamos, fue la que luego se trasladó a Valparaíso a discutir o más bien a firmar la Constitución de 1828, obra exclusiva de don José Joaquín de Mora.

Esta Constitución, tan querida por hombres de cuya sinceridad y honradez nadie duda, ha servido de tema a ciertos liberales falsificados para dirigirle endechas, cuyo objeto a cien leguas se conoce.

Dicen que Tácito encomiaba las virtudes de los germanos para echar en cara su corrupción a los romanos. Algunos de nuestros Tácitos, al hablar de Constituciones y Gobiernos anteriores, con tanto elogio, descubren intenciones idénticas a las del progenitor de Maquiavelo; pero les falta lo que no puede falsificarse: el talento del gran historiador.

La policía diurna de Santiago no fue conocida hasta mediados de 1830, en que la estableció don Diego Portales, siendo Ministro del Interior. Sus enemigos dieron a esta nueva institución un sentido siniestro, diciendo que el cuerpo de vigilantes no era otra cosa que un vasto espionaje que debía tener al Gobierno a toda hora al corriente de los pasos y movimientos de la oposición.

Sin embargo, el servicio de esta policía era reclamado por los continuos desórdenes que se cometían en la calle pública. Podía decirse que más seguridad había de noche, con el auxilio del diminuto número de serenos, que de día, en que no se contaba con ningún recurso contra pendencieros y ladrones.

El general Pinto, que, por renuncia del general Freire, fue Presidente de la República, había hecho concebir las más altas esperanzas; no realizó nada, absolutamente nada, de lo que de su talento se esperaba. En cambio, el patíbulo funcionó por motivos políticos como en ningún otro Gobierno, anterior o posterior, aun sin tomar en cuenta una gran hornada, única en Chile, y no sabemos si en América. Nos referimos al fusilamiento de treinta personas en unas cuantas horas, en San Carlos de Chiloé, ahora Ancud, 1827.

Este hecho horrible tenía lugar después de concluida la Guerra de la independencia, cuyo último acto, a que concurrimos, tuvo lugar en las alturas de Bellavista, a inmediaciones de ese pueblo, el 14 de enero de 1826.

Mandaba el Ejército el Supremo Director Freire. Él y el sargento mayor, Maruri, presente en esa batalla con un mando importante, eran los únicos que disparaban los últimos tiros en ese día, como habían tirado los primeros. En 1813, el uno de alférez, el otro de soldado. Aquella escena funesta tenía, pues, lugar cuando ya el rey de España no contaba con un solo soldado en Chile ni en América.

Hacemos esta observación, porque el motivo de esta carnicería, según se dijo, era una revolución a favor de aquel Gobierno.

Si no hubiera tanta sangre de por medio, este hecho provocaría la risa, por la, pobreza de los medios y por su objeto verdaderamente ridículo. Algunos coscorrones habrían sido el único castigo que mereciera semejante disparate.

El digno jefe de esa provincia, sin embargo, atribuyó a este suceso, al que no sabemos qué nombre dar, una importancia que no podía tener; y la ejecución de esos infelices tuvo lugar con pormenores horribles y fue verificada con gran precipitación.

Como es muy difícil dejar definitivamente muertas en el mismo instante a treinta personas, algunos trataron de huir del lugar del suplicio, después de la primera descarga; pero fueron seguidos por la tropa que los rodeaba.

Uno de ellos se metió en un horno inmediato, y allí fue ultimado a punta de bayoneta.

En ese pueblo se conserva fresca la memoria de esta escena horrible, como sucedida ayer.

Nosotros, que muchos años más tarde estuvimos allí por segunda vez, somos testigos de esta verdad. Entonces lo oímos repetir, entre otros, por un veterano de la Independencia que había concurrido al acto como militar de la guarnición. No hace tres meses dábamos al señor don Eusebio Lillo, que oyó esa relación, memorias de aquel valiente soldado de Maipo, que se las enviaba de un pueblo del Sur, donde reside. A esto podríamos agregar una conversación que tuvimos poco antes con un jefe de artillería, que está ahora en Santiago, y que nos hablaba de aquel desgraciado suceso como muy conocido por él en Chiloé. Aun podríamos añadir una conversación tenida con un ilustrado y apreciable caballero, que hace poco ha visitado aquel pueblo, y a quien hemos oído datos que ignorábamos.

Lo más extraño para nosotros no es el hecho (que lo es bastante), sino el silencio de nuestros historiadores, sobre todo de aquellos que han estado en el caso imprescindible de considerarlo. ¿Han creído estos señores que con lo que ahora se llama “la conspiración del silencio” descargarían de su inmensa responsabilidad al principal actor de aquel drama sangriento?

¿Las quejas, justas o no, de parientes y amigos, de treinta ajusticiados, se ahogan acaso con sólo taparse los oídos para no escucharlas? Engaño nos parece; y mientras más tiempo pase, se hará más difícil su defensa por la dificultad que habrá más tarde de proporcionarse los medios de hacerla.

Creemos, por otra parte, que estas ejecuciones debieron ser precedidas de un proceso en regla. La publicación de este proceso, que suponemos muy sumario, pondría a la vista la realidad de todo lo sucedido.

Sólo la justicia nos obliga, a expresar este deseo, y nos hacemos un deber de confesar que nace en parte del aprecio y gratitud que tenemos a la persona comprometida.

Cuando en esa última expedición a Chiloé, que hicimos con aquel señor, embarcados en la Golondrina, al tomar el bote que debía llevarlo a tierra para emprender, como jefe de vanguardia, los primeros movimientos contra Quintanilla, nos encontró ya en el mismo bote. Cansado de aconsejarnos que volviéramos a bordo, nos dijo, con interés marcado dé cariño “¿Y si lo hieren a usted?". Cedió por fin, y desembarcamos juntos.

Cuando más tarde fue Ministro de la Guerra, de 1841 a 1847, nos encargó de componer tos nuevos toques de guerrilla, de que se sirve desde entonces nuestro Ejército; hicimos este trabajo, que nos recompensó con generosidad [3].

Por esto se convencerán nuestros lectores que, al escribir las anteriores líneas, no tenemos otro móvil que el de que se conozca esto triste episodio de nuestra historia tal cual es.

Chiloé nos trae a la memoria un episodio de la batalla de Bellavista, que presenciamos y que no hemos olvidado, por su rareza.

Al abandonar el ejército realista una de sus primeras posiciones, era seguido por nuestra infantería, haciéndose nutrido fuego por ambas partes.

El primer herido de los nuestros con que nos encontramos fue un soldado muy joven, a quien una bala de cañón había llevado una pierna como a distancia de dos a tres metros. Al acercarnos a él notamos sus continuos movimientos para buscar, aunque inútilmente, piedras con que tirar a un perro que lamía la sangre de la pierna, repitiendo furiosamente: ¡Ah perro! ¡Ah perro!

Al vernos pasar nos dijo, en tono de súplica: “Señor, espante ese perro, que me come la pierna”. Le prestamos este servicio, no sin extrañar su pretensión, que después nos ha parecido muy natural, a pesar de su extravagancia.

Cuando en 1863 tuvo lugar el último incendio de la Compañía, se encontraba don Domingo Faustino Sarmiento en San Juan, su pueblo natal, en comisión del Gobierno argentino. Desde aquel pueblo escribió, en un periódico que él había fundado antes, El Zonda, un artículo, no para dirigirnos palabras de consuelo en nuestra inmensa desgracia, sino para echarnos en cara que con nuestra propensión a las prácticas piadosas, en vez de moralizar al pueblo, lo único que conseguíamos era que el pueblo de Chile fuera decidido partidario del robo. Alegaba, como prueba de este aserto la costumbre que había en Santiago de asegurar con cadenas de hierro los candeleros de los altares.

No negamos que había esta costumbre, que habíamos visto, hacía muchos años, en las iglesias de Buenos Aires. Probaremos al señor Sarmiento que este medio de seguridad, que en gran parte ha desaparecido entre nosotros, no estaba en uso sólo para los ladrones chilenos, sino también para otros del oficio que no habían nacido en Chile.

El año de 1830 llegó a Santiago un paisano y probablemente amigo del señor Sarmiento. Venía a recibirse de abogado, y fue admitido a la práctica en el estudio del de más crédito en esa época.

Llegó el tiempo de recibirse, y sólo le faltaba aprontar el dinero necesario para cubrir los gastos de costumbre.

Una pequeña digresión.

En El Mercurio peruano, periódico de un gran crédito, que se publicaba en Lima desde fines del siglo pasado, hemos leído, hace muchos años; que para graduarse de doctor en esos tiempos era necesario dar un capelo a cada doctor, una gran comida, una corrida de toros, etc., suma total: diez mil pesos.

Volvamos a la historia del paisano del señor Sarmiento. Encontrándose, pues, nuestro hombre en la imposibilidad de salir de su apuro, ocurrió a un medio fácil en su ejecución, pero peligroso en sus resultados.

Nuestros lectores saben que en septiembre de todos los años se celebra en la iglesia de La Merced una solemne novena en honor de la Virgen, en la que la iglesia se adorna con gran esmero.

El abogado en cierne tuvo la feliz ocurrencia de asistir una noche a esa novena.

Al siguiente día, muy de mañana, al pasar frente al altar mayor, el lego que debía abrir las puertas de la iglesia notó, al arrodillarse, que faltaban los candeleros de plata, cuyas luces había apagado él mismo en la noche anterior. Su primera diligencia fue dirigirse a toda prisa a las puertas de la iglesia, para asegurarse de si no habían sido abiertas en la noche. Una vez convencido de que estaban cerradas, volvió al convento para hacerse acompañar de otras personas y registrar la iglesia.

Apenas había empezado esta segunda excursión, divisó un bulto en un confesionario. Se acercó y descubrió a nuestro jurisconsulto, pero no solo, sino acompañado de otro bulto, abrigado por su capa azul con vueltas lacres, que contenía los candeleros, desarmados y perfectamente acomodados en un atado, que debía tomar, al abrirse la iglesia, la dirección del estudio del Cicerón trasandino.

El comendador, con la mayor reserva y con todas las precauciones necesarias, para no llamar la atención pública, lo remitió a la policía.

Ya verá, pues, el señor Sarmiento que, como hemos dicho, las cadenas no se usaban sólo para los ladrones chilenos.

Los que nos lean desearán que, según la regla que creemos de Aristóteles, les demos cuenta del fin del héroe. Lo hacemos con tanto más gusto cuanto que es imposible que ellos lo adivinen: ¡Fue condenado (y cumplió su condena) por los tribunales de justicia a ser preceptor de instrucción primaria en Copiapó!...

No sabemos si el señor Sarmiento, que diez años más tarde dirigió en Chile la Escuela Normal de Preceptores, habría admitido en ella como alumno a su paisano el de los candeleros.

__________

[1] Manuel Blanco Encalada, natural de Buenos Aires. (N. del E).Volver.
[2] Era portero de la Corte Suprema y fue asesinado por un español carpintero. Volver.
[3] El general don José Santiago Aldunate. Volver