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Diarios, Memorias y Relatos Testimoniales
Recuerdos de Treinta Años (1810-1840)
VIII. Policía de Seguridad y Garantías Individuales

Nuestros lectores habrán notado más de una vez en algunos de nuestros anteriores artículos la frecuencia con que citamos el año 1830. No es culpa nuestra, pues esta fecha se nos presenta involuntariamente, por la naturaleza de los hechos, podríamos decir, como el punto de partida de todos nuestros progresos.

La paz de 40 años, interrumpida seriamente sólo tres veces, y por cortos intervalos, ha sido indudablemente el principal agente de nuestros adelantos, sin ejemplo en la América del Sur.

La Constitución de 1833, a pesar de los defectos de que se la acusa, si no es el motor de nuestra no interrumpida prosperidad, no ha sido tampoco un estorbo; y ya sería tiempo de que cesaran las vanas declamaciones de políticos de pacotilla.

No hace mucho un orador, contra la voluntad de Dios, repetía, en la Cámara de Diputados, la antigua cantinela de “esa Constitución es la causa de todas las desgracias de Chile”. Si el señor diputado se hubiera tomado el trabajo de enumerar esas desgracias, es seguro que habría mucho que descontar. Desearíamos saber si las desgracias permanentes de casi todas las repúblicas de esta América se deben también a nuestra Constitución, y si del caletre del orador habría salido otra que nos hiciera más adelantados, más libres y más felices de lo que somos.

Desgracia es para tales políticos que las cuarenta navidades de la maldita Constitución la hayan endurecido de tal manera que, a pesar de los pinchazos de los reformistas, permanezca aún intacta, y que todavía no estén de acuerdo sobre por dónde deben dar principio al destrozo.

Antes de 1820, no había más guardianes de la propiedad que los guardas de las tiendas, cuyas funciones se limitaban a cuidar el reducido recinto del comercio, que no se extendía a más de dos cuadras de la plaza, y no en todas direcciones. El penúltimo jefe de aquel cuerpo, si no estamos equivocados, fue el español don Manuel Imas, asesinado jurídicamente el año 1817. Poco después de la batalla de Chacabuco.

Este hecho atroz nos trae a la memoria otros análogos ejecutados entre los años 18 y 20, en individuos de esa nación, a inmediaciones del cementerio, después de haberlos hecho prestar ciertos servicios. En alguna parte hemos leído que los antiguos reyes de Persia hacían desaparecer a los agentes secretos de quienes se habían servido para entenderse con los sátrapas de su imperio, en negocios en que un testigo podía ser perjudicial.

Como nada nos consta personalmente, al hacer estas referencias nos atenemos sólo a lo que hemos oído con generalidad en esos tiempos, citando se nombres propios que no hemos olvidado, pero que omitiremos.

Se decía, por ejemplo, y no hace dos meses lo repetían varios caballeros en nuestra presencia, que el capellán del cementerio, a quien no podían ocultarse aquellos hechos, se dirigió al Gobierno para ponerlos en su conocimiento, pero que a las primeras palabras se le mandó callar bruscamente [1].

Este denuncio del capellán, que nos parece imprudente, pues se añadía que había nombrado a la persona que presidía aquellos actos, lo confirmamos en cierto modo, más tarde, por lo que verán nuestros lectores.

Diez o doce años después de estos rumores tuvimos relaciones con el denunciado. En una ocasión en que, en presencia de varias personas, se nombró al capellán antedicho, aquel sujeto dijo estas palabras: ese clérigo me tiene muy agraviado. Ni él añadió más palabra ni ninguno de los que allí estábamos hizo ninguna observación, cayendo todos en cuenta de cuál podía ser el motivo del agravio.

Parece que los hombres de esa época, no tanto por venganza como por sistema, trataban de aterrar a los enemigos de la revolución, sobre todo a los españoles, con medidas extremas.

El primer acto de este sistema en Chile fue la muerte de Imas, que nadie que sepamos ha tratado siquiera de disculpar.

Hasta hace pocos años, nosotros, como todo el mundo, estábamos en la persuasión de que el autor de este crimen era el general San Martín.

Recordando un hecho que nada tenía que ver con este suceso, hemos caído en cuenta de nuestro error. Para asegurarnos más en esta última persuasión, nos hemos dirigido al señor coronel argentino don Jerónimo Espejo, que respetamos como la crónica más exacta y verídica de esa época.

El señor Espejo no sólo nos confirmó en nuestra idea, sino que nos suministró numerosos datos de que San Martín no podía tener parte en lo sucedido. Para desmentir esta imputación basta saber que la prisión y muerte de Imas tuvo lugar en los días 1º y 2 de abril de 1817 y que San Martín había salido para Buenos Aires el 11 de marzo de ese año, y que el 29 del mismo mes lo saludaba el Cabildo de aquella ciudad por su llegada a ese pueblo... Para el odio, la historia y la verdad son mudas.

No ignoramos que para acallar la reprobación pública se fraguó un proceso vergonzante, o más bien sin vergüenza, que sólo fue conocido de algunos iniciados. Y que era tan burda la trama, y hacía un Ministro en ella papel tan infame y ridículo, que se concluyó por quemar o esconder el tal proceso.

Muchos años después el Congreso tuvo que asignar una pensión a la familia de Imas...

En 1818 se pronunció un incendio en la Maestranza, situada a la sazón en lo que ahora es Academia Militar. Este incendio, se dijo entonces, había sido intencional, con el objeto de atribuirlo a los godos, americanos y españoles residentes en Santiago, consiguiendo así la doble ventaja de atraer sobre ellos el odio público y hacerlos pagar los perjuicios superabundantemente, pues la cosa en sí fue muy insignificante.

Unas palabras que oímos en los momentos del incendio, que fue de día, al fraile Beltrán, que había cambiado su hábito de franciscano por la casaca de artillero, y que era jefe de la Maestranza, nos dieron más tarde más luz sobre el suceso.

Conversaba con unas señoras frente al Carmen Alto. Al despedirse les dijo: “¡Ya yo sé quién ha de pagar esto!” Un incendio igual había tenido lugar en Mendoza, en vísperas de salir para Chile el ejército de los Andes. No añadiremos sus circunstancias por odiosas y agravantes.

Un año después llegábamos a mediodía a la calle del Estado, y notando muchos grupos de personas que hablaban con grande animación, preguntamos lo que ocurría. Se nos dijo que hacía poco que, pasando por allí el general San Martín, pasaba al mismo tiempo un individuo que no lo saludó, que, averiguando que era español, lo había hecho conducir a un cuartel, atado de las manos a la cola de un caballo.

Si entonces supimos quién era el español, ahora no lo recordamos.

¡Dos o tres años más tarde, sin el valor y energía de nuestro compatriota señor don José Manuel Borgoño, jefe del cuartel de la Merced, en Lima, los innumerables españoles, ancianos casi todos, encerrados allí para ser deportados a Chile, es probable hubieran dado entonces al populacho furioso el espectáculo que más tarde han dado los Gutiérrez, en ese mismo pueblo!

Podríamos referir otros hechos que eran en nuestra niñez contados minuciosamente por todo el mundo, sobre todo algunos de ellos que gozaban de gran celebridad, y que manifiestan la más completa inseguridad para la vida y propiedad de los vecinos de la capital. Aun referiremos un suceso que hizo gran ruido por las personas que en él tuvieron parte, y sobre todo por su desenlace.

Una noche de verano, en 1811, entre diez y once de la noche, estábamos entretenidos con otros niños de nuestra edad, en la calle de Santo Domingo, una cuadra al oriente de la iglesia. La luna alumbraba como de día. De repente nos sorprendió un gran ruido de caballos herrados (cosa rara entonces) que venían a todo escape del lado del río, por la calle de San Antonio. No tuvimos más tiempo que el necesario para guarecernos en el hueco de la esquina de la casa del señor don Vicente Ovalle que es ahora del señor don Luis Alcalde [2].

Un instante después, y habiendo resbalado en la losa un caballo, al querer hacerlo cambiar de dirección al oriente, cayó el jinete a nuestros pies dándose un tremendo golpe. Apenas se vio en el suelo, abandonó el caballo y corrió en dirección a la casa antedicha [3]. Casi al mismo tiempo llegaban dos jóvenes oficiales que lo seguían muy de cerca y que, al ver el caballo solo, nos preguntaron: “¿ha entrado ese picarón?” En coro contestamos: “En esta casa”, señalando la del señor Ovalle.

Se desmontaron, nos encargaron el cuidado de los caballos, y, entrando en la casa indicada, encontraron al que buscaban, tras la puerta de un cuarto del primer patio.

Lo hicieron salir, conduciéndolo a pie al cuartel de San Diego, según se supo al otro día, pero sin decirle ninguna palabra injuriosa. A una señora que acudió al ruido del suceso la llenaron de satisfacciones, a lo que contestó, lo recordamos: “Hagan ustedes su deber”.

Al otro día se supo también que el sujeto perseguido formaba parte de un grupo situado en la plazuela de la Recoleta Franciscana, en acecho de aquellos dos caballeros que frecuentaban una casa en esas inmediaciones. Los del grupo, viéndose embestidos por dos oficiales resueltamente, tomaron distintas direcciones, pero ellos se dirigieron contra el que enderezó por el lado del río, próximo al puente de madera, y que es el mismo a quien tomaron prisionero.

Pocos días después, se supo que éste había sido fusilado con gran solemnidad, pero con pólvora... No necesitamos para nuestra narración decir cómo se llamaba esta persona, que más tarde alcanzó los más altos grados en nuestro ejército, del que fue un buen servidor.

En cuanto a los otros dos actores, más de un lector sabe ya o ha sospechado que eran Juan, José y Luis Carrera.

Al preso se le halló desarmado; pero algún tiempo después, al sacudir el cuarto donde se ocultó, se encontró bajo una tarima un gran trabuco...

San Bruno, años de 1815 y 1816, había dado a lo que entonces podía llamarse policía de seguridad, esa forma odiosa y a veces burlona que ha pasado con horror hasta estos tiempos, sin que para esto hubiera ni siquiera disculpa, pues es sabido que, en los dos años cuatro meses transcurridos desde el descalabro de Rancagua hasta la victoria de Chacabuco, el país en toda su extensión se mantuvo en la más completa sumisión al rey de España, sin que la historia tenga que mencionar ni el más ligero síntoma de trastorno.

Un hecho, entre otros, confirma lo que decimos. Cuando dos o tres días después de la batalla de Rancagua entraron a Santiago las primeras tropas realistas, apareció la ciudad completamente adornada con la bandera española. Estas banderas eran flamantes, pues antes de 1810 no había costumbre de usarlas con generalidad. Agréguese a esto que en esos días, como es natural, el comercio estuvo completamente cerrado... Claro es, pues, que con nuestra conocida prudencia, tales banderas estaban listas, pero guardadas, para cuando llegase el caso... Nuestros lectores, por lo demás, no extrañarán esta previsión cuando sepan que el día de la batalla de Maipo el ejército de Osorio recibió de regalo pan caliente, mientras el nuestro no lo tuvo ni frío.

Es probable, por otra parte, que los 400 patriotas, mal contados, que el 18 de septiembre de 1810 se reunieron en el consulado para testificar de nuevo su obediencia a nuestro amado Fernando no sospechaban que, veinte años después, un decreto declararía ese día el único en que se compendiarían todas las glorias de Chile.

Y tanto menos lo sospecharían que muchos de ellos, seis años más tarde, pedían perdón desde Juan Fernández, en un documento público, al rey de España, por sus extravíos.

Don Diego Portales, autor de esta innovación, por odio al militarismo, no calculó que la tiranía trapacera y enredista de la toga haría recordar con pena el despotismo franco y glorioso del sable.

Los chilenos no pueden repetir las palabras vanidosas de Cicerón: Cedant arma togoe.

¡Pobre 12 de febrero, pobre 5 de abril, que nos disteis patria e independencia: inclinaos ante el godo 18 de septiembre, que no nos dio nada!

En los días de la entrada de los españoles hubo iluminación general.

La base de las luminarias era un elemento que tenía bien poca analogía con ellas: el barro o más bien el lodo.

Había para esto dos sistemas: el primero usado por las casas acomodadas. Este consistía en cuatro o seis palmetas de madera clavadas en la pared en una altura conveniente. En la parte redonda de esta palmeta se ponía una pelota de cieno, y en ella se enterraba la vela de sebo, de las de a cuatro por medio.

El otro modo, el más común, era pegar en la pared tantas pelotas de barro como luces debían ponerse.

En algunas casas de lujo se ponía en la palmeta un canuto de lata. Esto, por supuesto, era poco común.

La clase de acequias de entonces, que corrían por el centro de las calles, proporcionaba todo el lodo necesario para estas operaciones.

Estas se repetían cada vez que había luminarias, y lo alto de las paredes, tanto por el barro como por el humo de las velas, estaba siempre negro.

El estado de las paredes lo calcularán nuestros lectores teniendo presente que entonces no había obligación de blanquearlas.

La orden que ahora se da anualmente con este objeto sólo data del año 30 ó 31.

San Bruno era un hombre de valor. Se le encontraba en las altas horas de la noche en los barrios más apartados de la ciudad, sin más acompañamiento que un soldado armado de bayoneta a más de media cuadra de distancia. No era extraordinario encontrarlo solo, con su gran sable con vaina de hierro, el primero que nos parece haber visto antes de que llegara a Chile el célebre regimiento de Granaderos a Caballo del ejército de San Martín.

A veces no temía arriesgarse solo, como en el caso siguiente, que hemos oído varias veces a la misma persona a quien vamos a referirnos.

Sin contar muchos años, algunos de nuestros lectores habrán visto un vehículo que ya no está en uso y que se llamaba carretón. Este servía para transportar a las familias que tenían quintas inmediatas, y para toda clase de paseos. No tenía sopandas, y, por consiguiente, no era muy suave. Los carros de los grandes triunfadores romanos tampoco las tuvieron.

Ordinariamente, el carretón estaba en el zaguán o en el primer patio de la casa. Este lugar ocupaba el que había en casa de las señoras Guzmán, calle de Santo Domingo [4]. Era familia de patriotas, como la del frente, del señor Ovalle, de que hemos hablado antes.

Don José Urriola, hermano del coronel don Pedro, muerto en la revolución del 20 de abril de 1851, que aún era seglar, salía una noche de la casa de las señoras Guzmán, sin sombrero y dirigiéndose a la del frente, donde vivía su hermana doña Pabla, esposa del señor Ovalle [5]. Al llegar al medio del patio de la casa de las señoras Guzmán, advirtió que salía del carretón precipitadamente un hombre de levita y sombrero redondo, llamándolo, repetidas veces:

- ¡Señor don Pedro, señor don Pedro!
- Yo no soy don Pedro.
- ¿Quién es usted?
- Soy José Urriola.
- ¿Y su hermano?
- Hace dos años que no sabemos de él.
- ¿Dónde está?
- Creo que en Mendoza...

Esto pasaba en un patio completamente oscuro y sin un solo testigo. En seguida San Bruno acompañó al señor Urriola hasta la, puerta del señor Ovalle en conversación amistosa, despidiéndose en seguida con mucha cortesía.

La luz que parece ser un gran elemento de orden, a veces lo es de tiranía. Tan a pechos han tomado esta máxima algunos Gobiernos, que nosotros hemos visto en 1859 a uno de ellos encender el gas en noche de luna, por temores de revolución. Pero, los Gobiernos de aquellos tiempos no ocurrían a este expediente, muy recomendado por Maquiavelo, probablemente por la proverbial mansedumbre de los chilenos.

A las siete de la noche en invierno, y a las ocho en verano, no había más luz en toda la ciudad que los poquísimos faroles, sucios siempre, en las calles de que hemos hablado antes, y los que pertenecían a los conventos, que no eran más aseados. A las diez, pero infaliblemente a las once, toda luz había desaparecido.

En 1829, apenas pasada la medianoche, nos encontrábamos en una casa situada a poco más de tres cuadras al poniente de la iglesia de Santo Domingo. Al asomarnos a la calle con otros amigos para retirarnos, no divisamos una sola luz en toda la extensión que abarcaba nuestra vista. Empezaba a llover, y por todos estos motivos se creyó una temeridad nuestra resolución de dirigirnos solos a nuestra casa. Para nosotros, la verdadera temeridad consistía en dormir en casa ajena, en la alfombra del salón, sin, más abrigo que la compañía de doce o quince individuos que estaban resueltos a no recogerse a sus casas.

Nuestra primera operación al emprender la marcha fue tomar el medio de la calle, cerrar el paraguas y llevar lo horizontalmente para cercioramos cuando pudiéramos encontrarnos con algún obstáculo en nuestro camino.

Era tan densa la oscuridad, que el único medio por el cual conocíamos que habíamos llegado a una bocacalle era el viento Norte, que soplaba, lo que nos servía para contar las cuadras que habíamos andado.

Al llegar a la bocacalle llamábamos: “¡Sereno!” tres o cuatro veces consecutivas, sin que jamás se nos contestara una palabra.

Había algunas calles que gozaban de gran reputación por su soledad. Al hacer esta observación no nos referimos a los barrios apartados del centro de la población: hablamos de calles muy inmediatas a la plaza principal. La de San Antonio, que está a una cuadra al oriente de la misma plaza, se encontraba en este caso; pero sobre todo la que corre de la plazuela de San Agustín hasta la del Teatro Municipal, era aterrante hasta por su nombre -calle de La Muerte-, con alusión, según recordamos, a un esqueleto de madera que la representaba y que los padres agustinos guardaban no muy oculto en un cuarto del convento que tenía ventana a la calle.

No había en toda esa cuadra un solo habitante, y por gran rareza se solía alquilar alguna de las varias cocheras que había en ella.

La Cámara de Diputados se reunía, en 1847, en el lugar en que ahora está el Teatro Municipal, y con este motivo pasaban por esa calle los Diputados. Nadie ignora que un famoso asesino estuvo muchas noches en acecho del señor Manuel Cifuentes en una de esas cocheras, para la que se había proporcionado una llave; pero se libró aquel caballero por haber pasado, sin la menor sospecha, siempre acompañado. Al respetable señor Fernando Lazcano, Diputado también en ese entonces, le hemos oído decir que, al pasar por allí algunas noches, había visto al asesino, pero sin sospechar ni remotamente sus intenciones.

Más tarde consumó su crimen en la misma casa del señor Cifuentes, pero lo pagó en el patíbulo.

Las personas acomodadas se hacían preceder por un criado armado de un farol. Las que lo eran menos, los hombres sobre todo, llevaban linternas que les prestaban el servicio de advertir a los ladrones dónde y cuándo debían embestirles.

En una de estas mismas cocheras había, el año de 1810, en vísperas de la revolución, un carpintero llamado Trigueros. Esta cochera pertenecía a la casa del señor don José Antonio Rojas, el más antiguo conspirador de Chile, pues había hecho o tratado de hacer su primer ensayo en 1780.

Los Clodios y Catilinas de peluca y calzón corto, por exceso de precaución, tenían sus conciliábulos en lo más apartado de aquella casa, que es ahora de don Domingo Ugarte, recién edificada en la plazuela del Teatro Municipal.

El cuarto en que se reunían estaba pared o tabique de por medio con la carpintería.

Carrasco tuvo noticia, no sólo de estas reuniones secretas, sino también de lo que se trataba en ellas. Esto lo decidió a tomar presos a tres de los principales concurrentes, lo que dio origen, no sabemos con qué datos, a que el denuncio se atribuyera a Trigueros.

Diez o doce años más tarde lo conocimos de tendero y con el apellido de Solar que servía de diversión a sus viejos conocidos. Estos y el antiguo carpintero no sospechaban que este cambio de apellido lo emparentaba nada menos que con uno de los papas de más rancia nobleza, y con el duque de Valentinois, el discípulo más aprovechado de Maquiavelo.

Los que hemos conocido, aquellas épocas no nos quejamos del actual alumbrado, como a veces, sin razón, se critica el de ahora, llevando estas quejas hasta la ridiculez.

Un día llegábamos a la imprenta de Julio Belin, donde, en 1852, se publicaba La República. El cronista, que era un señor Frías, nos preguntó si habíamos visto en la noche anterior algún farol que diera mala luz. Contestamos que no nos habíamos fijado. “No importa –replicó-, estoy escribiendo contra el alumbrado, y algún farol ha de haber estado malo anoche.”

Recordamos ahora que aún nada hemos dicho acerca del estado de la prensa periódica en la época a que nos hemos referido. Personas más autorizadas que nosotros lo han hecho ya, y no somos tan temerarios que nos internemos en este terreno. Referiremos un hecho característico que dice más que muchas páginas, y del que hemos hablado hace muchos años en El Diario de Santiago.

En el año 1821 apareció en las esquinas de la ciudad un cartel en el que, después de citar un artículo constitucional que parecía garantir la libertad de imprenta, se anunciaba El Independiente.

Días después salió el periódico, y, según recordamos, se reducía a pedir algunas modestas reformas y la reunión de un Congreso. Todo ello con suma moderación.

El mismo día fue conducido a la cárcel el autor del periódico, que, según se dijo, era un sueco.

En seguida se presentó en la prisión un edecán del Gobierno, y después de saber de boca del preso que él era el autor, le dijo:

-¿Podría usted escribirlo de nuevo?
-Sí, señor.
-¿Qué necesita usted?
-Tintero, papel y una botella de ron.

Todo le fue entregado al momento, y, según el señor edecán, el periódico fue redactado entero, y con una que otra diferencia insignificante.

Esto, sin embargo, no libró al sueco de que se le hiciera salir de Chile, sin que hasta ahora se haya sabido para dónde. El Gobierno sospechaba de otras personas, pero nada pudo sacar en limpio.          

A la publicidad de este negocio se añade para nosotros haberlo oído referir al mismo comisionado, el comandante de prisioneros don Domingo Arteaga, edecán del Gobierno.

Suplicamos a nuestros lectores guarden su admiración, tanto sobre este hecho como sobre otros de que hemos hablado, para cuando, más adelante, pongamos a su vista la conducta de ciertos gobiernos  posteriores, bautizados como adelantados y liberales, y juzguen comparando las épocas y las circunstancias...

Hemos referido antes lo que se hizo el año de 1821 con un extranjero que se atrevió a escribir sobre congresos y reformas.

Durante los tres años del Gobierno del general Freire las cosas cambiaron favorablemente, y pudo escribirse con libertad.

Nuestro amigo don Bernardo Alzedo, muy apreciado del señor don José Miguel Infante, y ahora residente en Lima, nos refirió varias veces lo siguiente, contado por Infante:

Estaba una vez de visita en palacio, y un sujeto, muy amigo de Freire, le dijo: “¿Hasta cuándo sufre V. E. que se le ultraje por la prensa de un modo tan villano?” Contestó el Director: “Agradezco a usted, señor don N., el interés que manifiesta por mí; pero yo no puedo tomar ninguna medida, por que si hay razón para que se me insulte, sería una ruindad vengarme; si no hay motivo, el público me hará justicia”.

Añadía Infante “Si no hubieran estado presentes tantos adulones me habría levantado de mi asiento y le habría dado un abrazo”.

No son éstas las únicas palabras que podríamos citar del general Freire en que se manifiesta su buen sentido y su liberalismo de buena ley. Recordamos una contestación que, por su oportunidad y laconismo, no desmerece colocarse al lado de algunas que nos ha transmitido la historia, que no la valen.

En 1825 se había declarado cierta odiosidad contra el ejército en el partido liberal, en que no se omitía ninguna clase de injurias contra ciertos jefes.

En algunas sesiones del Congreso se trató de algo parecido a la supresión del ejército, y alguien preguntó qué harían esos hombres con la disminución o supresión de sus sueldos. Don Carlos Rodríguez, que estaba a la cabeza de aquella cruzada, contestó: “¡Que vayan a sembrar papas!”

Estas palabras, aunque con distintas interpretaciones, hicieron fortuna.

A fines de ese mismo año tuvo lugar la última expedición a Chiloé.

La antevíspera de la batalla decisiva marchaba toda la infantería del ejército en dirección de los puntos esenciales del enemigo. El camino era fragosísimo, y en algunos puntos nos enterrábamos en el barro hasta la rodilla.

Llegamos a mediodía a un lugar menos montañoso y sombrío, haciendo en él un corto descanso.

Al llegar el general Freire a este lugar, el coronel Rondizzoni (jefe de nuestro batallón, y uno de los más injuriados por los liberales), le dirigió, desde alguna distancia, estas palabras: “¿Que tal camino, señor?” “¡Bueno para sembrar papas, coronel!”

En tiempo del sucesor de Freire, el general Pinto, y a principios de su Gobierno, se cometió un atentado contra la libertad de imprenta, que no le va en zaga a lo que seis años antes se había hecho con el suceso de El Independiente.

Otro extranjero, M. Chapuis, francés de nacimiento y escritor de El Verdadero Liberal, publicó un artículo sobre un motín que había tenido lugar en Talca, encabezado por un sargento y un cabo, dando en cierto modo la razón a los amotinados.

De resultas de este artículo, fue preso e incomunicado de orden del Gobierno. Fue juzgado el periódico en seguida; pero no se puso en libertad al escritor, a pesar de haber sido absuelto, hasta después de haberle hecho sufrir cinco o seis días de prisión.

Este fue el primer atentado cometido por aquel Gobierno, que la pasión o la mala fe han querido hacer pasar a la historia como el tipo de los gobiernos liberales de nuestro país. Ya lo iremos conociendo por sus obras.

Poco después se sublevaron en San Fernando el diminuto Batallón Nº 6 y un escuadrón o regimiento que no llegaba a 200 hombres, encabezados por el coronel don Pedro Urriola, y, como segundo jefe, por el comandante de aquel batallón, don José Antonio Vidaurre, posteriormente jefe de la revolución de Quillota.

El Presidente Pinto salió al encuentro de Urriola con triples fuerzas, la mayor parte de guardias nacionales. La refriega no duró diez minutos, y el Presidente y su ejército fueron completamente deshechos, dejando el camino, desde las Tres Acequias hasta Santiago, sembrado de fusiles, corazas y morriones de acero, de los coraceros que formaban la escolta del Presidente. De éste se dijo, no lo vimos nosotros, que había llegado a palacio sin sombrero, a las cuatro de la tarde.

Esa misma noche, la división de Urriola (400 hombres) tomó cuarteles en la Maestranza, y, lo que pinta la época, una hora más tarde los oficiales de ambos ejércitos se encontraban cenando en el Café de la Nación (lo presenciamos), contándose sus percances recíprocos, con gran algazara y alegría. La frecuencia quizás de los motines y revoluciones, y la idea de que el que un día era vencedor podría ser vencido al siguiente, había introducido esa tolerancia mutua, increíble ahora.

Nadie dijo una palabra acerba. Sólo al despedirse Asagra, jefe de uno de los batallones vencidos, dijo en alta voz: “¡Hasta mañana caballeros!”

Por entonces, a lo menos, habían pasado los tiempos en que algunos parásitos de Gobiernos anteriores habían tratado de hacer del odio una virtud militar, si no republicana. Cuando fue capturada la fragata María Isabel, se inventó la odiosa calumnia de que, por unos papeles encontrados en ese buque, se había descubierto que don José Miguel Carrera había estado pocos años antes en correspondencia con los agentes del rey de España. Ninguno de los tres autores de esta trama era chileno.

En la noche del día en que ella circuló, dictó el comandante de armas el santo siguiente para el jefe de día y para los cuerpos de guardia: ¡Los carrerinos son peores que los godos!

Uno o dos días después de la derrota del Presidente Pinto se publicaba un bando en la Plaza de Armas, en que los vencedores daban a reconocer, no recordamos bajo qué título, jefe de la nación a don José Miguel Infante.

Este bando, que el Presidente legal oía desde los altos de Las Cajas, era arrancado de las esquinas por los amigos del Gobierno apenas era fijado.

La revolución cayó de por sí por falta de apoyo, y todo quedó como antes.

Al día siguiente, a mediodía, el mayor Quezada pasaba en dirección a la cárcel por la botica del señor Bustillos (donde estábamos), conduciendo a don Aniceto Padilla de casa del señor Infante, donde estaba de visita.

Este sujeto, desconocido de nuestros contemporáneos, ha tenido, sin embargo, una parte importante en algunos acontecimientos considerables de nuestro país, por lo menos en aquellos en que influyó el señor Infante.

Era natural de Cochabamba y muy relacionado con los jefes de la revolución argentina. Había venido a Chile muy en principios de nuestra revolución, y volvió en el tercer decenio del siglo. Se alababa del predominio que ejercía sobre Infante; y era la verdad, hasta el extremo de que cuando el señor Infante hablaba en la Cámara, Padilla, desde la barra, gesticulaba y accionaba, llegando el caso, que presenciamos, de que cuando don José Miguel no encontraba en sus discursos la palabra precisa, Padilla la decía en voz baja, haciendo reír a los que estaban cerca.

Se encontraba en Buenos Aires al tiempo de la primera invasión inglesa, en 1806. En la dispersión que sufrió el ejército inglés, Padilla ocultó a un general o jefe de alta graduación de ese ejército. Esto le valió una pensión vitalicia de parte del Gobierno inglés o de la familia de aquel jefe.

Esta circunstancia le hizo emprender un viaje a Inglaterra dos años más tarde Entonces se dijo que llevaba el en cargo de ofrecer a Dumouriez, emigrado en Inglaterra, un mando en el ejército argentino.

El delito que ocasionó la prisión de Padilla consistía, en que, siendo consejero del señor Infante, debía haber tenido su parte en esa revolución en que se consideró cómplice, a ese caballero.

Sin seguirle causa ni tomarle declaración alguna, se le hizo salir de Chile, sin que entonces ni después se haya sabido con seguridad para dónde, exactamente como se hizo con el sueco de marras. Con una diferencia, sin embargo, en contra del Gobierno liberal: y es que, en tiempo del general O’Higgins, en que tuvo efecto esa arbitrariedad, año 21, el ejército realista ocupaba una buena parte del territorio chileno, y que en ese mismo tiempo don José Miguel Carrera se dirigía a Chile con éxito favorable hasta entonces, pues su último descalabro no tuvo lugar hasta tres meses después de la publicación de El Independiente.

Tan notorio era el influjo poderoso de Padilla sobre don José Miguel Infante, que El Hambriento, periódico de esa época, publicaba en una letanía, entre otras estrofas, ésta:

De un cuico el más detestado,
Que su ruin asociación
Ha minado la opinión
De un chileno magistrado
Que en el país no ha figurado,
Y todos saben por qué.
¡Libera nos, Domine!

No era el señor Infante, por otra parte, el único de nuestros hombres públicos que se inspiraba en consejos de extranjeros. Podríamos citar otros, pero sólo lo haremos con el doctor Rozas, quien, era cosa sabida, tenía por consejero a un yankee, a quien no conocimos ni de vista, que se llamaba Mr. Procopio, comerciante muy dado a la política [6].

Esto explica las ideas muy avanzadas en estas materias que de palabra y por escrito manifestaba el señor Rozas y que sorprendían a sus contemporáneos.

Una sola vez vimos al señor Rozas, probablemente en vísperas de salir para su destierro a Mendoza, de donde no volvió. Salía de Santo Domingo una mañana y se dirigía a casa de don Manuel Salas. Llevaba grandes zuecos de palo, media blanca de algodón, calzón corto, capa parda y sombrero de tres picos, atravesado a lo Napoleón. Nos pareció de un feo algo subido.

__________

[1]

El Presbítero Valero primer capellán de esa casa. Volver.

[2]

Nº 47, ángulo noroeste con la de San Antonio. Volver.

[3]

Era de don Francisco Tomás. Volver

[4]

Nº 44, hoy día de don Domingo Santa María. Volver

[5]

Nº 47, ángulo noroeste. Volver

[6]

Se trata de Procopio Pollock, médico norteamericano, autor de la Gaceta de Procopio, el primer periódico manuscrito que corrió en Chile. (1808). Volver