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Diarios, Memorias y Relatos Testimoniales
Recuerdos de Treinta Años (1810-1840)
VII. La Canción Nacional

En un artículo anterior ofrecimos ocuparnos de la actual Canción Nacional. Recordaremos lo que sucedió cuando por primera vez se trató de ponerles música a los versos que había escrito el doctor Vera, a fines de 1819 o principios de 1820. Aseguramos, sin dudar, que con la música de Robles se cantó por primera vez el 20 de agosto de ese año, sin que antes se hubiera hecho con ninguna otra del mismo autor.

El empresario del teatro, que lo era el señor Domingo Arteaga,  encargó a don José Ravanete, profesor peruano de cierto mérito, componer la música para esos versos. Este, no encontrándose capaz de hacer algo original, trató de aplicar a la poesía una canción española, de las innumerables que se publicaron en aquella nación cuando la invasión francesa. La canción argentina, menos el coro y la introducción, es una de ellas.

Al llegar Ravanete a la parte del coro, que dice:

Arrancad el puñal al tirano,
Quebrantad ese cuello feroz,

se encontró con cuatro notas sobrantes. No se le ocurrió otro expediente que poner a cada nota un sí, sí, sí, sí; sílabas que no tenían la poesía y que hicieron levantarse tan alto de su asiento al doctor, presente al ensayo. Cuando éste concluyó, el señor Arteaga le preguntó: “¿Que le parece, señor?” “Tiene visos de goda”, contestó con rabia. La concurrencia de curiosos declaró lo mismo por aclamación, y se encargó a Robles hacer otra, que es la que se conoce con el nombre de este autor. Las Bellas Artes, periódico musical publicado en Santiago hace tres o cuatro años, hizo una edición de una copia que nosotros le dimos, por haberla conservado en nuestra memoria. Los editores hallaron conveniente agregar a la estrofa una segunda voz. Robles la escribió a una voz sola, exceptuando el coro, que tenía tres voces.

El hecho que apuntamos sucedía en víspera de abrirse el teatro.

Para cumplir nuestra promesa, copiaremos un artículo que hace veinte años escribíamos sobre la nueva canción en el Semanario Musical. Esperamos que nuestros lectores disimularán algunas repeticiones inevitables.

Es probable que no sea ésta la única transcripción que hagamos de lo que entonces escribíamos.

“En 1828, la que ahora llamamos Marcha Nacional llegó a Chile remitida de Londres por don Mariano Egaña, enviado de esta República cerca de aquella corte. La primera vez, como lo hemos dicho, que se cantó esta música fue en un beneficio de Massoni, dado en el teatro, en 1828. Desde entonces ha continuado cantándose y se le ha bautizado con el nombre de nacional sin más autorización.

“Chile tenía su Marcha Nacional, cuya letra había sido mandada reconocer por decreto especial del Gobierno, hasta que la intrusa música de Carnicer vino a interponerse, sin otro mérito que estar más conforme con la moda reinante posteriormente.

“El 20 de agosto de 1820, a la misma hora en que se hacían a la vela las últimas naves que conducían al general San Martín con la expedición libertadora del Perú, se abría un nuevo teatro en Santiago, en la plazuela de la Compañía, en la misma casa que ahora ocupa la señora de Gumucio, número 98 [1]. En ese día se cantó la primera marcha nacional que tuvo Chile, siendo de un año anterior la poesía a la música: la primera, del doctor Vera, argentino; la última, de Robles, músico chileno de aventajadas aunque incultas disposiciones.
La música de esta marcha tenía todas las circunstancias de un canto popular: facilidad de ejecución, sencillez sin trivialidad (se exceptúa el coro, que parece que era de rigor, y que fuera un movimiento más vivo que la estrofa), y, lo más importante de todo, poderse cantar por una voz sola sin auxilio de instrumentos.
Como se ve, pues, la antigua marcha tenía tantas ventajas como inconvenientes tiene la moderna, y nada prueba más lo que decimos que el que en tantos años que lleva de fecha se canta tan generalmente mal como en los principios.
Ningún interés musical tenemos en hacer la defensa de la antigua marcha, que, sin vacilar, confesamos ser muy inferior, como música, a la moderna; pero, como patriotas, nos duele ver preferido un canto que no va acompañado de un solo recuerdo glorioso para un chileno, mientras la antigua no sólo se hizo oír en Chile, si no en el Perú, donde San Martín condujo nuestro ejército, unido al argentino.
Permítasenos un corto análisis de la canción de Carnicer, que probará lo que decimos.
No consideramos la introducción, que éste es un adminículo desconocido en todos los modelos de esta especie de canto. La Marsellesa no tenía en su principio introducción; no la tiene la inglesa God save the King, a pesar de su pequeñez, ni la tenía en su origen la canción argentina, que después hemos visto preceder de una especie de introducción que, sin duda, es una imitación de alguna antigua misa de réquiem. La canción peruana, última de las que hemos nombrado, tampoco la tuvo al principio. Su autor, don Bernardo Alzedo, le puso introducción a su vuelta al Perú, el año 1864.”

Hablaremos desde que entran las voces. Al fin de lo trece primeros compases se encuentra un pasaje de ejecución que creemos muy difícil hacer con regularidad, por personas que no hayan vocalizado antes algún tiempo. Cuatro compases después hay uno entero de semitonos aun de mayor dificultad, y antes de la última nota de la estrofa hay tres tresillos continuos que están en el caso de los retazos citados.

Pero donde como de intento reunió el autor todas las dificultades de entonación fue en el coro, es decir, en aquella parte de la canción en que debió esmerarse por hacerla accesible a todas las voces.

Aquí se encuentra hasta un inconveniente indisculpable en un compositor de la capacidad de Carnicer: la altura de las notas, y este inconveniente es insuperable, pues, cantando en tono menos alto que el del original, las voces bajas no se oirían.

Siendo tan conocido por todos lo impopular del coro, nosotros sólo haremos una observación. A los dieciséis compases después de la entrada de las voces, hay un compás que empieza por un acorde de séptima disminuida, que sólo puede ser entonado por cantores muy acostumbrados.

La dificultad de tal pasaje se aumenta mucho desde que se canta sin las tres voces que, a lo menos, pide este acorde, llegando esto hasta el caso que, cuando el coro es cantado por una sola persona, ésta tiene que abandonar las notas de la primera voz para tomar parte de las del bajo, que es la única que aislada presenta alguna melodía.

Las repetidas interrupciones de la voz, sobre todo la que precede a la entrada del coro, hacen indispensable el auxilio de instrumentos acompañantes y éste es un gran defecto en composiciones de ésta clase.

Nuestras observaciones no tienden en lo menor a menoscabar el mérito reconocido de que goza Carnicer. No criticamos su música como tal, sino como canción popular.

Por lo demás, lo que de nacional tiene esta marcha, se comprenderá bien al saber que la música es de un español y los versos de un argentino...

Algo parecido podemos decir del toque de a la carga, palabra desconocida antes de que llegara a Chile San Martín, que ha corrido la misma suerte de la antigua marcha nacional.

La música de este toque, traída por aquel ejército, y que se oyó desde Chacabuco hasta la última batalla de la Independencia, y aun muchos años después, ha sido reemplazada con el sistema anárquico de que cada banda de música toque la suya. Con el agregado de variarse a discreción y según el gusto de los jefes de batallón.

No es difícil hacer otra cuya entonación sea más bonita; pero, ¿qué recuerdo, qué glorias nos traería a la memoria? Más de una vez tuvimos la idea de dar una sorpresa al general Las Heras, mandándole una banda que lo saludara con el antiguo toque de carga en el aniversario de Chacabuco o Maipo; pero nos retrajo de ese pensamiento el temor de conmover quizá demasiado aquella alma de fuego. Hace algún tiempo la hemos borroneado en un pedazo de papel para que no muera con nosotros...

Cuando escribíamos los datos que acaban de leerse sobre la canción de Robles, lo hicimos con la intención de rectificar el error en que parece haber caído el señor Intendente Vicuña[2], confundiendo, en su decreto de último de agosto la poesía con la música de la antigua Canción Nacional.

Ahora nos encontramos con que el señor don Miguel Luis Amunátegui cae en el mismo error, pero de un modo más erudito y terminante, pues dice que “se cree obligado a rectificar” lo que afirmamos al decir que la Canción Nacional, con la música de Robles, se cantó por primera vez el 20 de agosto de 1820.

Si alguna duda hubiéramos tenido sobre este particular, los argumentos del señor Amunátegui la habrían disipado por completo.

Dice este caballero: “La Canción Nacional se tocó y cantó por primera vez en las fiestas de setiembre de 1819”. ¿Esta canción que se tocó y cantó fue con la música de Robles? No, señor. Pudo cantarse y aun bailarse con el sinnúmero de entonaciones que aparecieron cuando salió a luz la poesía de don Bernardo Vera ese mismo año, de una de las cuales, que no era la más fea, aún conservamos parte en la memoria.

Sigue el señor Amunátegui: “El Presidente del Senado, don Francisco Antonio Pérez, comunicó por oficio de 20 de septiembre del año citado al Director Supremo don Bernardo O’Higgins que aquella corporación había visto con placer la canción que éste le había acompañado, y que ella merecía justamente el nombre de Canción Nacional de Chile; con que el Senado la titulaba”.

¿Dónde está aquí, no diremos la música de Robles, pero cualquiera otra? El Senado habla de la poesía, porque a la poesía sola, como a la música sola, se les puede llamar y se les llama Canción Nacional.

Pero donde la lógica del señor Amunátegui es matadora es en lo que sigue: “Puede Vuestra Excelencia -decía Pérez a O’Higgins— mandarla imprimir, repartiendo en todo el Estado ejemplares, y al Instituto y escuelas para que el 28 (¿el 28?) Del presente saluden el día feliz en que dio, el primer majestuoso paso de su libertad”.

El Senado ponía al Director Supremo en un terrible aprieto, pidiéndole que mandara imprimir la Canción Nacional, música y versos, según el señor Amunátegui; y esto muy de prisa y en Chile, donde no se conoció el arte de imprimir música hasta veinte años más tarde. El Director debía haber vuelto la mano al Senado convocándolo para preguntarle en qué imprenta o litografía se haría la obra, del mismo modo que el emperador romano reunió al Senado para consultarle con qué salsa guisaría un pescado muy gordo que acababan de regalarle.

Continúa el señor Amunátegui: “El mismo 20 de setiembre de 1819, el Director O’Higgins promulgó el precedente acuerdo del Senado; y, entre otras cosas, ordenó que al teatro se pasaran cuatro ejemplares para que al empezar toda representación se cantara primero la Canción Nacional. ¡Cuatro ejemplares! Si era con acompañamiento de piano, con uno había suficiente. Si para orquesta, con uno había de sobra, pues la orquesta de que formábamos parte no tenía más que ocho músicos. Pero nos olvidábamos de que la imprenta de música de don Bernardo se había anticipado 20 años a su época.

Claro es, pues, que se trata de los versos, pues las tiritas de papel en que Robles había escrito la música para la orquesta estaban en el archivo del teatro, con las sinfonías y oberturas que se tocaban en los entre actos.

Añade el señor Amunátegui: “Para que no quede la menor duda acerca de este, punto, léase el documento siguiente: “La canción patriótica, cuya composición encargó S. E. el Supremo Director a usted, ha ocupado un distinguido lugar en la fiesta nacional del 18 de Setiembre, habiendo primero merecido el título de Canción Nacional por la sanción de los poderes Legislativo y Ejecutivo. S. E. tiene la mayor satisfacción de que usted ha desempeñado su encargo manifestando un entusiasmo y brillantez propios de un acendrado patriotismo y acreditado talento. De orden suprema, tengo el honor de comunicarlo a usted para su satisfacción. Dios guarde a usted muchos años. — Ministerio de Estado, octubre 2 de 1819.- Joaquín Echeverría.- Señor doctor don Bernardo Vera.”

¿Dónde está Robles y su música?, volvemos a preguntar.

Como si lo anterior no fuera bastante para abrirle los ojos a un ciego, aun añade el señor Amunátegui que el 20 de agosto de 1820 se cantó “por la vigésima o quincuagésima vez” la canción de Robles.

Lo que hay de cierto es que el señor Amunátegui cae en su error por la cuadragésima vez, haciendo cantar la música de Robles cuando éste no soñaba en escribirla. Ya antes había dicho “que hay constancia fehaciente de haber sido compuesta en 1819 no sólo la letra de la Canción Nacional, sino también la música”. ¿Qué música? Ya hemos dicho que hubo canciones en gran número, como sucedió antes en Buenos Aires, y más tarde en Chile, con motivo del himno de Yungay, del señor Rengifo.

De propósito no hemos querido mencionar ninguno de los muchos datos que, como contemporáneos, podríamos alegar, prefiriendo aquellos con que el señor Amunátegui cree rectificarnos.

Cite este caballero, no ya algún decreto, sino algún documento o escrito en que pruebe con razones, especiosas siquiera, que la música de Robles, de Robles decimos, se cantó antes del 20 de agosto de 1820, y esté seguro de que la primera vez que tengamos el gusto de encontrarnos en su presencia levantaremos nuestro sombrero más alto que de costumbre.

En 1845 se trasladó a Valparaíso la compañía Pantanelli, a estrenar el teatro, situado en la calle de la Victoria, construido por don Pedro Alexandri.

Al contratar este empresario a los cantantes tuvo también que hacerlo con la orquesta, que en su mayor parte la componían los músicos de la Catedral. Organizada la que debía funcionar en Valparaíso, quedó en la Catedral, con sólo dos excepciones, una orquesta a propósito para desollar los oídos de los devotos y hacer emigrar las ratas.

Seis meses duró la temporada de Valparaíso, y esta circunstancia probablemente sugirió al señor Valdivieso [3], presentado ya como Arzobispo, la idea de reemplazar la orquesta con un órgano, que se encargó a Inglaterra. Llegó el órgano el año de 1849, y con él, un organista, encargado también.

Organo y organista se merecían. El señor Howell, inglés de nación, era un consumado profesor, y el órgano era superior no sólo a todos los de la América del Sur, sino también a los de la del Norte. Este órgano no tiene triángulo, platillos, bombo ni timbales, instrumentos repetidas veces prohibidos por la Iglesia, particularmente por el Papa actual.

Esos ruidos hacen abrir tanta boca a los necios, excitan la compasión de las gentes de juicio y a quienes duele que de ese modo se ultraje al pontífice y rey de los instrumentos.

Casi a un mismo tiempo que Howell, llegó a Chile M. Desjardins, antiguo organista de San Eustaquio, en París, y muy notable profesor de harmonium, para cuyo instrumento había escrito un método, que hemos visto.

El señor don Pedro Palazuelos, que desde mucho tiempo había concebido la idea de fundar un Conservatorio en Santiago, creyó oportuna la adquisición del señor Desjardins y le facilitó los medios necesarios para que organizara una escuela preparatoria, en una sala de la cofradía del Santo Sepulcro.

Los buenos resultados de este ensayo animaron al señor Palazuelos, alma eminentemente artista, para solicitar del Gobierno la fundación de un Conservatorio. Gran trabajo tuvo para conseguirlo; pero a su entusiasmo no había resistencia posible.

El que esto escribe, sin desconocer el mérito de Desjardins, deseaba que la plaza de director de ese establecimiento se diera a oposición, según lo había acordado el Senado, a indicación del señor don Pedro Mena, en la certidumbre de que con este proceder se tendría lo mejor, si el Gobierno, como en otros casos, no hacía de las suyas.

A esto se agrega que el señor Neumanne, gran profesor que habíamos conocido en Lima, estaba próximo a llegar a Chile, como en realidad sucedió. En este caso Neumanne habría sido preferido. Con este motivo dirigimos al señor M. A. Tocornal, Ministro de Instrucción Pública, una carta que con su contestación se publicó entonces en el Semanario Musical, en la que le decíamos: “Tan distante estoy de todo interés personal, que, respetando como debo toda determinación que US. tome a este respecto, nada me parece más justo que, siguiendo el acuerdo del Senado, dar esta plaza a oposición. De este modo se tendrá lo mejor y quizás esto daría por resultado un profesor de primer orden... No concluiré ésta sin decir a US. que uno que merece este nombre acaba de llegar a Valparaíso”.

El señor Ministro tuvo a bien contestar a nuestra carta, en otra en que nos dice entre otras cosas: “Yo doy a usted las gracias por la franqueza e ingenuidad de sus observaciones, y aunque no he tomado resolución alguna sobre este negocio, ni anticipado una simple promesa, si llegase el caso de obrar, no perderé de vista la imparcialidad y justicia con que debe procederse.

“Siempre que usted se sirva hablarme o escribirme sobre materias en que pueda ilustrarme, le quedará agradecido, etc.”

Con gusto transcribimos las palabras de este alto funcionario, reconocido como uno de los hombres más eminentes de Chile. Si sus palabras nos honran por la justicia que hace a nuestras intenciones, ¿qué elogio no merece el hombre superior que cree puede ser ilustrado en ciertos casos, aun por aquellos que ocupan un lugar subalterno en la sociedad? No es el señor Tocornal de los que creen que la atmósfera de un salón ministerial infunde ciencia universal.

“Guizot, en un caso idéntico y desempeñando iguales funciones que el señor Tocornal, no creyó que debía legislar en música sin consultar a hombres inteligentes en la facultad.”

Esto escribíamos en 1852. Las personas que quieran saber cómo procedió Guizot, de quien quizá podría decirse sin temeridad que nada ignora, pueden consultar en la Biblioteca el periódico citado.

Salió del Ministerio el señor Tocornal. La política, la pequeña política, metió su cola. Se hizo un embrión del Conservatorio, y el acuerdo del Senado no se tomó ni siquiera en consideración. El favor y los empeños hicieron los nombramientos. Nuestros lectores, por lo demás, no nos agradecerían una lección que saben más bien que nosotros: que ésta es la historia —antigua, media y moderna— de cómo los gobiernos dan los empleos.

Hay escuela de pintura; de escultura, etc.: ¿cuál de estos establecimientos presta servicios tan útiles y benéficos como el Conservatorio? Ninguno. Baste decir que esta institución es la única en que tienen parte las mujeres, que la ocupan en su mayor parte, proporcionando a gran número de familias pobres una profesión que las pone a cubierto de la miseria y del vicio.

El Conservatorio es el único establecimiento de esta especie en que el director no tiene sueldo como tal; así se explica cómo la Academia de Pintura y la de Escultura tienen casi doble dotación, gozando sus directores de más de dos mil pesos de renta.

Hemos sido profesor, director y presidente del Conservatorio. A todo hemos renunciado; no por la escasez o absoluta falta de honorario, sino por el desdén con que, con pocas excepciones, es mirado, llegando el caso de haber Ministro que no ha sabido dónde está situado... No faltan personas que piensan que sólo sirve para divertir a los que aprendan.

En 1847 ó 1848, el señor don Salvador Sanfuentes, Ministro de Instrucción Pública, estableció en la Escuela Normal de Preceptores una clase de canto elemental, de la que fuimos nombrado profesor.

Advertiremos que, si a veces vacilamos en las fechas, es porque escribimos estos recuerdos sin ningún dato a la vista, fiados sólo en nuestra memoria; pero aseguramos, al mismo tiempo, que en caso de equivocarnos, jamás será en más de un año.

El pensamiento del señor Sanfuentes era de gran importancia, porque, fuera de los resultados físicos que produce el ejercicio del canto para los que lo estudian, hay otros de más consideración. En el extenso informe leído ante el Concejo Municipal de París en 1835, con el objeto de introducir definitivamente el canto elemental en las escuelas primarias, formulado por Bauvatier Cochin, Orfila, Perrier y Boulai de la Meurthe, se dice:

“Los antiguos empleaban este arte como un medio de hacer amar la virtud, de calmar las pasiones, de suavizar las costumbres y de civilizar a los pueblos. Desde luego, su poder de moralización no es para nosotros un problema. No queremos hablar aquí de los efectos fisiológicos que el estudio de sí mismo ha podido revelar a cada uno de nosotros; queremos hablar de los resultados reales obtenidos en las escuelas donde se enseña el canto.
No solamente esas escuelas se hacen notables entre las otras por sus resultados y buen porte, sino que en estas mismas escuelas los alumnos de canto se distinguen entre sus condiscípulos por su mayor aplicación, suavidad de maneras, y benignidad...
Bajo cualquier aspecto, pues, que se mire: moral, normal, económico o nacional, la enseñanza del canto es útil... El célebre filósofo Herder decía: “Una reunión de cantores es una reunión de hermanos”.

Da pena tener que recurrir a esta erudición barata para probar a nuestros hombres públicos el deber en que se encuentran de prestar alguna atención a este ramo, en que si sus antecesores hicieron poco, ellos no han hecho absolutamente nada.

No les pedimos que, como el Gobierno de 1848, funden una clase de canto en la Escuela Normal ni, como el de 1852, la creación de un Conservatorio, pues, pobre como es, ya lo hay. Les pedimos que con su indiferencia, o con otra cosa peor, no destruyan lo que hicieron sus antecesores.

¡Pobre Conservatorio! ¡Pobre música! ¡Qué de sopapos habéis recibido en estos días!

Habiendo empezado en 1848 la clase de canto en la Escuela Normal de Preceptores y reduciendo los cálculos a su última expresión, hay de sobra para que en los 24 años corridos se hiciera en todas las escuelas fiscales clase de canto, y para que a la fecha hubiera muchos miles de personas que supieran regularmente música y canto, pudiendo los que no tuvieran buena voz dedicarse a tocar algún instrumento.

Después de tantos miles de cantores que, según los cálculos del señor Sanfuentes, debían solemnizar las fiestas cívicas y religiosas, ¿quieren saber nuestros lectores en cuántas escuelas fiscales o municipales se enseña la música? En ninguna...

Llevada a cabo la idea de aquel Ministro, daría muchos y buenos resultados. Apuntaremos sólo los siguientes: en las grandes fiestas nacionales, reunidas las escuelas de una localidad, y cantando cosas adecuadas, presentarían un hermoso y conmovedor espectáculo, proporcionando un recurso poderoso que, sin exigir gasto alguno, solemnizaría esas fiestas tan tristes en la mayor parte de nuestros pueblos. “El niño que haya aprendido a cantar canciones de escuelas —dice Mainzer— sabrá cantar un día los cantos de guerra, los cantos de la patria.”

¡Cuántos artistas perdidos por no tener ocasión de ejercitar y desenvolver sus facultades por, falta de ocasión!

Los primeros beneficiados serían los preceptores primarios, a quienes la práctica de la enseñanza pondría en disposición de dar lecciones particulares, proporcionándoles de este modo una entrada que aliviaría en parte su triste situación.

Cuando, en 1850, sin ser nosotros naturalistas, geógrafos, marinos, astrónomos ni ingenieros, se le ocurrió a ese Gobierno hacernos emprender un viaje al interior de Chiloé fuimos a parar a Castro, el pueblo más importante después de Ancud, la capital. Entre paréntesis, Castro da un diputado y un suplente; ¡no lo echen en saco roto los aficionados! Aquel pueblo era y es más triste que un cementerio. A cualquiera hora del día y de la noche se oiría el vuelo de una mosca.

Había dos escuelas, una de ellas fiscal, bastante concurrida. La visitamos y tuvimos el gusto de encontrarnos, con un joven que había sido nuestro discípulo en la Escuela Normal. Nuestra primera pregunta fue si enseñaba la música; nos contestó que no, por dificultades que no encontramos convincentes.

Se celebraba en esos días la Pascua de Navidad, ¡y toda música de aquella fiesta tan popular se reducía a una especie de viola horriblemente tocada! ¡Cuánta animación hubiera dado a esa fiesta y a ese pueblo esa escuela, cantando música fácil y a propósito!

Con motivo de esa pobreza de recursos, preguntamos al Gobernador, comandante Roa, con qué recursos contaba para celebrar los días de la patria. Nos contestó: “La ciudad tiene 18 pesos de entrada anual; doce se invierten, con acuerdo de la Municipalidad, en los gastos ordinarios de la localidad, y los seis restantes en las fiestas del 18. Este año —añadió— han estado muy buenas, porque les hice pegar fuego a esas montañas que nos rodean, y la ciudad estaba como de día”.

Los señores don Eusebio Lillo y don Vicente Villarreal, de paseo como nos otros, presenciaron este diálogo.

Cuando, en uno de los párrafos anteriores de este artículo, lamentábamos el abandono en que de algún tiempo a esta parte se dejaba al Conservatorio de Música, estábamos muy distantes de pensar que escribíamos una especie de epitafio.

Ya que no en el mensaje presidencial, en el que más, de una vez se ha hecho mención de este establecimiento, por lo menos en la memoria del Ministerio del ramo esperábamos que se le tomara en cuenta, cual se hace con otros que están muy lejos de prestar al país tan útiles servicios, como los que ya hemos apuntado en otra parte.

Nos equivocamos; y, valiéndonos de una frase de moda, sólo diremos que el Conservatorio en esa memoria “brilla por su ausencia”.

El Conservatorio decididamente ha pasado a formar serie con otros establecimientos de que sólo se acuerdan los Gobiernos cuando hay algún ahijado a quien acomodar, cometiendo, con este fin, las más notorias injusticias y hasta infracciones de ley...

Tenemos a este respecto un pecado de que, como de otros muchos, aún no hemos hecho penitencia.

Somos causa de que los intendentes de Santiago sean presidentes natos del Conservatorio.

Cuando hace cinco o seis años renunciamos a esa presidencia, suplicamos a uno de los dos señores, don Manuel Amunátegui o don Carlos Riesco, oficiales del Ministerio de Instrucción Pública, indicara al señor Ministro del ramo que diera en adelante, por razones que hicimos presentes, la presidencia del Conservatorio a los intendentes de la provincia. Ese señor, hecho cargo, lo suponemos, de nuestras razones, nos reemplazó, y se ha seguido haciendo como lo habíamos solicitado.

El resultado de esta medida está en nuestra contra, y el pobre Conservatorio ha sido víctima de nuestra imprevisora indicación, atendida por el señor Ministro como no merecía serlo.

Las condescendencias de los intendentes, contrarias en muchos casos a la justicia y al reglamento respectivo, deben cesar en adelante, haciendo retribuir ese trabajo como corresponde.

El mal, por otra parte, no está precisamente en que los intendentes presidan el Conservatorio. Está en que el Gobierno, de algún tiempo a esta parte, se ha olvidado de que hay un reglamento que lleva la firma del Presidente Bulnes y del señor Mujica, Ministro respectivo. Este reglamento establece una comisión que tiene la dirección superior del establecimiento, pero de la que el Gobierno prescinde hasta el extremo de haberla abolido tácitamente para entenderse sólo con su agente constitucional, el intendente.

Todo lo dicho es sermón en desierto, y las cosas seguirán como hasta el día, por la razón muy sencilla de que este sistema es muy cómodo para los que mandan.

Habiendo llegado lo que hemos escrito sobre música a la época presente, que para nuestros lectores es tan conocida como para nosotros, suspendemos por ahora nuestros apuntes para dedicarnos a zurcir algunos artículos sobre otras materias.

Damos fin al presente con la noticia que sigue:

En agosto de 1834 se encontraron reunidos una tarde, en el Café de la Nación, el célebre actor Morante, el bailarín español Cañete, el muy notable actor, español también, Domingo Moreno Ramos (que cantaba como un maestro, sin saber una nota de música), y el autor de estos apuntes.

Morante se quejaba de que, debiendo dar un beneficio a principios del próximo septiembre; no tenía ninguna novedad que ofrecer al público.

Al oír esto, Moreno dijo a Morante: “Yo tengo en la memoria una hermosa marcha patriótica; pero, es preciso que usted le cambie la poesía, porque la que yo sé no puede servir para Chile, pues empieza con estos versos:

Al sepulcro de Bravo y Padilla, etc. Apenas oyó Morante la primera estrofa, la reemplazó, imitando el canto de Moreno, con:

Al dieciocho inmortal de septiembre, etcétera.

En seguida se convino en que Morante haría las demás estrofas y el coro y en que nosotros debíamos trasladar al papel lo que nos entonara Moreno, poniéndole acompañamiento de orquesta y enseñándola a los actores que se prestaran a cantarla; lo que todos hicieron, sin excepción. Morante tuvo un buen beneficio.

Este es el origen de esta hermosa canción, que todos nos atribuyen, y en que no tuvimos más que una pobre cooperación.

__________

[1]

El Dr. Vera escribió en el telón del teatro lo siguiente, que se le ocurrió oyendo misa, al alzar: “He aquí el espejo de virtud y vicio, Miraos en él y pronunciad el juicio". Volver.

[2]

Benjamín Vicuña Mackenna. (N. del E). Volver.

[3]

Rafael Valentín Valdivieso. (N. del E). Volver