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Diarios, Memorias y Relatos Testimoniales
Recuerdos de Treinta Años (1810-1840)
VI. Ópera y Teatro

En mayo de 1830 llegó una compañía lírica italiana; funcionó siete meses, al cabo de los cuales se trasladó a Lima, donde obtuvo gran éxito. Esta compañía contaba con cinco partes principales, sobresaliendo entre ellas la Scheroni y Pissoni. La primera, contralto; el segundo, barítono.

Dio por primera función el Engaño Feliz, de Rossini; y del mismo autor: El Barbero, Tancredo, Gazza Ladra, Eduardo y Cristina, La Italiana en Argel, la Cenerentola; como también la Inés, de Paer; Elisa y Claudio, de Mercadante, y otra cuyo autor no recordamos,  I Portantini.

Entonces sólo había un teatro, pero funcionaba constantemente; había plazas en la Catedral, que, sin proporcionar un gran sueldo, eran, sin embargo, un recurso seguro; había filarmónica en que el trabajo era generosamente recompensado, y el Gobierno aun no había dictado sus leyes suntuarias suprimiendo los entierros con música en el Cementerio, que producían considerables ganancias a los músicos.

Por lo que dejamos dicho, fácil es inferir el grado de adelantamiento a que había llegado la música entre nosotros. Faltaba, sin embargo, un modelo acabado en el más general de los instrumentos, el piano. Este modelo se presentó en la persona de M. Barré, que llegó a Santiago en 1832.

Barré había obtenido el primer premio de piano en el Conservatorio de París, de cuyo establecimiento había sido alumno.

En los conciertos que dio hizo conocer la música de Herz, tan de moda entonces en Europa, con ese talento correcto, puro y brillante que todos le conocemos. Esto le atrajo la reputación que aún conserva hasta hoy y que nadie le ha disputado.

Antes de su llegada, la nueva escuela del piano era desconocida en Chile.

Desde el año de 1831 había el Ministro Portales concebido y puesto en práctica la idea de dotar con su respectiva banda de músicos a cada cuerpo cívico de esta capital. Esto se hizo extensivo después a toda la República, y es raro el pueblecito donde no se cuente con este recurso, casi indispensable.

El interés con que aquel hombre público miraba este ramo era tanto, que cuando en 1831 nos encargó de la organización y enseñanza de la banda del Batallón Nº 4, cívico, de que él era jefe, no faltaba jamás en la tarde al cuartel, que estaba en La Moneda. Hacía bajar la banda que apenas empezaba a tocar su primer paso doble, se colocaba al lado de aquellos músicos que no llevaban bien el paso y no los dejaba hasta que lo hacían como los otros.

Aún recordamos que el muchacho que tocaba el clarín tenía cierto inconveniente para marchar bien. Lo tomó del brazo desocupado y después de dar con él muchas vueltas en el gran patio, en unión de la banda, cayó en cuenta de la dificultad y dijo: “¿Cómo diablos ha de marchar bien, si es cojo?”, remedándolo.

Cuando apenas comenzaba a estudiar las escalas, llegó un día, con el numeroso acompañamiento de costumbre, y nos dijo: “Escríbales algo en la pizarra para que toquen juntos”. Le hicimos ver, en voz baja, que aún no hacían sonar bien los instrumentos y que los desentonos harían huir a todos aquellos señores.

Apenas oyó esto replicó: “Qué defecto; eso es lo que yo quiero”.

Contra sus esperanzas, nadie se movió, sin embargo; y todos oían y miraban con la misma atención que él afectaba prestar.

Era muy aficionado a la música, y no había olvidado del todo lo que había aprendido en la flauta con su profesor Bebelagua.

El coro de música de la Catedral permanecía en un estado de atraso incompatible con los progresos que el arte había hecho en Chile. El Gobierno de entonces (1838), creyendo que para organizar este coro de nuevo no había otro medio que hacer venir músicos de Europa, hizo un encargo a Francia con este objeto, y un año después, y con grandes sacrificios, nos encontramos con el resultado que era de esperarse, pues los tales profesores, con pocas excepciones, eran poco más que aprendices.

El señor Lanza venía como maestro de capilla, y ciertamente que era necesario todo el mérito de este artista para indemnizar al Gobierno del engaño que había sufrido, sobre todo en dos de los supuestos artistas.

Aquel verdadero profesor de canto gozaba en París de una distinguida reputación, y al aseverar esto no nos fundamos en elogios y artículos de periódicos, que con frecuencia no son otra cosa que el resultado de intrigas y bajezas de todo género.

El señor Lanza fue recibido como debe serlo un hombre de su mérito; pero sentimos decir que ocupaciones de otro género privaron a la juventud amante de la música de sus importantes consejos, sin producir para él resultados ventajosos.

La Sociedad Filarmónica, que aun merecía este nombre, recibió nueva vida, a la que no contribuyó poco la inteligente cooperación de los señores Solar y Borgoño. Sin embargo, éstos eran los últimos alientos de aquella reunión antes de transformarse en lo que es hoy.

Las observaciones que nos hemos permitido sobre este establecimiento son a título de Sociedad Filarmónica, pues como salón de baile, éste es su nombre, no tendríamos nada que decir.

Hay algo inseparable de la música. Este algo es el baile. Esto nos obliga a decir algo sobre el particular.

Los bailes que nosotros no hemos conocido, pero de que hemos oído hablar en nuestra niñez, son el paspié, el rigodón, etc. Hemos conocido el minué, la alemanda, la contradanza, el rin, el churre (especie de gavota), el vals, la gavota y las cuadrillas, introducidas en Chile el año de 1819. Como bailes a solo, el fandango y la cachucha, bailada y cantada por primera vez, por oficiales y tropa del Batallón de Talavera.

Respecto a bailes de chicoteo, recordamos que, por los años 1812 y 1813 la zamba y el abuelito eran los más populares; ambos eran peruanos.

San Martín, con su ejército, en 1817, nos trajo el cielito, el pericón, la sajuriana y el cuándo, especie de minué, que al fin tenía su alegro. Estos últimos bailes podrían mirarse como intermedios entre los serios y los de chicoteo, pues no daban lugar a las desenvolturas que se ven en los otros que nos vinieron del Perú desde el año de 1823 hasta el día.

Desde entonces, hasta hace diez o doce años, Lima nos proveía de sus innumerables y variadas zamacuecas, notables o ingeniosas por su música, que inútilmente tratan de imitarse entre nosotros. La especialidad de aquella música consiste particularmente en el ritmo y colocación de los acentos, propios de ella, cuyo carácter nos es desconocido, porque no puede escribirse con las figuras comunes de la música.

La gavota, baile francés, entre dos personas, principiaba con una especie de minué y enseguida pasaba a un aire vivo de dos tiempos, en que los bailarines ejecutaban movimientos vistosos y difíciles con los pies. Este baile estuvo muy en moda desde el año de 1823 hasta el 28 ó 30, y no hace mucho que han dejado de tocarlo los organitos. El había hecho la gloria del célebre y popular Vestris en Francia hasta los últimos años del primer Imperio.

Viene por fin el aristocrático y ceremonioso minué, que tantas veces tocamos para hacer bailar a otros. Por su misma índole no se exigía ser joven para ejecutarlo, y era de rigurosa etiqueta dar principio con él a todo sarao, chico o grande. Recordamos con este motivo el gran baile nacional, sin duda porque se costeaba con fondos de la nación, dado por el Presidente Prieto, el 25 de abril de 1834.

 Se dio principio, para hacer revivir la antigua costumbre, con un minué en cuarto, entre las personas siguientes: la señora doña Carmen Velasco de Alcalde con el Presidente de la República, don Joaquín Prieto; y la señora doña Carmen Gana de Blanco con el señor Bustamante, Ministro de la Guerra.

Como era, natural, esos señores hacía muchos años no se veían en este caso y no andaban muy de acuerdo con la música. Cuando se acercaba el fin del minué, la señora Velasco manifestaba más de lo necesario su inquietud; conociendo que iba a sobrar música y faltar baile, miraba con desasosiego a la orquesta que dirigíamos, rascando nuestro violín. Dimos el corte que calculamos necesario; mas este expediente no podía ocultarse a todos los oídos; pero música y baile concluyeron a un mismo tiempo, circunstancia indispensable en el minué.

El señor Prieto dijo, según supimos, que la orquesta había tocado mal. Así debió ser, porque es más fácil que una orquesta toque mal que un Presidente se equivoqué cuando baila.

Esta es la última vez que se bailó minué en Santiago, podríamos decir en Chile. Sin embargo, en otro sarao, nacional también, que tuvo lugar un año después, se volvió a bailar, pero con cierta ligereza y poca solemnidad.

Este último sarao no fue organizado, y bien se echó de ver, como el anterior, por el señor don Javier Rosales. Esta fue la vez primera en que se tocó por papeles todo lo que se bailó. La costumbre hasta entonces era el que alguno de los instrumentos, ordinariamente el clarinete, rompiera con el minué, contradanza, etc., y los otros siguieran como podían, de lo que debía resultar un todo poco uniforme.

Daremos, fiados en nuestros recuerdos, alguna idea del minué. Se colocaban una o dos parejas, rara vez más, en los dos extremos del salón, llamado cuadra entonces; se saludaban, y adelantándose hasta el centro, partían en seguida para esquinas opuestas, con pasos mesurados, cadenciosos y con la vista recíprocamente fija en el compañero. Volvían Otra vez al centro, se daban las manos y se dirigían a las otras dos esquinas del salón. En seguida volvían al lugar de donde habían partido; repetían los pasos del principio y antes de separarse se hacían el último saludo.

La música del minué, en tiempo de tres por cuatro, debía de ser pausada y majestuosa, en tonos de bemoles, rara vez de sostenidos. En nuestra niñez oímos a nuestros mayores recordar con entusiasmo un minué llamado del conde de Aranda, célebre ministro de Carlos III, y muy conocido por su cariño a los jesuitas.

Había en toda reunión o sarao un personaje inevitable, el bastonero. Este funcionario tenía por oficio anunciar en voz alta lo que debía bailarse; pero antes debía advertir a las personas que lo hacían, con quién formarían pareja; se entiende, consultando todas las conveniencias. En los grandes saraos había bastoneros subalternos, sujetos en ciertos casos, al jefe.

En los antiguos tiempos, hasta el año de 1810, se observaba la más respetuosa etiqueta en la combinación de las parejas. Los oidores y los coroneles, no había generales, se ponían en baile con las señoras respectivas a su clase. Más de un sarao, y aun más de una reunión casera, concluyó antes de empezar por una indiscreción del bastonero. La familia que se consideraba agraviada tomaba la puerta y era seguida inmediatamente de parientes y amigos.

El bastonero apareció por última vez en los grandes saraos que tuvieron lugar con motivo de la victoria de Yungay.

Las funciones dramáticas, únicas conocidas hasta entonces en Chile, si se exceptúa la compañía lírica de que antes hablamos, llamaban exclusivamente la atención del público. Sin embargo, se hablaba con entusiasmo de una compañía lírica que desde algún tiempo funcionaba en Lima.

Los empresarios del teatro, señores Solar y Borgoño, dieron todos los pasos que trajeron por resultado la adquisición de esta compañía, conocida con el nombre de su director, Pantaneli. Dio su primera función, en el teatro de la Universidad, el 21 de abril de 1844, ejecutando la inolvidable Julieta, de Bellini.

Esta ópera parecía escrita especialmente para la soprano y la contralto de aquella compañía, señora Rossi y señora Pantanelli, y no es extraño que el público, que en su mayor parte gozaba por la primera vez de tantas bellezas reunidas, manifestase, enajenado, su admiración y entusiasmo por las dos artistas que lo sabían conmover de un modo tan nuevo como agradable.

La afición al canto se hizo más general, y las señoras Pantanelli y Rossi eran paseadas en triunfo a imitación de lo que se hace en los pueblos europeos; pero es sabido que las imitaciones no tienen la consistencia y duración de los originales...

Formaban esta compañía, a más de algunos cantantes subalternos, la señora Teresa Rossi, soprano; doña Clorinda Pantanelli, contralto; los señores Ferreti, bajo y Zambaiti, tenor. Contaba también con un buen cuerpo de coros de hombres y algunos niños chilenos, contraltos, pues, lo que es soprano masculino no es fruto de nuestra tierra. Hasta el momento en que escribimos no hemos oído jamás un niño que alcance al sol sobre la quinta línea; rarísimos son los que dan el re de la cuarta línea sin gran esfuerzo. Hablamos en la clave de sol.

Cuando uno ve hasta dónde llega en altura la de templo que se ejecuta por niños en Europa, se admira de ese fenómeno. Muchas explicaciones se dan sobre esto, pero ninguna satisface. En lo que están casi todos de acuerdo es en atribuirlo al cigarro. Nosotros pertenecernos al tiempo en que los niños no lo usaban; sin embargo, las voces eran lo mismo que ahora.

La señora Rossi tenía una voz de cierta fuerza muy agradable y de extensión poco común, sobre todo hacia los bajos. Vocalizaba con dificultad, y cuando trataba de trinar ponía de manifiesto su poco estudio sobre el particular. Su figura era interesante y simpática.

La señora Pantanelli, que había hecho como contralto un papel distinguido en Italia, España, y poco después en La Habana, donde nunca faltaban artistas de mérito, era muy notable como actriz. Nadie ha olvidado su sobresaliente mérito a este respecto en Norma, Lucrecia y otros papeles, que, sin ser a propósito para su voz, los realzaba con la nobleza y dignidad de su porte. En los papeles de contralto no ha tenido rival. Difícil nos parece que en Semíramis y Julieta volvamos a ver algo igual.

El señor Ferreti, bajo de sobresaliente mérito y de figura imponente, no ha sido igualado aun en ciertos papeles. En Marino Faliero era muy superior a los que más tarde han desempeñado ese papel, consiguiendo sólo que el público de entonces recuerde con pena a Ferreti.

El señor Lanza se incorporó también a esa compañía como barítono; decimos mal, se incorporó como sobresaliente; así se llamaba en las compañías dramáticas antiguas a los que hacían toda clase de papeles.

La flexibilidad de carácter de este excelente artista lo hacía prestarse a desempeñar papeles que rebajaban su mérito superior. Basta decir que pocos días después de haber cantado el Fernando del Marino, que es un tenor de toda forma, ejecutó el protagonista de esa misma ópera que requiere un bajo de primer orden.

El último cantante de aquella compañía que hemos nombrado, Zambaiti, que era el tenor, tenía la particularidad de que, sin ser verdadero tenor, desempeñaba esta parte a satisfacción del público. A esto contribuía ser un profesor muy notable, sobre todo por su vocalización.

Aquella compañía tenía un raro mérito, sin ejemplo posterior: todos, sin excluir ni aun los coros, sabían su arte por principios, pudiendo cada uno cantar su parte sin más que su estudio particular. Allí no había, lo que ahora hemos visto, primeros actores que han necesitado pagar un maestro, andrajoso a veces, que les enseñe lo que deben cantar...

El señor Pantanelli dirigía la orquesta con tal maestría, que en algunos años que formamos parte de ella, jamás lo vimos, no diremos equivocarse, pero ni siquiera vacilar en el movimiento que debía iniciar en los numerosos y distintos trozos de que consta una ópera.

El señor Pantanelli dirigía tocando el piano en los recitados de las óperas bufas, y con una pequeña vara en las demás. Este palito, que en una orquesta numerosa puede tener su razón de ser, es de una gran ridiculez en orquestas pequeñas. No hace mucho asistimos a uno de nuestros teatros y vimos al director, en un asiento que por poco no llegaba al techo, con el consabido palito; todo ello para dirigir diez u once músicos, que tocaban polcas, valses y cuadrillas.

Lo que más nos admira es la inocencia de los empresarios que, en vez de tener un director que desempeñe esta función tocando algún instrumento, pagan más caro el mago de la varita...

El furor de dirigir ha hecho tales progresos entre nosotros, que en un baile dado no hace mucho en el teatro, hubo cinco directores que lo hacían alternativamente. Se cree generalmente que todo aquel que lleva el compás es ya todo un director de orquesta, sin comprender que para llevar el compás, en muchos casos, basta tener un oído vulgar y que esta operación pueden muchos hacerla sin saber una nota de música.

Nuestras bandas militares, que en retretas y otros casos tocan piezas de consideración, no necesitan que nadie les marque el compás. Si ciertas personas supieran lo que se necesita para ser un verdadero director, se avergonzarían de su ignorancia.

Muchos que creen dirigir, sin saberlo, son ellos mismos dirigidos.

Por lo demás, el teatro de que eran empresarios los señores Solar y Borgoño estaba perfectamente servido: funcionaba y lo había hecho antes con actores dramáticos de indisputable mérito. Algunos de nuestros lectores, sin ser tan viejos como nosotros, no habrán olvidado aún a doña Teresa Samaniego, en decadencia por la edad, pero que aun dejaba conocer que pudo con justicia compartir en sus buenos tiempos las glorias de la escena con Rita Luna, Márquez y González, que más tarde vino a Buenos Aires. Cáceres nos decía que cuando por primera vez había dado en Montevideo con la señora Samaniego Los Hijos de Edipo, de Alfieri, haciendo él de Polinice, González de Eteocles y la Samaniego de Yocasta, había hecho temblar a los dos como a niños. Agregaremos también a su hija doña Emilia y a doña Toribia Miranda, actriz peruana, muy simpática para el público.

Acompañaban a esta actriz los actores Casacuberta, Fedriani, Jiménez y el admirable gracioso Rendón. El nombre de Casacuberta nos trae a la memoria su inesperado y funesto fin. Permitan nuestros benévolos lectores una digresión más extensa que la que ya han soportado: es el último tributo pagado a la honradez, al talento y a la amistad.

Juan Casacuberta, si no estamos equivocados, nacido en la República Oriental [1], llegó a Chile en 1841, en compañía del general La Madrid, perseguido con otros argentinos hasta la falda oriental de la cordillera de los Andes por una partida del ejército de Rosas, contra el que había combatido en esa República. Tendría cuarenta y cuatro años. La fama de su mérito era conocida en Chile, y la empresa del teatro de la Universidad se apresuró a contratarlo. Puede decirse que él fue el primero que nos hizo conocer el teatro moderno francés, de que apenas teníamos idea por Fedriani y Jiménez.

Después de año y medio de trabajo y de aplausos, y próxima a venir la compañía Pantanelli, se dirigió al Perú, donde fue apreciado su talento como merecía. Al cabo de algún tiempo volvió a Chile a trabajar en el nuevo teatro de la República, incendiado más tarde. Al dar sus primeras funciones llegó nuevamente Sivori a Santiago. Anunció un concierto en el otro teatro en el mismo día en que Casacuberta daba función en el de la República. A la hora de levantarse el telón, observó el teatro vacío y tuvo que pasar por la dolorosa humillación de suspender la representación por haber acudido el público a oír el violín de Sivori...

Concluidos los conciertos de éste, tomó Casacuberta el teatro de la Universidad en arriendo y, después de unas pocas funciones ante una escasa concurrencia, anunció su beneficio con el drama Los Seis Escalones del Crimen, que, a pesar de su escaso mérito, agradaba al público por la maestría con que el beneficiado desempeñaba el papel de protagonista.

Días antes de este desgraciado beneficio se observaban en Casacuberta una tristeza y mutismo interrumpidos sólo a veces por algunas palabras irónicas, pero inofensivas, que después todos interpretaron. Había desaparecido por completo ese carácter festivo y decidor.

En las tardes se dirigía a casa de un amigo, hombre como él de conducta ejemplar, de más ilustración, pero actor mediocre: don Hilarión María Moreno, director más tarde de un colegio muy acreditado en Santiago.

Casacuberta, como buen argentino, era aficionado al mate. En la tarde víspera de su beneficio, llegó a casa de Moreno. Este, al verlo, con el cariño de costumbre, ordenó al sirviente traerle mate a Juan Casacuberta, al oír la orden, le fijó la vista con cierta expresión extraña, diciéndole:

—Mucho te apresuras, en darme mate. ¿Te imaginas que no he comido?
— ¡Cómo he de imaginarme tal cosa! ¿No sabes que yo también lo tomo?

La verdad, sin embargo, era lo que Moreno no sospechaba. Casacuberta, no sólo ese día, sino en muchos de los anteriores, no había tenido más alimento que el que con distintos pretextos le presentaba a veces un fiel negro que lo acompañaba desde el Perú, y era tal su indigencia, que sin las cariñosas industrias de ese criado no habría tenido ni la luz necesaria para el estudio de sus papeles.

Aquí creemos oír exclamar a nuestros lectores: “¡Como a un hombre de su mérito había de faltarle un amigo a quien dirigirse!” ¡Justa observación! Pero antes es preciso conocer al sujeto de que se trata. Desde nuestra primera juventud tuvimos relaciones con él en Buenos Aires, y notamos, como todos sus amigos, ciertas excentricidades, sobre todo en punto a delicadeza y honradez, que a veces provocaban la risa de los que se le acercaban. Desde entonces hasta la última vez que lo visitamos en Santiago, veíamos frente a su mesa de estudio una especie de cartel que en letras grandes decía: Lista de lo que debo. En seguida venían los nombres de los acreedores con la suma respectiva; y a continuación otra lista con estas palabras: Lista de lo que me deben; pero aquí no se veían más que las cantidades y las iniciales de los deudores.

Entonces, como ahora, por el conocimiento que teníamos de su carácter y por la idea ventajosa que con razón él tenía de su persona, le hemos atribuido en su desgracia este raciocinio: “Un hombre de mis aptitudes y de mi conducta, en un pueblo culto y rico, no puede, sin mengua, vivir a costa de amigos que no son bastante ricos para socorrerle, sin hacer sacrificios superiores a sus facultades”. En cuanto a las personas de alta posición, se habría avergonzado de manifestarles su dolorosa situación. Después se supo qué hasta sus más insignificantes alhajitas habían ido a parar a una casa de prendas, únicamente para sufragar a lo indispensable, pues era de conducta ejemplar.

 Llegó por fin el día del esperado beneficio, calculado por él esa noche en 500 pesos, que debían salvarlo de sus compromisos y proporcionarle lo bastante para regresar a su patria.

En el cuarto acto de aquel drama que se titula El robo, aparece una escalera que debe servir para facilitar al jugador la ejecución de su crimen. En esos momentos subimos al proscenio con otros amigos; encontramos a Casacuberta indicando la colocación que debía dársele. La primera tabla había quedado algo separada del suelo. Al observarlo, dijo al carpintero: “Ponga usted aquí otra tabla”, señalando el lugar; y volviéndose a los que allí estábamos, añadió: “Yo no me rompo una pierna por 500 pesos... ” ¡Cosas del mundo! Antes de dos horas, sin embargo, perdería algo de más valor: ¡la vida!

Ese día había recibido algunos regalos, y esto le permitió comer bien, quizás más de lo necesario. El drama es excesivamente fatigoso, sobre todo en las últimas escenas.

Antes de finalizar la función nos retiramos. Poco después, Villena, empleado del teatro, nos anunciaba, ahogado en llanto, que Casacuberta acababa de morir instantáneamente, al llegar a su casa, con la añadidura de costumbre de no haberse encontrado un médico que lo socorriera a tiempo... [2].

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[1]

Hay una discusión sobre el lugar de nacimiento de Casacuberta. El se intitulaba argentino. El cónsul de Argentina se ocupó de restos, y en su lápida se leía: “Buenos Aires”. Volver.

[2]

Fue atendido por el facultativo Dr. Pedro Hervé, que a las 2,50 de la mañana declaró que “no había remedio”.Volver.