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Diarios, Memorias y Relatos Testimoniales
Recuerdos de Treinta Años (1810-1840)
V. Música, Teatro, Baile

No hace más de setenta años que la música en Santiago consistía en cincuenta o sesenta claves repartidos entre las casas pudientes de esta ciudad; veinte o treinta arpas, incluso las de las chinganas, e innumerable cantidad de guitarras. A esto debemos agregar algunas espinetas, especie de clave pequeño, pero no de menos áspero sonido. El salterio era aún más escaso. No hemos conocido más que uno el año 20, tocado con cierta perfección  por una señorita Román. Tenía mucha semejanza con la lira, pero era de más recursos y sonoridad. Se tocaba con uñas artificiales, y sus cuerdas eran de alambre.

En los últimos años del siglo anterior llegaron de España los dos primeros pianos que se conocieron en Chile. Se hicieron venir para el señor don Manuel Pérez de Cotapos, el uno, y para la señora doña Teresa Larraín Guzmán, el otro. El primero de estos pianos se encuentra en la hacienda de Ocoa; el segundo, hasta hace muy pocos años, se hallaba en el Barrancón, fundo de los señores Cerda [1]. Ambos son de la fábrica de Juan de Mármol. Año 1792. Sevilla.

En algunas familias, sin embargo, se cultivaba la música en proporción a esos escasos recursos, y en nuestra niñez oímos hablar con entusiasmo de las tertulias de la señora Esterripa [2], de las señoras Orunas, Velasco y Muñoz, cuyas voces han dejado fama hasta nuestra época. En esos tiempos nadie había olvidado a Salinas y Barros, que habían hecho en el arpa las delicias de la antigua aristocracia. Con gusto recordamos a Cartabia, flautista orecchiante, y al portugués Juan Luis, comensal infalible del señor José Manuel Astorga, rascador de violín y maestro de baile, con quien más de una vez tuvimos el honor de tocar cuando aprendíamos.

Una noche en que el regente Ballesteros [Rodríguez Ballesteros, regente de la Real Audiencia] daba una de esas tertulias a que era tan aficionado, alguien nos llevó a ver por las ventanas del patio aquella reunión ceremoniosa; luego vimos llegar una mujer gorda y morena, brillante de lentejuelas, de pies a cabeza. Los tapados repitieron: “¡Bernarda!, ¡La Bernarda!” El regente, al verla, tomó una silla, la puso en un lugar conveniente y la invitó a sentarse.

Cantó en seguida y fue aplaudida furiosamente.

En los días siguientes oímos repetir a varias personas: “¡El regente pasó el asiento a la Bernarda!”

Este nombre se borró en seguida de nuestra memoria; pero cuando, muchos años después, llegamos a Buenos Aires, nos encontramos en una casa, vecina a la casa del señor don Gabriel Real de Azúa, con una hija y un nieto de la Bernarda, que había emigrado el año de 1814. Allí supimos que nuestra paisana había muerto después de haber sido muy aplaudida por aquel público, y recibido, como última ovación en el teatro, un gato muerto arrojado desde la cazuela.

El nombre del regente Ballesteros nos trae a la memoria un episodio de nuestra revolución del año 10.

Cuando, el 1º de abril de 1811, estalló en Santiago el movimiento contrarrevolucionario encabezado por el comandante Figueroa, se encontraba en esta ciudad don Manuel Dorrego, joven argentino que había venido, según oímos, a graduarse de doctor en leyes.

Su patriótico entusiasmo y sus relaciones con muchos de sus paisanos, que habían tenido una parte importante en la revolución de Chile, lo indujeron a solicitar un grado militar en ese día, en que podía prestar servicios importantes a la revolución.

Fue nombrado teniente, y se le dieron doce o quince hombres para que apresara al regente Ballesteros, momentos después de la fuga del comandante Figueroa de la Plaza de Armas.

Llegó Dorrego a la casa del regente, lo vimos, y encontrándola cerrada, hizo caer la cerradura con un balazo; pero inútilmente porque no encontró al que buscaba, a pesar de estar oculto en la misma casa.

Dorrego estaba llamado a representar un notable papel y a morir en el patíbulo por orden de un compañero de armas: el general Lavalle.

Se han hecho grandes elogios de su elocuencia. Pudimos oírlo en las cámaras de su país; pero no tuvimos esta fortuna.

El balazo del fusil se conserva en la puerta, de que es poseedor el señor don Nicolás Barros Luco, en su hacienda de Lampa.

La casa mencionada está situada en la calle de Santo Domingo, número 38.

La orquesta de la Catedral, pues no había otra, constaba de ocho instrumentos, incluso el órgano, tres voces y el maestro de capilla. Cuando funcionaba fuera de esta iglesia, se anunciaba está novedad con gran júbilo de los devotos y aficionados.

Nada decimos del teatro, porque entonces, como ahora, los espectáculos escénicos no eran artículo de primera necesidad para nuestro público. Se observa, sin embargo, que los teatros aumentan mientras que la afición disminuye. Las continuas quiebras de las empresas explican este fenómeno.

Los instrumentos de cobre eran desconocidos entre nosotros. La corneta, el clarín, etc., viejos ya en todas las colonias españolas, aún no habían llegado a Chile. El primero de estos instrumentos se oyó, por la primera vez, al arribo del batallón Talavera en 1814.

Por lo que hace a los instrumentos de percusión era tal su escasez, que, según el parte del general Carrera, pasado al Gobierno después del asalto de Yerbas Buenas, aquella sorpresa que debió ser decisiva a favor nuestro, no lo fue por la muerte del tambor, el único seguramente de que podía disponer el jefe del ejército. Esto nos recuerda lo que dice Rousseau: “Una piedra o un árbol, a la derecha o a la izquierda en un campo de batalla, puede decidir de la victoria”.

En aquella misma época se formaba en esta capital una pequeña banda de música, que debía reemplazar a los instrumentos de cuerda que hasta entonces hacían el servicio militar. Un de las primeras veces que esta banda salió a luz fue para publicar el bando de las paces celebradas con Gaínza, en 1814 [3]. Circuló por toda la ciudad tocando tres o cuatro valses de dos partes, y la tropa marchaba al paso que ahora lo hacen los tambores y músicos cuando tocan llamada, pero sin la menor uniformidad en la marcha; por este motivo causó tanta sorpresa el ver marchar al batallón de Talavera pie con pie...

El mismo año de 1814 desertó de la Phoebe, buque de guerra inglés, el músico Guillermo Carter. Tocaba varios instrumentos, y muy bien el clarinete. Fue muy protegido por los Carrera, sobre todo por don Juan José, que tomaba lecciones de ese instrumento y que lo encargó de formar la banda de que hemos hablado, que se agregó al célebre batallón de Granaderos, cuyo jefe era. Por la primera vez se oyeron en Chile la trompa, el trombón, el bascorno, que ha desaparecido; pero lo que más llamaba la atención era el serpentón, que, como su nombre lo indica, era una gran culebra negra y enroscada. Este instrumento pertenece a la familia de los bajos de madera, y por lo agradable de su sonido se usa en algunas iglesias de Francia sobre todo para acompañar a los sochantres en ciertos casos en el canto llano.

Los violinistas de la antigua banda aprendieron a tocar instrumentos de viento, y fueron la base de la nueva.

Había retreta todas las noches, saliendo de la Plaza de Armas en dirección del cuartel de San Diego.

Jamás siguió a campaña a su batallón ni a ningún otro. Se había hecho de esta banda un medio de gobierno por el entusiasmo con que acudía el pueblo a oírla. Los músicos eran decididos carrerinos, lo que demostraron, quizás con alguna exageración, en la calle pública, al otro día de la caída del Director Lastra, en 1814.        

Esta revolución tuvo una particularidad: era doble, y ambas debían estallar en una misma noche.

La familia Larraín, los ochocientos, aunque amiga del Director Lastra, preparaba la suya con gran actividad, y don José Miguel hacía otro tanto desde su escondite.

Sus agentes encontraron más simpatías en las tropas de la guarnición, que sólo exigieron que se presentara a la hora convenida.

Así lo hizo, y no fue necesario disparar un tiro para deponer a  Lastra y establecer nuevo Gobierno.

El repertorio de música de entonces no pasaba de dieciséis o veinte sinfonías de Stamis, de Haydn y de Pleyel. Con esto había lo suficiente para el servicio de la Catedral, de las otras iglesias y del teatro, cuando lo había.

La música de iglesia estaba en el mismo caso. El repertorio de la Catedral se componía en su totalidad de lo que había escrito Campderrós, lego español de la Buena Muerte, que se había traído de Lima para organizar la capilla en los últimos años del siglo pasado; para lo que fue preciso hacer venir poco después de Buenos Aires un violín, Teodoro Guzmán, y un violonchelo, Ramón Gil. Este es el mismo oficial que, por su entusiasmo patriótico, se incorporó a nuestro ejército, haciendo con los Carrera su primera campaña del Sur. Murió en Concepción de resultas de sus heridas. Su nombre, que antes leíamos en los lienzos que se acostumbra poner en las festividades del 18 de septiembre, ha desaparecido hace muchos años; pero en su reemplazo se conservan los de algunos a quienes el rey de España no habría tenido ningún cargo que hacer por sus servicios a la revolución.

Había otra orquesta digna de recordarse por su rareza. Era la que acompañaba, pero sólo de noche, al Santísimo Sacramento de la Catedral cuando se llevaba a los enfermos. Esta orquesta consistía en un violín y un bombo, llamado entonces tambora.

Por lo que llevamos dicho, se ve que toda la filarmónica de Chile, en último resultado, podría resumirse en la bandita de que hemos hablado, la que en su mayor parte estaba compuesta de los músicos de la Catedral.

La pérdida del país en la batalla de Rancagua concluyó con la banda de Granaderos, y podríamos decir, con toda música bélica; porque de los cuatro batallones del ejército realista, sólo el de Chiloé tenía una banda diminuta y detestable, y aun así, fue poco oída en Santiago por su corta permanencia. El elegante Batallón de Talaveras no tenía música, pero sí una banda de tambores y pífanos que alternaba con otra pequeña de cornetas perfectamente tocadas.

Así estuvimos hasta que llegó a Chile el ejército de San Martín, el año de 1817. Ese ejército trajo dos bandas regularmente organizadas, sobresaliendo la del número 8, compuesta en su totalidad de negros africanos y de criollos argentinos, uniformados a la turca. Cuando, tres o cuatro días después de la batalla de Chacabuco, se publicó el bando que proclamaba a don Bernardo O´Higgins Director Supremo de Chile, el pueblo, al oír aquella música, creía estar en la gloria, según decía.

San Martín y O’Higgins tuvieron por primer alojamiento, después de esa batalla: el primero, la casa de los señores Valdés, a una cuadra de la Plaza de Armas, en la calle de la Merced, número 76, y el segundo, la casa del frente, que fue del señor don Juan Alcalde, y que es ahora de otro señor Alcalde (número 75) [4] Cuando el año 20 marchó al Perú el ejército unido, sólo quedó entre nosotros una banda en embrión, que el inglés Carter enseñaba en La Moneda, en el salón donde ahora está la inspección del ejército. Esta banda, al formarla, se había agregado al Batallón Número 1 de Chile. Había tres batallones con el mismo número: el de los Andes, el de Chile y el de Coquimbo.

Poco más o menos en este estado de esterilidad y atraso permanecimos hasta que don Carlos Drewetke, aficionado alemán, llegó a Santiago, el año de 1819. Este caballero trajo las colecciones de sinfonías y cuartetos de Haydn, Mozart, Beethoven, Crommer, etc. El señor Drewetke reunía, no sin trabajo, ciertos días de la semana, a los músicos para ejecutar algunas de estas composiciones, desempeñando la parte de violonchelo y repartiendo consejos sobre el arte, desconocido hasta entonces. En este tiempo hacíamos nuestros primeros estudios musicales, y al trazar estas líneas recordamos con gratitud algunos de sus consejos.

Dos años después, 1822, llegó a esta ciudad la señorita doña Isidora Zegers, y este acontecimiento efectuó una verdadera revolución en la música vocal.

La señorita Zegers no venía sola; traía consigo otra gran novedad: las óperas de Rossini. Su vocalización brillante y atrevida, su afinación irreprochable y una voz que, sin ser de gran volumen en las notas graves, alcanzaba hasta el fa agudísimo con toda franqueza. Estas y otras cualidades de no menos valor hacían a la señorita Zegers el mejor intérprete de la música de Rossini. Las arias: Dolce pensiero, de Semíramis; ¡Oh quante lacrime!, de la Donna del Lago, Se il padre m’abandona, de Otello, y sobre todo el célebre romance de esa ópera, arrebataban a los aficionados.

Desde entonces, puede decirse, empezó la afición al canto, y esta afición tuvo un influjo relativo en la música en general; gran número de personas se dedicaron a su estudio, sobresaliendo, entre todas, la malograda señorita doña Rosario Garfias, cuya voz prodigiosa no ha tenido aún rival, en particular por su extensión de casi tres octavas. El re sobreagudo lo daba con toda fuerza, afinación y limpieza, como el fa grave, que no recordamos haber visto escrito jamás para voz de mujer [5] .

En una carta que nos ha leído un apreciable caballero[6], hemos visto que en 1749 algunas familias notables de Santiago cultivaban con entusiasmo y buen éxito la música, y que los maestros de este arte, como de todos los demás, eran eclesiásticos, nombrándose con distinción a un padre Madux. Algún tiempo después viene el padre Ajuria, franciscano, que vivió hasta principios de este siglo y cuyas composiciones aún se cantan en algunos templos. Por ellas se conoce que había hecho algunos estudios sobre composición.

El bueno del padre quizás no sospechaba que más tarde en nuestra tierra se podría componer, imprimir y vender música, sin que para todo esto se necesitase saber los primeros rudimentos del arte...

El año 1822 fue fecundo para la música por casualidades felices. A principios de ese año, o fines del anterior, habían llegado de Mendoza don Fernando Guzmán y su hijo Francisco, profesor, el primero, de piano, y el segundo buen pianista y sobresaliente violín. Desde entonces se estableció en Chile esta familia que tantos artistas de mérito ha dado al país.

Don Fernando fue el primer maestro que hizo estudiar previamente a sus discípulos escalas y ejercicios antes de otra cosa. Los maestros anteriores principiaban desde la primera lección por un minué o una contradanza. No necesitamos decir los resultados que podía dar esta enseñanza. Algunos meses después llegó de Lima don Bartolomé Filomeno, violín de mérito y maestro de canto muy notable. Esta es otra familia que en Chile y el Perú se ha hecho conocer por su habilidad para la música.

Un año después, 1823, llegó a Chile don Bernardo Alzedo, artista peruano, decimos mal, profesor científico; pues que la música, abrazando la composición, es ciencia y de las más profundas, como dice Rousseau en su Diccionario de Música. Esto, sin embargo, que todos saben, parecen ignorarlo los doctores de la Universidad, al colocar la música en el último lugar entre las artes, en su nuevo plan universitario. Últimamente ha desaparecido del programa; más vale así...

El señor Alzedo es el cantor antiguo y moderno de las glorias peruanas. Suyo es el himno nacional del Perú, proclamado por San Martín el año de 1821, en un certamen que al efecto tuvo lugar en su presencia y en que varios compositores presentaron sus obras.

En 1847 fue nombrado maestro de capilla de la Catedral de Santiago, cuyo empleo desempeñó hasta 1863, y en ese año fue llamado por el Gobierno del Perú para fundar un conservatorio. Aún no se ha planteado este establecimiento; pero aquella nación, en reconocimiento de su sobresaliente mérito, y por sus servicios musicales en la Guerra de la Independencia del Perú, le ha asignado cien soles mensuales.

Ha escrito, a más de sus numerosas composiciones, una obra notable sobre música, y para esa impresión dio aquel Gobierno 4.000 pesos. En Chile no hay ejemplo de que el Gobierno se haya suscrito con un centavo para ningún trabajo ni composición musical.

La obra del señor Alzedo lleva por título: Filosofía Elemental de la Música [7].

Por último, a fines de 1822, llegó a Chile el doctor don Juan Crisóstomo Lafinur, natural de Córdoba, República Argentina. Este joven tenía veintiséis años, venía precedido por la fama de polemista, adquirida en Buenos Aires en una cuestión ruidosa con el célebre padre Castañeda, que tanto dio que hacer a los liberales de la escuela de Rivadavia.

Lafinur era excelente pianista como aficionado, y a pesar de que en su tiempo gozaba de gran popularidad el fecundo Gelinek, con sus innumerables variaciones sobre todos los temas, le tenía cierto odio y no tocaba más que música clásica. Sabía, poco menos que de memoria, todo lo que Haydn, Mozart y Dusek habían escrito para piano. Sin tener buena voz, cantaba bastante bien. Cuando se sentaba al piano era inútil llamarle la atención a otra cosa: era sordo y mudo, y se le hubiera tenido por una estatua sin los movimientos de la cabeza y la espalda que manifestaban sus impresiones. Se casó en Santiago; su señora, viuda, aún vive [8].

Al oír por primera vez nuestra antigua Canción Nacional, le desagradó, sobre todo por la poesía. Concibió la idea de hacer otra completa, es decir, poesía y música. Llevó a cabo este pensamiento, con muy buen éxito, pues, exceptuando la música del coro, algo trivial, la estrofa era muy buena.

Se cantó en el teatro y fue muy aplaudida; pero en ese mismo instante cayó en cuenta de que quizás había herido la susceptibilidad, no sólo de Robles, autor de la música, sino también la del doctor Vera, autor de la poesía.

La recogió esa misma noche y no se cantó más. Recordamos aún los ocho primeros compases de la estrofa y todo el coro.

Un año nueve meses después de su llegada a Chile, murió, teniendo delante de sí un inmenso porvenir a que lo llamaban sus buenas cualidades, sus importantes relaciones, su talento y, más que todo, su palabra encantadora.

Había sido librepensador; pero, al agravarse su enfermedad, se reconcilió con la Iglesia, y murió, como en ese mismo tiempo su amigo Camilo Henríquez, ardiente católico.

Murió en la calle de Santo Domingo, en la casa que ahora tiene el número 30.

Se le llevó el viático con gran solemnidad. Entre las personas notables que lo acompañaban, iba el señor don Gabriel Tocornal, próximo a ser presidente de la Corte de Apelaciones de Santiago. Muchos años después oímos decir a este caballero: “Yo no sabía que se podía llorar de gusto, hasta que a mí me sucedió, al ver comulgar a Lafinur”.

Al acercarse esos momentos nadie se hace incrédulo; pero, en cambio, casi todos los que lo han sido, vuelven al seno de la religión, a no ser que lo impidan, como sucede con frecuencia, los que rodean al enfermo...

Algunos jóvenes entraron también con empeño en el estudio de la música instrumental, y sólo así puede explicarse cómo, al establecerse la primera sociedad filarmónica en 1826, pudieron darse las primeras funciones sin el concurso de profesores. El doctor don Gabriel Ocampo y un señor Correa (argentinos) tocaron en esos conciertos algunos trozos en la guitarra, con aceptación general [9] . Al siguiente año llegó a Santiago Massoni, gran violín y aventajado músico italiano, que sólo ha sido excedido más tarde por Sivori.

La adquisición de este gran artista y la de algunos otros que se habían ido reuniendo, entre otros, Herber, excelente fagot francés, hizo pensar en la organización de una orquesta que se compuso de dieciséis músicos, incluso cuatro aficionados, entre ellos el señor don Santos Pérez, actual senador y hermano del antiguo Presidente de la República, que bajo la enseñanza de Massoni se había hecho un notable violín, habiendo antes recibido nuestras pobres lecciones. El entusiasmo subió de punto, y faltaba lugar en el programa para dar colocación a las personas que solicitaban tocar o cantar, siendo de advertir que este programa no contenía en ninguna función menos de diez trozos.

Por muchos años funcionó aquella reunión en la casa de la calle de Santo Domingo, que ahora pertenece al señor Fernández Recio [10]; hasta que se hizo objeto de especulación, apoderándose de su dirección personas que no tenían la menor tintura ni la más mínima afición a la música.

Los antiguos directores tuvieron especial empeño en alejar el lujo en los vestidos, como el único medio de hacer duradero aquel establecimiento; los nuevos, que en su mayor parte eran comerciantes, debían pensar de muy distinto modo, y el lujo se introdujo, a pesar de los reclamos de los antiguos fundadores.

Se trató de hacer economías en los gastos, y, como siempre, se principió por disminuir el sueldo de los músicos; en estos últimos tiempos, cuando hay lo que llaman filarmónicas, ha llegado el gasto de la diminuta orquesta a tal grado de mezquindad que, con lo que antes se pagaban cuatro músicos, hay de sobra ahora, para pagarlos a todos.

Por un trastorno de todas las ideas, se llama Sociedad Filarmónica a una reunión de personas que no tienen otro objeto público, al asistir, que bailar desde que ponen los pies en el salón hasta que lo dejan.

Noche ha habido que, en las cinco horas que dura la función, se ha bailado dieciséis veces. Esto dará una idea del furor pedestre de nuestros filarmónicos. Con un bailar tan desmedido, los pobres músicos llevan, como es consiguiente, la peor parte, y no exageramos si decimos que se les trata peor que a bestias de carga.

Los acontecimientos políticos de 1829 apresuraron la partida de Massoni y ocasionaron una gran desgracia doméstica a la señorita Zegers, que la obligó a retirarse por mucho tiempo de toda reunión pública, haciendo lo mismo, poco después, el señor Ore Drewetke.

En 1828 dio Massoni su último con cierto en el teatro, antes de dejar a Santiago. Se cantó la canción de Carnicer, que se dice nacional sin que, como la antigua, tenga la autorización de un decreto. Cantaron por primera vez las dos voces de la estrofa doña Concepción Salvatierra, madre de los actores Arana, que no hace mucho tiempo se exhibieron en el Teatro Municipal, y el célebre actor argentino don Ambrosio Morante. Quizá más tarde nos permitiremos un análisis de esta canción, que en cerca de medio siglo no ha llegado ni llegará hasta el pueblo, por las dificultades invencibles que ofrece.

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[1] Datos de don Francisco de Paula Figueroa. Volver.
[2]

Luisa Esterripa, mujer del gobernador Luis Muñoz de Guzmán. (N. del E). Volver

[3] Se refiere al tratado de Lircay. (N. del E). . Volver
[4] Don Juan Agustín Alcalde y Ugarte, su nieto. Volver .
[5] Murió muy joven. Era hermana única de don Antonio. Volver .
[6] Don Francisco de Paula Figueroa. Volver .
[7] Lima. Imprenta Liberal, 1961. Poseemos el ejemplar dedicado: “Al señor don José Zapiola, su antiguo y cordial amigo José B. Alzedo”. Volver .
[8] Doña Eulogia Nieto. Volver .
[9] Se trata de don Ramón Ocampo, abogado y guitarrista eximio que, ocasionalmente, daba lecciones gratis a los jóvenes que las solicitaban. Don Gabriel pulsaba también la guitarra. Volver .
[10] Antiguo noroeste con calle de las Claras. Volver .