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Diarios, Memorias y Relatos Testimoniales
Recuerdos de Treinta Años (1810-1840)
IV. Cafés, Fondas y Chinganas

El que escribe estas líneas empezó a conocer estos lugares en 1819, a la edad de 17 años. Por estas fechas ya caerán en cuenta nuestros lectores que cuando vinimos al mundo “este siglo tenía dos años”.

Por nuestras indagaciones hemos calculado que los cafés fueron conocidos en Chile poco antes de 1808, pero bajo el nombre de trucos, con alusión a un juego muy parecido al de billar, que sólo se introdujo en Santiago en el año de 1812 ó 1814.

Estos establecimientos son más antiguos en Lima. El primer café se instaló en el año de 1775, media cuadra al oriente del templo de Santo Domingo.

Hace algunos años ha desaparecido con el edificio en que estaba.

Uno de estos cafés (no había más que dos) estaba situado en la plaza principal, en el mismo lugar que ahora ocupa el Casino del Portal Fernández Concha. Los altos con vista a la plaza, y que estaban en un cuerpo, constituían el mejor salón para los concurrentes. Este salón servía de comedor, de centro de tertulia y de sala de juegos de Carteo.

Los tales altos se elevaban poco más de tres metros del suelo. Esto es tan cierto, que, en el terremoto de 1822, que nos sorprendió en ese lugar, vimos gran número de personas descolgarse por ellos a la plaza, sin que ninguno recibiera daño de consideración. Al cuartito, a que acabábamos de llegar en ese momento en busca de un amigo, le viene como de molde la descripción que hace Goroztiza de un garito español, y que deben conocer muchos de nuestros lectores, por lo que sólo copiamos el principio:

En un ahumado aposento,
Anegado en porquería,
He visto en un solo día
Lo que no vería en ciento.

Allí se jugaba al monte sin que las impertinencias de la policía (este nombre es posterior a esa época) incomodaran a los aficionados. Ya supondrán nuestros lectores que en esta materia no hablamos a humo de paja...

A pesar de la falta de vigilancia y de celo para perseguir el juego, no faltaba su correctivo, que consistía en una multa que se imponía a los dueños de casa que permitían juegos prohibidos, pero que sólo tenía efecto en casos raros y análogos al que vamos a referir.

Un amigo nuestro, compañero de profesión [1], solía, de tarde en tarde, escurrirse en las tertulias (así se llamaban las casas de juego), como ahora, sin más gasto que el de un trompo, se llaman filarmónicas los salones de baile. Cuando perdía, se retiraba sin decir nada. Al día siguiente se presentaba la mujer reclamando del dueño de casa lo que había perdido el marido, y lo que no había perdido también. Todo era cubierto por miedo a la multa y a sus consecuencias.

En dicho café se jugaba, desde mediodía hasta cualquier hora de la noche, malilla, mediator, primera y báciga. En cuanto al monte de baraja (pues no era conocido el de dados), siendo uno de los entretenimientos más productivos para el dueño de casa, no tenía horas limitadas.

Había una detestable mesa de billar, alumbrada por cuatro velas de sebo, que eran las únicas que se conocían, colocadas en dos cruces que pendían del techo sobre la mesa. En los intervalos en que no se jugaba se apagaban las luces, menos una, para no dejar en tinieblas a los concurrentes. Esto duraba mientras no se armaba otro partido. Los tacos con suela y tiza no se usaban aún, lo que daba lugar a ciertos expedientes que eran de uso forzoso. Antes de jugar nos apoderábamos de la lima para emparejar la punta del taco. La tiza la suplíamos de un modo muy ingenioso: la punta limada la apoyábamos en la pared —que nuestros lectores supondrán no era empapelada, pues hasta entonces era desconocido este adorno—- y le dábamos vuelta como a un molinillo. Esta maniobra, que también se hacía en los ladrillos del piso, si suplía la tiza, llenaba la pared de agujeros; pero al fin satisfacía una necesidad a gusto de todo el mundo. Los filos del taco, como es natural, se prestaban admirablemente para romper el paño. Debemos añadir que éste no era como ahora de una sola pieza, puesto que, siendo el que se usaba del ancho ordinario, había que añadirlo, de suerte, que en un costado de la mesa había una costura que tomaba todo el largo, haciendo perder la dirección a la bola cuando era impulsada con poca fuerza. Los efectos del taco con suela solo fueron conocidos el año 32, cuando vimos jugar al señor Barré, profesor de piano.

Las mesas de billar tenían invariablemente un adorno. Este era un rodapié que cubría las patas y el interior, y que prestaba un servicio útil. Tras este rodapié se guardaban las camas del billarero y de los mozos del servicio, de lo que resultaban ciertos inconvenientes, que ya sospecharán nuestros lectores... Este café había pertenecido a Jaramillo, su fundador; pero en nuestro tiempo era de Dinator.

El otro café, situado en la calle Ahumada, frente a la puerta del que fue pasaje Bulnes, pertenecía a don Francisco Barrios, español de cuño antiguo y de bondad proverbial. De pobre aspecto y de menos dimensiones que el anterior, era frecuentado siempre, sin embargo, por la gente de tono. La sala de malilla, que era la más concurrida, se hacía a  veces insoportable por la fetidez que despedía la acequia interior que la atravesaba. Tenía cierta analogía con el café de Bodegones de Lima, que, como es sabido, sólo tiene por parroquianos a los viejos. Concluyó arruinando a su dueño el año 25 ó 26. En cuanto al anterior, fue suspendido tres o cuatro años después, con buenas utilidades para Dinator, que emprendió en el Tajamar la construcción de la Cancha de Gallos.

En 1822 los señores Rengifo y Melgarejo abrieron un gran café en la calle de la Catedral, a dos cuadras de la Plaza de Armas, en la casa que ahora pertenece a don Fernando Errázuriz [2]. Las numerosas y grandes ventanas que caen a la calle de Morandé, que aún se conservan, fueron colocadas entonces. Se estableció allí mismo una especie de escuela de baile dirigida por don Manuel Robles, autor de la antigua Canción Nacional. Como compensación del trabajo del señor Robles, cada concurrente a ese salón contribuía con un real, con el cual se pagaba también una buena orquesta. Este café hizo gran ruido, pero dos años después fue cerrado con pérdidas considerables para sus empresarios.

Tres años más tarde se instaló el Café de la Nación en la Plaza Principal, en el centro de la cuadra que hoy ocupa el Portal San Carlos. Su primitivo dueño fue don Rafael Hevia, muy conocido en esta clase de negocios, y que se trasladó a ese lugar, suspendiendo un cafecito situado en la calle Compañía, a media cuadra de la plaza, que con todo aplomo ostentaba una tabla en su frente que decía Café Serio del Comercio. El público, sin embargo, jamás pudo olvidar su nomberé primitivo, que, con alusión a la fragancia que se sentía desde la calle, lo había llamado “fonda de los m...”   Este nombre bien podían llevarlo todos los establecimientos de esa época, pues, como utensilio indispensable, tenían siempre en el primer patio uno o dos cancos, que estaban destinados a prestar ciertos servicios a los parroquianos y transeúntes.

El mismo Hevia abrió el año de 1831 un café en la plaza, en el lugar que hoy ocupa el Palacio Arzobispal. Era el más bien montado que se había visto en Santiago; pero diez años más tarde se cerró por falta de concurrencia. El servicio para refrescos era de plata.

Por fin, y para concluir con esta reseña, el año de 1831 se abrió otra casa con el titulo de Café de la Baranda, en la calle de las Monjitas, a una cuadra de la Plaza de Armas, en la casa que es ahora de don Pedro Marcoleta. En este café, que sería llamado por los parisienses Chantant había canto, con acompañamiento de arpa y guitarra, ejecutado por varios artistas de primer orden, entre los que deben contarse a las inolvidables Petorquinas, de que luego hablaremos.

En sus salones se jugaba lotería. Como antes se había hecho en el café de Dinator. Este juego era el favorito de los empresarios, por una razón muy sencilla. De cada peso de la suma a que ascendía cada lotería, la casa sacaba un real. Ya calcularán nuestros lectores que con este sistema, a las pocas jugadas, el dinero casi en su totalidad pasaba como por encanto al bolsillo del dueño de casa. Esto justificaba un refrán muy repetido entonces: De enero a enero, la plata es del lotero.

No hemos olvidado, ni tampoco algunos de nuestros contemporáneos, cierto descubrimiento ingenioso del empresario aquél. Para apuntar los números que se iban pregonando, se ponían sobre las mesas varios pequeños montones de granos de maíz, con los que se cubrían los números que a cada uno le tocaban. Por distraerse, o no sabemos por  qué otro motivo, los jugadores se echaban los granos a la boca y después de mascados se los comían o los botaban. El lotero, que cada vez que terminaba el juego notaba considerable disminución de aquel cereal, recurrió a un expediente que, si no acredita su aseo, prueba sus instintos económicos. El maíz, que debía servir en la noche, ya que no se jugaba de día, era puesto a remojar en cierto líquido que, por respeto a narices del que nos lea, no nombraremos, lo secaba en seguida y formaba sus montones como de costumbre. Los aficionados cayeron en cuenta, no sabemos si por el sabor o por el olfato, de la operación, y dejaron de comer maíz.

Ya que hemos hablado de fondas, recordamos que había en esos tiempos las siguientes, a más de las antes mencionadas: la de Lampaya, que después fue de Chena, en la calle de la Catedral; y la del Tropezón, llamada así, sin duda, por estar a la subida sur del puente grande. Estas fondas, sin una sola excepción, tenían gran número de covachuelas, con la capacidad apenas necesaria para dos personas.

Los braseros para encender cigarros eran de piedra de enlosar, de mucho peso y volumen, para evitar que se perdieran.

Había también otras dos fondas idénticas a las anteriores. A media cuadra de la plaza y en la calle del Estado una, la otra a la misma distancia, en la calle de las Monjitas. Los dueños, Águila y Hernández, las suspendieron el año de 1823.

Dicen que el número ternario se encuentra en todas las cosas: nosotros nos encontramos con él en nuestro caso: café, fonda y chingana son tres. Diremos algo sobre las últimas.

Las más antiguas que hemos conocido fueron, entre otras, la de ña Rutal y la de ña Teresa Plaza. Esta era la chingana jefe y la que de aquéllas duró hasta más tarde. En sus primeros tiempos estaba situada en una callejuela intermedia entre el Tajamar y la Cañada, ahora Alameda de las Delicias, frente a la pequeña pirámide, colocada a oriente del puente de la Purísima. Allí estaba el Parral, que tal era el nombre de esa famosa chingana, cuya reputación había atravesado los  Andes, por las relaciones de nuestros paisanos. Conocimos en Buenos Aires, en los años veinticuatro y veinticinco, entre otros, un notable cantante argentino, Viera, que nos repetía: "No tengo ganas de ir a Chile sino por bailar un zamba (baile en boga entonces) en el Parral".

Este individuo, que había sido antiguo oficial cívico, contaba como su más valioso blasón haber sido comensal de la señora doña Javiera Carrera, al custodiarla en su prisión en aquel pueblo.

El Parral traía su nombre, como su vecino El Nogal de un pequeño parrón bajo el cual tenía lugar el baile, principal atractivo de esa chingana. No crean nuestros lectores que allí había, como ahora se usa, un pequeño proscenio en alto donde se canta y baila. Entonces la concurrencia, cada vez que se iba a bailar, rodeaba a los bailarines para poderlos ver, lo que ocasionaba una confusión fácil de calcular. Advertiremos de paso que allí no escaseaba la gente de tono.

Las chinganas de esta especie y al aire libre sólo funcionaban durante el verano. Pero en todo tiempo las había en gran número y en todos barrios, y, si no nos equivocamos, hubo Ministro que con toda seriedad reglamentó el modo y los días en que debían funcionar [3].

Así se mantuvieron, más o menos decadentes, hasta el año 31, en que llegaron a Santiago las famosas Petorquinas, que hicieron en el arte una revolución más trascendental que la que ocasionaron en Italia los sabios emigrados de Constantinopla en el siglo XV. La capital se cubrió de chinganas, y en la Alameda, desde San Diego hasta San Lázaro, y en la calle de Duarte, en sus dos primeras cuadras, era rara la casa que no tuviera este destino. Algunos maliciosos de entonces, queriendo hacer de don Diego Portales, Ministro en esa época, un Maquiavelo de chingana, le atribuyeron el propósito de fomentarlas para distraer de la política al pipiolaje, recién caído del poder.

Las Petorquinas, así llamadas por el pueblo de que venían, eran tres. Se estrenaron bajo los hermosos parrones de los baños de Gómez, calle de Duarte [4]. La concurrencia de las familias más notables de Santiago era atraída no sólo por la perfección y novedad de su canto y baile, sino también por la decencia con que se expedían. Nadie, por otra parte, se habría atrevido a exhibir algo parecido a lo que hemos visto más tarde en nuestros teatros. ¡Aquel público era aún muy atrasado para ver y aplaudir el cancán!

En nuestra vida de café, desgraciadamente muy larga, nos encontramos con algunos tipos que aún no hemos olvidado. Recordamos tres en este momento: un santiaguino, un gallego y un andaluz. Este último era empleado público y muy entrado en años [5]. La escala, que es ahora de la Intendencia, conducía a su oficina. Sin exageración, puede decirse que no la subía en menos de un cuarto de hora. No era lo que ahora son muchos, sin tantos inconvenientes, jubilado. Su cena, ya que no almorzaba ni comía en el café, era una jícara de chocolate. Apenas lo veía el mozo sentarse a la mesa, le traía la servilleta y dos cuchillos. Mientras llegaba el chocolate, nuestro viejo se entretenía en afilar un cuchillo con otro. Llegaba el chocolate acompañado de un enorme pan, de la panadería de Fierro, y de los de a seis por medio. Al recibirlo don Joaquín lo dividía en dos mitades: sopeaba en la jícara con una y guardaba la otra en el bolsillo. Al día siguiente, a la misma hora, al servirse la jícara, sacaba del bolsillo el medio pan y se guardaba el pan entero. Este ya no volvía, al café, pues era reemplazado por otro nuevo, que pasaba por la misma operación.

El consumo de víveres y demás artículos no era caro. Dos hojas de bisteque (no sabemos escribirlo en inglés) valían medio real; una hoja con un huevo, medio real; un respetable trozo de huachalomo asado, un medio real; un par de huevos fritos, íd.; una gran taza de té, café o leche, íd. Los guisos costaban en la misma proporción. De suerte que el hombre que no quedaba satisfecho con el consumo de real y medio y dos reales, era preciso que fuera más exigente que Lúculo. Es verdad que los consumidores notaban a veces que la leche tenía un sabor muy pronunciado a sebo, y era fama que para evitar que se cortase, se derretía en ella una vela, pero de sebo limpio.

Para consuelo de nuestros lectores, les diremos que antes del año 30 visitamos a Buenos Aires, y después del 40 a Lima, en varias ocasiones, y que, según lo que allí hemos visto y oído, no eran allí las cosas de mejor data en esos tiempos; y si no fuera por no abrumarlos con nuestros recuerdos, les referiríamos lo que cuenta la Duquesa de Abrantes de lo que en esta parte era París, entre los años 10 y 14.

Una buena noticia...: vamos a concluir. Un día, el año 28 ó 29, contábamos con sorpresa, en el Café de la Nación, entre una y dos de la tarde, doce mesas de malilla, báciga, etc. ¡Esto en día de trabajo! Como término medio y calculando entre jugadores y mirones, computamos cinco personas por mesa; lo que nos da el número de sesenta personas desocupadas, por no decir jugadores. Como hace muchos años que dejamos de frecuentar estos lugares, conservábamos este recuerdo con desagrado y como un reproche para aquella época; pero hace poco tiempo entramos, también en día de trabajo, a las dos de la tarde, en uno de esos lugares y vimos que, de ocho mesas de billar que allí había, siete estaban ocupadas, con su respectivo acompañamiento de mirones. Entre todos, sesenta o setenta individuos, imberbes la mayor parte.

La ociosidad, pues, ha ganado terreno, y lo único que hay de nuevo es que lo que antes se llamó café o fonda, hoy se llama hotel o casino, y que el consumo de licores espirituosos ha progresado de un modo que espanta...

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[1] El señor Tovar, padre del presbítero don Manuel Nicomedes Tovar, que hoy vive. Volver.
[2] Antiguo noroeste de la intersección con la de Morandé. Volver.
[3] Don Mariano Egaña. Volver.
[4] Sobre su puerta de entrada había esta inscripción: “Leche de burra que alarga la vida y conserva la juventud”. Volver.
[5] El primero era don Carlos Ríos; el segundo, don Felipe Rodríguez, que murió de lego en la Recoleta Franciscana, y el tercero, don Joaquín Acevedo. Volver.