ACTAS DEL CABILDO DE SANTIAGO PERIODICOS EN TEXTO COMPLETO COLECCIONES DOCUMENTALES EN TEXTO COMPLETO INDICES DE ARCHIVOS COLECCIONES DOCUMENTALES

Diarios, Memorias y Relatos Testimoniales
Recuerdos de Treinta Aņos (1810-1840)
III. La Escuela Primaria

El año de 1812 había una escuela en Santiago, cuyo número de alumnos pasaba de 300. Era gratuita, y, sin embargo, concurrían a ella niños de las familias más notables. Sin pertenecer a esta categoría, estudiábamos en ella. Cuando decimos estudiábamos, se entiende que hablamos de catecismo, lectura, escritura y las cuatro primeras operaciones de aritmética: no se enseñaba otra cosa. Los que querían hacer estudios más importantes ocurrían a otros establecimientos regidos por particulares o por religiosos que se consagraban en sus respectivos conventos a estas funciones. Aún no se habían instalado el Convictorio de San Carlos ni el Instituto.

Se fundó también en ese tiempo un establecimiento que se llamó la Academia.

Entonces, como ahora, la antigüedad clásica suministraba el título a estos establecimientos, con la diferencia de que en Atenas no había más que un Liceo, y ahora nosotros tenemos uno en cada provincia. Aristóteles debe estar de parabienes...

Nuestra escuela estaba situada en la calle de la Catedral, a cuadra y media de la Plaza de Armas, en un gran salón del antiguo Instituto, del que ahora ocupa una parte el edificio del Congreso.

Permaneció en ese local hasta fines de 1814, en que fue ocupado, con el resto, por el Batallón de Talaveras, hasta después de la batalla de Chacabuco, época en que se dio al Batallón Nº 8 de los Andes.

Esta narración, por consiguiente, se refiere al período transcurrido desde 1812 hasta 1814. Un año después dimos por terminada nuestra carrera escolar.

El maestro (este título que llevó Jesucristo se encuentra muy modesto en el día y se le ha reemplazado por el de preceptor, institutor, apóstol, etc.), el maestro, decíamos, se llamaba fray Antonio Briseño, lego mercedario de figura imponente; cara angulosa y pálida, boca de oreja a oreja, nariz de podón, ojo escudriñador e inteligente. Toda la escuela se alegraba cuando se le veía sonreír con algún extraño, pues con sus discípulos jamás sucedía esto. Un gorro negro, más o menos sumido, nos advertía del estado de amabilidad en que se encontraba. Por lo demás, de costumbres ejemplares.

A esta escuela asistían niños de los barrios más apartados de la ciudad. No eran tan exigentes como ahora, que quieren que la escuela esté en la puerta de la casa. Y es de advertir que entonces era la asistencia doble: la primera a las siete u ocho, según la estación, y la segunda invariablemente a las dos de la tarde.

Exceptuando la enseñanza y la tinta, todo lo demás era de cuenta de los alumnos. En cuanto a las plumas, sólo se conocían las de ave. Estas, el papel y los libros valían cuatro veces más que hoy.

La operación de tajar las plumas ocupaba la primera hora de la mañana, para lo que el maestro, ayudado de un alumno, se colocaba a la entrada de la escuela, a fin de hacer diariamente aquella operación en todas las plumas de los que escribían.

La escuela estaba dividida en dos secciones, no por el grado de adelantamiento ni por la clase de estudios, sino por la categoría social a que pertenecía el niño. Los más distinguidos en este sentido ocupaban los dos lados del salón más próximos al maestro, que tenía su asiento en la testera. Los menos favorecidos de la fortuna tenían lugar también en ambos lados, a continuación de la primera clase.

Un día en que, según nuestros recuerdos, habíamos hecho cierta travesura, me dirigió fray Antonio estas palabras: “¡Zapiola pase usted a la segunda!”. Al recibirme en la escuela, el maestro me había colocado en la primera, a causa, sin duda, de verme con medias (cosa poco común en los niños de entonces) y decentemente vestido; pero es probable que algún soplón pusiera en su noticia que el tal Zapiola no pertenecía al orden ecuestre y que debía ir a la segunda, al lado de los suyos...

Banda de Santiago, con alusión al apóstol, se llamaba la doble fila de la derecha; y banda de San Casiano, la de la izquierda. Poco antes habían llevado los nombres de Roma y Cartago.

Los alumnos más adelantados o de mejor conducta recibían un pequeño cuadro de papel con calados y dibujos, que se llamaba parco. El objeto de este papel era que cuando el poseedor cometiera alguna falta, al recibir el castigo, lo presentara para quedar libre. Había parcos de distintas categorías, para distintas clases de faltas; a veces, cuando ella era muy grave, el maestro lo rompía y el delincuente recibía su merecido, sobre todo cuando lo había obtenido por compra, lo que era corriente. Los más caros eran de dos o tres reales.

En el día es cuestión muy debatida la clase de penas que debe aplicarse a los niños por sus faltas. En ese tiempo estaban en uso cuatro castigos: arrodillarse, el guante, la palmeta y los azotes. El primero, considerado como el más suave, era más común. El guante se aplicaba con alguna frecuencia, pero en poco número. La palmeta tenía lugar para las faltas de más consideración. Era bastante dolorosa, pues este instrumento consistía en un pequeño círculo de madera agujereado y con un mango, de cuya punta lo tomaba el que aplicaba el castigo, que rara vez excedía de cuatro o seis golpes en la palma de la mano. Por último, venían los, azotes, que sólo se aplicaban en casos muy graves, con todas las precauciones posibles para evitar la humillación del paciente. Esta pena era muy rara y siempre tenía lugar fuera de la vista de los otros alumnos.

Felizmente, los azotes han desaparecido de la escuela; sólo falta que se les proscriba de todas partes...

La mayor parte de estos castigos han sido reemplazados por otros; uno de los más comunes es en el día el encierro. Esta pena presenta en muchos casos grandes inconvenientes para los preceptores; pero, aun cuando así no fuera, bastarían sólo las consecuencias que de ella resultan en muchos casos para rechazarla como la más funesta...

Francamente, somos partidarios del guante.

Lo hemos aplicado en nuestra larga vida de profesor de bandas de música sin ningún inconveniente, casi, hemos dicho, con excelentes resultados.

Responde de esto el considerable número de artistas de mérito conocido y de excelentes ciudadanos que hemos formado en esta enseñanza. Nos gloriamos de poseer un corazón, no sólo inclinado a la clemencia por nuestros semejantes, sino por todo ser sensible. Lo esencial es la prudencia del maestro, pues el castigo más suave, mal aplicado, puede convertirse en una humillación y un suplicio para el alumno.

Las declamaciones de filántropos reclutas y de pedagogos aficionados no tienen más mérito que el estilo campanudo en que se hacen.

Los sábados había remate en nuestra escuela, como en todas, que no eran muchas. Este consistía en salir al medio del salón dos alumnos, uno de cada banda, a examinarse, al tenor del  catecismo de la doctrina cristiana, apuntándose el número de malas contestaciones para castigarlas en proporción. Estos remates solían tener lugar en la plaza principal, los sábados en la tarde.

El público concurría en gran número, aplaudiendo a los niños que lo hacían mejor.

Las planas de escritura se presentaban diariamente, y el maestro estampaba en ellas las siguientes anotaciones: S., siga; I. L. M. imitar la muestra; B., buena; M., mala. Estas clasificaciones daban lugar a correcciones proporcionadas. Venía, por fin, la temible A., azotes. Este calificativo era muy raro, como lo era efectuar su consecuencia.

Los sábados se presentaban las mejores planas escritas en la semana. El maestro escogía dos o tres alumnos de cada banda, y mandaba a los mismos contendores a las tiendas de comercio para que fueran calificadas por los comerciantes, a quienes se suponía jueces idóneos e imparciales en la materia. El juez daba el fallo con su firma al pie. Los tenderos prestaban gustosos este servicio, porque su negocio no era tan activo que se lo impidiera.

Entonces no eran, ni con mucho, tan frecuentes los calduchos, palabra nueva; pero la Guerra de la Independencia, en los años 13 y 14, nos proporcionaba gran abundancia de ellos.

Como, según los partes de nuestro ejército, todos los encuentros y batallas eran para nosotros otras tantas victorias, al llegar a Santiago esas noticias las campanas nos advertían que muy luego se presentaría un soldado en la escuela con la orden para el maestro de dar asueto a los niños. Cuando, en estos casos, el soldado tardaba o no venía, algunos alumnos se lo proporcionaban mediante cierto expediente [1] .

Ordinariamente, dos o tres días después, empezaban por lo bajo a circular rumores que ponían en duda la certidumbre de la victoria, y antes, de una semana, los sarracenos, más bien servidos que el Gobierno en esta parte, daban como averiguado que la cosa había sido al revés, y que el único motivo para tanto repique era que el ejército real se retiraba después de derrotar al nuestro. El asueto no había tenido menos efecto por eso.

No hemos necesitado un Capefigue que desmienta o ponga en duda nuestras victorias, pues la lectura atenta de nuestra historia nos habría puesto al corriente del asunto si antes no lo hubieran hecho los actores y testigos de esa época.

El barrido de la escuela se hacía los sábados por la mañana, después de retirarse los alumnos.

No todos barrían, porque la igualdad ante la ley no se observaba entonces más que ahora.

La escoba consistía en un manojo de manzanilla ordinaria, de poco más de medio metro de largo, amarrado por un extremo.

El roce de esta yerba con los ladrillos producía un olor insoportable de que sólo se puede formar una idea comparándolo con el de la mostaza más vigorosa. Este olor producía entre los barrenderos una tempestad de toses, estornudos y otros ruidos análogos...

En cuanto a libros, si se exceptúa el catecismo, cada uno se ejercitaba para la lectura en el que podía proporcionarse. Generalmente eran libros piadosos. Los impíos e inmorales no empezaron a circular en Chile hasta el año 20, a muy alto precio. Las Ruinas de Palmira un tomo en 4º, se vendía al principio a 30 pesos. Vivo está un con discípulo nuestro que lo vendía en su tienda más tarde, con una gran rebaja, a onza de oro [2]. El Contrato Social, diminuto volumen en 8º, lo compramos y vendimos; después de leerlo, en 4 pesos. Con un oficial de ese tiempo, que ahora es general [3], nos arreglarnos para comprar El Origen de los Cultos (compendio) en 12 pesos, dando cada uno la mitad. Las obras inmundas de Pigault, Lebrun, Parny, etc.; no eran más baratas.

Rousseau dice: “Plutarco es mi hombre”. Nosotros podíamos decir entonces: “Rousseau es el nuestro”. La Profesión de fe del Vicario de Saboya, tan extensa como es, la sabíamos en gran parte de memoria.

La lectura de estos libros, y de otros más o menos impíos y abominables, dieron cuenta de nuestras creencias; pero Dios quiso más tarde alejarnos, mediante otras lecturas, de la senda que conduce fatalmente al chiquero de Epicuro.

Si tal escasez de libros había el año 20, cuando comerciábamos con todo el mundo, ¿qué sería ocho o diez años antes, en que sólo se acercaban a nuestros puertos, es decir, a Valparaíso; los buques españoles, y en que recibíamos por tierra, de Buenos Aires, algunos escasos efectos?  Lo que es librerías, puede decirse que no eran conocidas, si no se da este nombre a tal o cual tienda, de españoles siempre, donde, entre los géneros, se divisaba uno que otro volumen. Un hecho hablará más claro que nuestras observaciones. Cuando, en 1813, se abrió el Convictorio de San Carlos, preludio del Instituto, que se instaló pocos meses después, el Gobierno, dirigiéndose a los padres de familia, les decía: “El Gobierno tiene destinadas personas que, con la mayor seguridad y actividad, proporcionen libros elementales e instrumentos científicos a todos los que quieran comprarlos en Buenos Aires o en Europa para Instrucción de su familia”.

Había también en la escuela un personaje de que no hemos hablado: el emperador. Este empleo recaía siempre en algún alumno que había pasado, por todos los puestos subalternos. Era llamado cada vez que había que hacer algo de importancia dentro o fuera de la escuela, y en las ausencias del maestro, lo reemplazaba, pues el sota-maestro (ahora se llama ayudante), o no lo había o funcionaba en cortas temporadas. El emperador de esa época era don Cayetano Briseño, algo entrado en años, vestido con cierto lujo poco común, sobre todo para las personas de su edad: tendría 20 años.

Jamás vimos a un alumno, ni de los más encopetados, dirigir a maestro ni a ninguno de sus condiscípulos que ejercían alguna autoridad, palabras poco respetuosas ni aun oponer una resistencia obstinada al aplicársele algún castigo. No habíamos llegado a los tiempos felices en que los niños, antes de salir a la calle, encienden su cigarro, y el que no lo ha hecho, detiene al primer hombre barbado que encuentra para pedirle fuego. Verdad es que ya se acercaba la época en que un Presidente de la República, liberal, por supuesto, regalaría a un niño de 18 años, alumno del Instituto, por sus buenas disposiciones, las obras completas de Voltaire, como libros de estudio y recreo...[4].

Para terminar (y ya es tiempo) pondremos a continuación los nombres de los pocos alumnos de nuestra escuela que aun viven; lo haremos por orden alfabético, pero sin la malicia chasqueada de los fabricantes de la última lista municipal de 1871.

Acevedo, don Domingo.
Camaño, don Cayetano.
Correa de Saa, don Domingo.
Correa de Saa, don Juan de Dios.
Gandarillas, don Santiago.
Gandarillas, don Juan José.
Gandarillas, don Juan de la Cruz.
Marín, don Ventura.
Sessé, don José María.
Vicuña, don Pedro Félix.
El autor de este artículo.

Antes de despedirnos de nuestro maestro y de nuestros condiscípulos, haremos saber a nuestros pacientes lectores que, al organizarse por primera vez el Instituto, fue nombrado aquél – ¡que horror!— catedrático de primeras letras. Un motilón sentado en fila con el senador Ruiz Tagle, con seis doctores, entre los cuales se contaba el Sieyés de esa época: don Juan Egaña. ¡Y esto sucedía en tiempo en que nadie había oído pronunciar la palabra democracia!

Si ahora se repitiera aquel escándalo, es seguro que nuestros flamantes doctores harían coro a los niños del Instituto para maldecir al Arzobispo, a los clérigos y a los inevitables jesuitas, que nosotros denunciamos como autores de la sequedad del tiempo y como introductores de la viruela ¿Por qué no han de tener también la culpa de estos males que nos aquejan, ellos que tienen la culpa de todo?

__________

[1]

Compraban a algún soldado que llevase la orden a la escuela; buscaban a los de más consideración que entonces eran los Dragones. Volver.

[2]

Don Santiago Gandarillas. Volver.

[3]

Don Justo Arteaga. Volver.

[4]

El Presidente fue don Francisco Antonio Pinto y el alumno don Francisco Solano Pérez. Volver.