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Diarios, Memorias y Relatos Testimoniales
Recuerdos de Treinta Años (1810-1840)
II. La Policía de Aseo y Seguridad

En este tiempo en que la viruela y sus estragos han alarmado, y con razón, a los habitantes de la capital, atribuyéndose su origen exclusivamente a las condiciones higiénicas de la ciudad, no hemos podido menos que recordar el modo de ser de este mismo pueblo a este respecto, hace más de medio siglo, sin que, a pesar de lo que vamos a referir, hayamos presenciado en nuestra larga vida algo parecido a lo que ahora estamos experimentando, no obstante las inmensas mejoras que hemos alcanzado de cuarenta años a esta parte.

Nuestros lectores verán si tenemos o no motivo para dudar de lo que con tanto aplomo se afirma como inconcuso.

La Plaza de Armas no estaba empedrada. La Plaza de Abasto, galpón inmundo, sobre todo en el invierno, estaba en el costado oriente. El resto de la plaza hasta la pila, que ocupaba el mismo lugar que ahora, pero de donde ha emigrado el rollo, su inseparable compañero, hace más de cuarenta años, el resto de la plaza hasta la pila, decimos, estaba ocupado por los vendedores de mote, picarones, huesillos, etc., y por los caballos de los carniceros. Ya pueden considerar nuestros lectores cuál sería el estado de esta plaza que sólo se barría muy de tarde en tarde, no por los que la ensuciaban, sino por los presos de la cárcel inmediata, armados de grandes ramas de espino que no hacían más que levantar polvo, dejándola en el mismo estado, pero produciendo más hediondez, como era natural.

No hace cincuenta años, la comida para los presos de la cárcel se hacía frente al mismo pórtico de ese edificio, y los grandes tiestos en que se confeccionaba, la ceniza y demás restos de esta operación jamás desaparecían de ese lugar.

A esto hay que agregar una ancha acequia que atravesaba, como  ahora, toda la plaza. Esta acequia, descubierta en su mayor parte, sin corriente, y no siendo de ladrillo, proporcionaba más facilidad para la aglomeración de cieno. Lo que había en sus orillas no necesitamos decirlo, pues para los vendedores no había otro lugar de descanso, de tal modo que, cuando el sol calentaba se levantaba un humo denso producido por las evaporaciones de las inmundicias acumuladas allí.

De oriente a poniente, y a cinco metros de distancia de la pared norte de la plaza corría otra acequia, cubierta de una losa en toda la extensión de esa cuadra. Toda ella ocupada por los vendedores de hojotas.

Allí acudían los que usaban este calzado, que entonces eran muchos, por su bajo precio: un real. Las hojotas viejas quedaban donde se compraban las nuevas; y esta arma arrojadiza suministraba a los muchachos un elemento para empeñar todos los días festivos esas guerras de hojotas, a las que jamás faltábamos, por la inmediación de nuestra casa al campo de batalla.

Con este calzado vimos salir a nuestro ejército, unido al argentino [1], que marchó a dar independencia al Perú, en 1820, a las órdenes de San Martín.

Esto era la plaza principal, evitando otros detalles nauseabundos. La calle más inmediata, al oriente, la de San Antonio, sería largo de describir; seremos tan sucintos como nos sea posible.

En la cuadra en que está el costado poniente del Teatro Municipal había una letrina. Entonces no era conocido el nombre “Para Todos”, que, sin ser más limpio, quiere decir lo mismo. Dicha letrina sólo servía para Indicar que a sus inmediaciones se podían evacuar ciertas diligencias, pues no era, posible pasar por esa vereda sin gran peligro, y aun así, con las narices tapadas.

Continuando al norte, había otra letrina a los pies de la casa, que es ahora de don Melchor Concha [2] . Sus condiciones eran aún peores que las de la anterior por su inmediación a la plaza.

Más al norte aún, y llegando a la cuadra que está entre la calle de las Monjitas y la de Santo Domingo, y a una de esa plaza, la cosa era más seria. Toda la vereda del poniente estaba obstruida por basuras y por otras cosas peores. Lo que vamos a referir dará una idea a nuestros lectores, si han llegado hasta aquí, de lo que era esa calle.

Un día que pasábamos por allí advertimos, medio enterrados, dos trozos de madera labrada. Tomamos sus extremos, y, al levantarlos, nos encontramos con una escalera de cuatro o cinco metros de largo, cubierta apenas con basuras. Esta escalera, según los comentarios de los transeúntes, debía pertenecer a ladrones que, para servirse de ella, no necesitaban llevarla a su casa, siendo aquel lugar seguro y más próximo para sus expediciones nocturnas.

Decir que en esta calle, aunque en menor escala que en otras, abundaban los perros, gatos y otros animales muertos, que nadie se encargaba de recoger, nos parece inoficioso. Una mañana apareció un burro con una pata quebrada, tendido en el crucero que formaban las calles San Antonio y Santo Domingo, en la casa que es ahora del señor Santa María. Como entonces no eran las calles de lomo de toro, en esos lugares había cieno permanente. El burro se tendió allí, quizás acosado por la fiebre. Los muchachos de las inmediaciones le dábamos de comer y beber; pero al cabo de algunos días nuestro enfermo murió. Allí se extinguieron sus restos, sin que ningún buen vecino, ni la policía, de que no se conocía ni el nombre, se tomara el trabajo de hacerlo arrastrar al río, última morada de sus iguales o parecidos.

Continuando por la misma calle, al norte, nos encontramos con la de las Ramadas, tapada hasta hoy, al poniente, por una pared del convento de Santo Domingo [3] . Allí, por un derrame de una acequia inmediata, se formaba, decimos mal, había en permanencia una laguna pestilencial cubierta con las yerbas que produce toda agua detenida. Su hondura no permitía el paso de ningún carruaje y sólo la atravesaba gente de a caballo. Estaba justamente frente a la casa de esquina, que era entonces de un señor Carrera [4] .

Por último, tomando a la derecha, en dirección al río, nos encontramos con nuestra soberbia Plaza de Abasto, sin rival en el mundo, según los viajeros: lo que no es un elogio para nuestra Municipalidad, pero que pesará por muchos años en su caja, o más bien, en la de los contribuyentes.

Esta plaza tenía entonces un destino muy diverso, a pesar de su inmediación al río, eterno depósito de toda clase de inmundicias. Allí se arrojaban todos los desperdicios de las habitaciones inmediatas, y cuando, en 1818, se dio una temporada de toros, última vez que se efectuó esta diversión, fue preciso emplear mucho tiempo en disponerla para ese objeto. El nombre que entonces tenía, y que con trabajo han olvidado los viejos, era “el basural”. Esto lo dice todo.

Cuando, en 1817, entró a Chile el Ejército de los Andes, se encargó a los soldados de los dos batallones que quedaron en Santiago de vigilar sobre las personas que hacían sus diligencias en la calle, obligando a pagar a los infractores cuatro reales en un caso, y un peso en el otro... Los Talaveras habían sido más estrictos, y tanto, que obligaban a los infractores a llevar al río el cuerpo del delito, sin valerse de ningún tiesto... [5] .

La Alameda, orgullo de nuestra capital, no era otra cosa, antes del año de 1820, desde San Francisco hasta San Miguel, que un inmenso basural, con el adorno inevitable de toda clase de animales muertos, sin excluir caballos y burros.

En consecuencia de lo que hemos dicho respecto al estado de aseo de nuestra población, ya supondrán nuestros lectores que no teníamos los ochocientos baños públicos de la Roma Imperial. Contábamos con el Mapocho, que en toda su extensión hacía las veces de aquéllos, que a ciertas horas del día en verano reunía gentes de toda clase que recreaban la vista de los paseantes, por su completa desnudez.

En este ramo no había más policía que un lego de Santo Domingo, fray N. Roco, que, acompañado de un hombre armado de una varilla, perseguía a los muchachos que ordinariamente se bañaban en un albañal del río que daba agua a una pila del convento.

Había otro baño público más reducido, pero más cómodo por su situación. Ocupaba el mismo lugar en que ahora se encuentra la columna de los historiadores Tocornal, Benavente, García Reyes y Sanfuentes, que, en la calle de las Delicias, da frente a la del Estado. Los derrames de la acequia, que entonces no era de cal y ladrillo, formaban una laguna cenagosa, que en verano era frecuentada a toda hora por hombres y niños que se bañaban con toda confianza y sin que nadie los incomodara.

Los baños de cal y ladrillo no fueron conocidos hasta que Alexandry abrió, por los años 20 o 21, un pobre establecimiento de este género tras el cerro de Santa Lucía, en la calle de Mesías con agua sucia. No necesitamos decir que, respecto a baños tibios para el público, no fueron conocidos en Santiago hasta que los estableció Dinator, en el actual reñidero de gallos, después del año 1830.

El Cementerio sólo se estableció el año 1819, si no estamos equivocados [6]. Los pobres de las últimas clases eran sepultados en el Campo Santo, situado en el extremo sur de la calle de Santa Rosa [7]. La inmensa mayoría del resto de la población recibía este servicio en las iglesias, sobre todo en una pequeña capilla situada en la calle del Estado, al costado oriente de Santo Domingo y al norte de la casa que es ahora del señor Besa. Esta capilla pertenece ahora a las monjas de la Caridad. Allí se sepultaba invariablemente a los reos que eran ejecutados en la plaza principal o en el Basural. Sepultábase también en la huerta de la capilla. Todo ello a una cuadra y media de la plaza principal.

Esta circunstancia nos recuerda la observación de Chateaubriand, a saber: que cuando en Francia se dejó de sepultar en las iglesias, y sólo se hizo en los cementerios, no se notó ninguna diferencia en el estado sanitario de las poblaciones.

Para nosotros, testigos presenciales durante nuestra vida de lo que hemos referido, no es cosa probada que el desaseo sea la causa única de la actual epidemia, como se afirma; pero no creemos tampoco que ésta circunstancia sea un motivo para gozar de buena salud.

Por lo demás, la viruela [8] que nos aqueja ha puesto de manifiesto otras pestes. La vanidad y otras miserias más perniciosas han encontrado ocasión para manifestarse, y hemos visto sin asombro a ciertas personas embocar la trompeta farisaica para hacer sonar sus notas más agudas y penetrantes a fin de notificar al público los servicios que prestan.

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[1]

El grueso del contingente era, efectivamente, chileno. (N. del E). Volver.

[2]

El Nº 15 de la calle Huérfanos. Volver.

[3]

Tapada hasta el año 1885. Volver.

[4]

Don Francisco, complicado, según rumores en el asunto del Escorpión. En las paredes exteriores de esta casa había escrito muchos ceros y estos versos: “Al que cuente estos millones/ participo la mitad,/ porque en su necesidad/ tenga el dinero a montones”. Volver.

[5]

Tampoco lo hicieron mal, al respecto, don Diego Portales, con los caballeros que acostumbraban a descansar en las gradas del costado de la Catedral, y el Intendente, en Valparaíso. Volver.

[6]

El cemeterio se estableció en 1821. (N. del E). Volver.

[7]

En San Francisco hubo en lo antiguo, un campo santo, en el espacio que mediaba entre la base de la torre y la puerta del norte (o trazo derecho de la cruz que entonces formaba el cuerpo de la iglesia). Volver.

[8]

Sobre la vacunación se podrán encontrar interesantes datos en la Aurora de Chile (N. del E). Volver.