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El Semanario Republicano
Número 5. Sábado 4 de Septiembre de 1813
Sobre las consecuencias que debe traernos la independencia. Materia indicada en el título.

Ya hemos visto en los números anteriores de este Semanario la contradicción de los principios con el sistema de nuestros Gobiernos, la justicia de nuestra causa y la necesidad de declararnos independientes. Ahora resta que examinemos detenidamente los males o los bienes que nos pueda traer una mudanza de conducta. Para esto debemos consultar los principios de la política, que es la ciencia de los Gobiernos, sin la cual es imposible dirigir con acierto los graves negocios de los pueblos.

La política no es, como algunos piensan, el arte de engañar a los hombres con máximas obscuras y sutiles. Si tal fuese, los políticos no serían otra cosa que unos hombres despreciables, del gremio de los pícaros, a quienes toda sociedad debería declarar una guerra implacable. Por el contrario, la política es la ciencia nobilísima, que enseña a conocer los verdaderos intereses de los pueblos: ella fija los principios de conveniencia, de seguridad y de prudencia, con que deben manejarse los negocios del Estado; ella da las luces necesarias para sacar buen partido hasta de los mismos inconvenientes que chocan con el objeto de sus planes: finalmente ella dispone de tal suerte los resortes complicados de un Estado que puedan manejarse con la misma facilidad que una máquina la más sencilla. Estos principios, aunque a primera vista parezcan reservados a los talentos más sublimes, y aunque se haya querido hacerlos muy obscuros, no lo son, sino para aquellos hombres que se han conformado con una vida ignorante y desidiosa. Ellos pueden proponerse con tanta claridad, que no haya un racional que deje de conocerlos; mas, como por desgracia del género humano, el egoísmo se introdujo hasta en las materias literarias, los hombres ilustrados han querido hacer obscuro y misterioso aquello mismo que todos traemos entre manos.

El célebre Colbert causó males incalculables a la Francia por haber creído que su política era desconocida de todos los mortales. El tendía lazos en que cayesen los ministros extranjeros: pretendía sorberse en Francia las riquezas de toda la Europa, y aun de todo el mundo; pero no basto todo el misterio, de que quiso revestir sus proyectos, para impedir que la Inglaterra recibiese todo el fruto de los afanes que él tenía por la Francia. De la misma suerte que se engañó este celebre político, se engañaron también todos aquellos que quisieron manejar los negocios de sus Estados por las reglas de la ratería, de la mezquindad y del engaño. Esta verdad se haría demostrable a todos mis lectores, si mi paciencia y la extensión de este periódico, me diesen lugar para escribir la historia de los errores políticos más frecuentes en los Gabinetes de Europa. Baste por ahora decir, que todas aquellas naciones que en un tiempo fueron ricas y poderosas, y hoy se ven confundidas entre el número de las miserables, solo perdieron su importancia porque sus errores políticos las desviaban de su verdadero interés a proporción que hacían más empeño por alcanzarlo. Todos estos errores son los hijos legítimos del misterio y de la obscuridad, que se han robado el nombre de la política. Huya, pues, la América de este escollo, en que tantos países perecieron; abomine de ese aparato terrible de la mala fe, disfrazada con el nombre de la ciencia más noble y más útil para los pueblos. Conozca, que cuando todos los hombres van de común acuerdo a buscar su provecho, no puede haber mayor engaño, que pensar en engañarlos; lo cual aunque de pronto se consiga, no puede durar mucho, por que naturalmente la verdad ha de disipar las sombras del error. Tienda la vista sobre lo futuro, y no se ciña miserablemente al instante que tiene a los ojos, el que pasado le presenta un nuevo aspecto, que le sorprenderá si no lo tiene prevenido. Obre con resolución y tema más a la apatía, que 1a hace perder los momentos más preciosos, que las consecuencias de sus deliberaciones, que puede arreglar al modelo mismo de la prudencia.

Cualquier hombre que piense, conocerá que las Américas bajo el dominio español jamás pueden gozar de la libertad civil, ni menos adelantarán un paso en su felicidad. Para convencerse de esta verdad, no es necesario encanecer sobre los libros, ni apurar el entendimiento con cálculos prolijos: basta conocer cuál es y cuál ha sido hasta hoy la conducta que observan las metrópolis con sus colonias. Considerados los colonos como unos hombres sujetos por la fuerza, se les hace servir al engrandecimiento de la nación que les domina, y se les separan continuamente todas aquellas cosas, que algún día pudieran darles una consideración funesta a sus dominadores. Los egipcios, los griegos y los romanos en los tiempos más remotos, los franceses, los ingleses, los holandeses, los portugueses y todos los que en sus diversas épocas se han señalado en la historia por su poder y sus conquistas, todos han seguido una misma conducta de opresión y de rapiña sobre sus miserables colonias. Los españoles no podían ser más generosos que los otros opresores del género humano, porque para serlo era necesario que o no hubiesen emprendido sus conquistas, o las hubiesen abandonado cuando conociesen su injusticia. Así es que no puede darse un absurdo más clásico que el de pretender que la España conquistadora conceda a sus colonias de América unos derechos que no pueden serle favorables; pues cuando una impotencia absoluta le hiciese por un momento aligerarnos el yugo, esto no duraría más que lo que ella tardase en recobrar su poder. ¿Quién será aquel hombre, que desconozca estas verdades? Aunque haga todo el esfuerzo posible para engañarse, primero se convencerá de su mala fe, o de su necedad, que de la existencia de los principios, en que pretende fundar su engaño.

La España no puede suplir la falta que tiene de artes, de industria y de comercio, sino por medio del monopolio que hace en las Américas. Esto esta bien demostrado en las representaciones del Consulado de Cádiz a las Cortes, en que se hace ver que la concesión del comercio libre a las Américas sería la ruina de la Península. No necesitábamos que aquel Consulado fuese tan franco, o tan descarado, para conocer que los españoles están persuadidos de que felicidad sólo puede salir de la esclavitud de los americanos; ni era necesario que las Cortes hubiesen atendido a las verdades de los monopolistas, para conocer que las palabras de igualdad y libertad no eran otra cosa, que carnadas con que se, nos cubría el anzuelo. Estos hechos sólo sirven para desengañar a los que no hacen caso sino de ejemplares de bulto; pues para los pensadores eran unas consecuencias que ya tenían muy previstas. La misma mezquindad con que se han portado con nosotros los españoles, cuando sus apuros los tenían a borde de su ruina, es la última muestra, que tienen los más rudos americanos de lo que deben esperar de la Metrópoli. Por donde quiera que se mire nuestra situación, no presenta más remedio que la absoluta independencia, procurada por los medio que nos dicte la razón y la política. Estos medio son los que por ahora exigen nuestra consideración, y nuestro examen.

La debilidad no puede conducirnos al término que necesitamos, por que se compone mal con la grandeza de nuestra empresa. El temor y la irresolución son tan contrarios como la debilidad, para alcanzar un fin todo sublime y todo heroico. La simulación y el artificio son lo mismo que la cobardía y el engaño. Nada hay pues que conduzca a nuestro objeto sino la franqueza, la energía, la constancia y el valor. Con la franqueza haremos ver a nuestros enemigos y a todos los demás hombres, que el conocimiento de nuestros derechos nos mueve a buscar la felicidad, sin ocurrir al auxilio de las trazas miserables de la impotencia, tan conocidas en el mundo cuando no pueden ser disimuladas. La energía nos conducirá por en medio de los mismos peligros con la seguridad que inspire el desprecio de los obstáculos y la decisión a vencer o morir. La constancia sobre hacer que pasemos por sobre los reveses de la suerte y las contingencias de la guerra inevitable, haciéndonos superiores a todas las desgracias y dignos de alcanzar el fin que solicitamos. El valor nos hará conocer que nada aventuramos con la independencia, porque bastante mérito hemos dado ya para ser reputados por rebeldes; y poniendo toda nuestra seguridad en la suerte de las armas, llevaremos la victoria dependiente de nuestras hazañas. Todas estas cosas nos harán aprovechar los momentos, tomar todas medidas de defensa y encender de una vez el entusiasmo militar, que es el que sólo nos puede salvar de los peligros. Lejos de nosotros esta miserable conducta que observamos, y que nos lleva a pasos largos a la ruina del sistema que sólo puede consolidarse con la guerra.

¿Esperamos acaso a que la España nos vuelva a dominar, creyendo, que por lo que hemos hecho, seremos tratados con más consideración que anteriormente? ¿Tememos que la declaración de la independencia ponga de peor estado nuestros negocios políticos? No creo que haya un hombre de bien, que piense en tales desatinos, pero si lo hubiese, que haga las siguientes reflexiones. La opresión de las colonias como dice un escritor, es la primera medida de seguridad, que deben tomar las Naciones conquistadoras; por que así como para ser colonias es necesario que los países se mantengan sujetos, así también para sujetar es necesario oprimir. Por este principio debe la Metrópoli empeñarse más en la opresión de las colonias, cuando estas hayan acreditado su deseo de sacudir el yugo que les oprime. La España ha visto que la libertad ha desplegado sus alas en América; que todo cuanto hacen hoy los americanos es dirigido a su independencia; y que si no muestran sus ideas con toda claridad; sólo es y sólo puede ser, por el temor de las consecuencias, que nos pronostica la debilidad que adquirimos en la esclavitud, ¿No es muy regular, que si volvemos a admitir el Gobierno español, se nos procure poner en situación de que no podamos otro día tener ni los alientos que hemos tenido al ahora? Debemos confesar, que si no lo hiciese así cometería el mayor absurdo contra sus intereses; pero estaríamos entonces muy lejos de hacer semejante confesión, porque ya se guardaría de darnos el motivo. Es visto, pues, que nada perdemos con declarar la independencia, por que los males que nos pudiera traer esta no pueden ser otros, que una opresión mayor que la pasada, y la misma que debemos esperar racionalmente, por consecuencia de lo que ya tenemos hecho.

Muy distaste de producirnos males la variación de nuestra presente conducta, solo debemos creer, que nos proporcionará el único bien que podemos recibir. Solo la independencia es capaz de ponernos a cubierto de las dobles cadenas que nos amenazan, y solo podemos empezar a contar los días de nuestra felicidad, desde aquel en que rompamos los funestos lazos que nos atan al despotismo español. Ya hemos visto que todo el tiempo que permanezcamos en nuestro actual estado, es una pérdida irreparable que sufre nuestra libertad, y que por un solo momento que desperdiciemos nos haremos responsables a nuestros descendientes por la ruina quizá de nuestro sistema. Manos a la obra, que la suerte solo protege las acciones en que van de acuerdo la energía, la justicia, el valor y la prudencia.