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El Semanario Republicano
Número 3. Sábado 21 de Agosto de 1813
Continuación de la materia del número anterior. Véase "Sobre la justicia de la revolución Americana", proviene del Nº 2, 14 de Agosto de 1813.º 2, 14 de Agosto de 1813.

Desde que Cortés y Pizarro, a fuerza de asesinatos a iniquidades, ganaron para España las Américas, aquel gabinete conoció que necesitaba una política particular, para mantener en su obediencia unos países de difícil sujeción. Aunque los Conquistadores habían ya tomado las medidas más  seguras para impedir las revoluciones de los indios, destruyendo su especie casi de raíz, no pareció a los reyes de España que estaban muy bien asegurados; y como conocían que no había sobre la tierra una razón para sus usurpaciones y atrocidades, buscaron en el cielo el pretexto de sus tiranías. Fue ocurrencia peregrina el buscar en Jesucristo un patrón de injusticias, obligando a su Vicario Alejandro VI a declarar, que la usurpación y la tiranía son cosas que pueden conciliarse con la ley de paz y de justicia que dictó el hijo de Dios sobre la tierra. Hasta entonces la santa silla de San Pedro no se había violado con un acto tan contrario al espíritu de la religión católica, quedando en mengua del hombre español haber sido la causa del mayor escándalo del orbe. ¿Que diría San Pedro, viendo desde el cielo a un sucesor suyo repartiendo reinos y mundos a los príncipes sus amigos? Me parece que le oigo decir escandalizado: aquel poderoso emperador del Universo no parece un digno sucesor del pobre Pedro el pescador, discípulo de Jesús, aprendiz y predicador de su pobreza, de su humildad y de su justicia.

Aprobó el Papa la usurpación de los españoles, y de consiguiente aprobó la destrucción de la mayor parte del genero humano. Los españoles se presentaron en América como unos apoderados del Ser Eterno, que venían a tomar cuenta de los errores de los indios; pero como ya se les había sujetado por las armas, hicieron éstos poco caso de un lenguaje que no podían entender ni los mismos que le hablaban. Sólo conocían que los españoles estaban empeñados en acabar con la raza indígena, para poseer sin zozobra las riquezas, de que abundaban estos países. Veían degollar a sus padres, hijos y mujeres sin más  delito que habitar un país en que los colocó la naturaleza; y pareciendo a los tiranos que no era bastante inhumanidad ahorcarlos, descuartizarlos y quemarlos vivos, también los hacían pasto de sus perros. Con tal carnicería en un abrir y cerrar de ojos desaparecieron aquellas grandes poblaciones, que pondera el santo Obispo Casas, diciendo que eran como los enjambres de abejas en un colmenar.

Este sistema de opresión y tiranía no fue aún bastante para satisfacer al despotismo: era preciso hacer dependientes absolutamente a los naturales de América hasta de la misma industria de los españoles. Se prohibió que los americanos pudiesen adquirir las cosas que necesitaban de otra mano que no fuese la de sus señores; y para hacer la dependencia más  insufrible, se obligo a los habitantes de América a abandonar el cultivo de todas aquellas cosas que podían venir de España. El mismo comercio recíproco de unos países de América con otros estaba prohibido, como podía estar entre dos naciones enemigas. Así es que sin agricultura, sin artes, sin comercio y sin navegación, debíamos vivir siempre pobres y siempre abatidos. Tal fue el secreto de la política española con relación a sus desventuradas colonias.

El poder ilimitado de los Gobernadores y Virreyes, sobre las durísimas leyes de la arbitrariedad, que llenaban el código español, era otro mal que sufrían los americanos sin la menor esperanza de remedio. Todo conspiraba a reducir estos felicísimos países al último grado de miseria y de desolación. Unos reinados se sucedían a otros, caían unos Ministros y otros se levantaban sobre los caídos; pero nadie se ocupó jamás  en echar una mirada de piedad sobre los miserables habitantes del nuevo mundo, para quienes no había otra esperanza de remedio que la muerte, termino de todas las desgracias.

Esta situación deplorable duró en América 300 años, hasta que irritada la divina justicia por los excesos del despotismo español, quiso castigar el orgullo de nuestros tiranos, al mismo tiempo que nos abría a los oprimidos la puerta de la libertad. Cumpliese la profecía del Santo Obispo de Chiapa, con que amenazó a Felipe Segundo, haciéndole entender que la España sufriría la misma suerte de las Américas, si en lugar de subsanar los daños que había ocasionado en estas regiones, no mudaba de conducta. Mas, aunque el mismo Dios hubiera hablado en la Península, como a Moisés en el Sinaí, los españoles siempre serían más  tiranos que los mismos Faraones: en vano sería que lloviesen sobre España todas las plagas del Egipto, por que aquellos corazones endurecidos no podían jamás  ceder sino al último exterminio. Se vieron estos usurpadores usurpados repentinamente por otro usurpador más  poderoso; conocieron que nosotros debíamos abandonarlos en su desgracia, y ocurrieron a nuestra piedad con lágrimas de cocodrilo, y con promesas de un traidor, que no teme faltar a su obligación cuando su poder y su interés le ponen en disposición de descubrir sus dobles intenciones; nos prometieron mirarnos como hermanos; les ayudamos en sus apuros según su promesa; y luego que se hallaron menos oprimidos, no trataron de otra cosa que de doblar nuestras cadenas, y hacernos gemir eternamente en la antigua esclavitud.

Esta conducta del despotismo español hizo casi a un mismo tiempo su estrago en Buenos Aires, en Chile, en Quito, en Santa Fe, en México, en Caracas y en algunas provincias del reino de Guatemala. Los Cabildos, convocando a sus pueblos y llamando a los representantes de los otros, fueron en todas partes los autores de las revoluciones. En las Asambleas que se celebraron para el establecimiento de las juntas, no sólo concurrieron las cabezas de familias americanas, sino también las europeas, dando el resultado de aquellas sesiones un firme testimonio de la verdadera voluntad general. En esta capital se congregaron en el Consulado más de quinientas personas de la primera representación del país. ¿Cómo, pues, el señor Flórez Estrada se atreve a asegurar, que nuestra revolución es obra de unos pocos intrigantes? El entusiasmo de México, que se ha visto en ejércitos de ochenta y cien mil hombres; el desprecio con que han mirado aquellos héroes las sacrílegas excomuniones de los ministros del terror y de la ignorancia; la constancia en la lucha, a pesar de los reveses de la suerte, ¿pueden acaso ser obra de unos pocos intrigantes? No ha hecho tanto la España para acreditar su odio nacional contra la Francia. Buenos Aires, que ha sostenido una guerra activa por todos los puntos de su territorio, que ha variado muchas veces sus Generales y Gobernadores, que ha derrotado casi siempre al enemigo que se le ha puesto delante ¿podía hacerlo sin contar con toda la disposición de sus provincias? Chile, que ha cerrado sus puertos al comercio de Lima, y ha desvanecido en un momento la furiosa tempestad que le amenazaba ¿sería capaz de lograr tan repetidas victorias, sino por el esfuerzo de todos sus naturales? ¿Santa Fe se mantendría en tanta tranquilidad, si no estuviese asegurado su gobierno en la opinión de cuantos obedecen y mandan? Vaya que el señor Flórez, y los que piensan como él son malos lógicos cuando tratan de un negocio en que están interesados.

Es cierto que nuestros pueblos no tomaron todo el interés, que debían por su libertad, desde el primer instante en que los españoles descubrieron sus miras de conservarnos en esclavitud; pero también o es, que fueron dóciles a la voz enérgica de aquellos hombres ilustrados, que les hicieron conocer el mal que les traía la dependencia de España, y el bien de su separación. Si el hábito de vivir como esclavos, nos había adormecido para no sentir de pronto los estímulos de la libertad, la luz de nuestros derechos y el conocimiento de la impotente política de los tiranos, despertó nuestra sensibilidad y animó nuestro entusiasmo. Las reformas hechas en la administración de las rentas estancadas por el antiguo despotismo, la extensión que se procuró dar a nuestro comercio; a nuestras artes, a nuestra agricultura, a nuestra ilustración, fueron otras tantas pruebas de que solo la felicidad de la Patria había sido el origen y la causa de nuestra revolución: así como el odio, que se va corroborando más  y más  cada día, contra el gobierno español, es el mejor documento que acredita el contento de nuestros pueblos bajo el gobierno de sus conciudadanos. Si en alguna parte, por desgracia, han habido americanos que, olvidados de su deber, se han manchado con alguno, o con todos los vicios de los tiranos, esto en nada puede deslucir la empresa gloriosa de toda la América en general, pues es cosa sabida que Roma nada perdió porque fuesen romanos los Silas, los Tarquinos, ni los Nerones.

Cuando un Plutarco americano haya recogido los materiales suficientes para dar a la luz del mundo la historia de héroes de nuestra revolución, entonces veremos que si en Grecia e Italia hubo hombres virtuosos y amantes a su Patria, no faltaron en América otros que los imitasen. Por ahora sale lícito a mi tosca pluma hechar un solo rasgo sobre el héroe, que brilla en el Perú, sobre el virtuoso Belgrano, que merece justamente el nombre de padre de los pueblos. Esta pequeña alabanza es el tributo que debe rendir todo hombre de bien a la virtud y al heroísmo; no es del género de aquellas que se llaman lisonjas, y sólo se prodigan por temor o por interés. Este hombre ilustre de nuestra revolución, humano con sus enemigos, valiente en sus batallas, moderado en sus victorias, constante en los peligros, y prudente en todas sus resoluciones, al mismo tiempo que nos presenta el modelo de un gran general se nos aparece revestido de las prendas de un filósofo, y de las calidades más  apreciables de un patriota. Él pelea por la felicidad de su patria, y cuando esta agradecida a sus servicios piensa recompensarlos con una suma considerable, la delicadeza del héroe no cree llenar los objetos de su virtuoso patriotismo, sino repartiendo su fortuna entre aquellos pueblos que padecieron más  bajo la tiranía de sus enemigos. Si estos pueblos reconocidos a la libertad, que les ha proporcionado este ángel tutelar, intentan demostrarle su gratitud, y se preparan a recibirle con el regocijo que merece un Redentor, él les ruega encarecidamente que no le rindan el homenaje que la esclavitud acostumbró rendir al despotismo. ¡Alma grande, espíritu sublime, que lo avergüenzas de ver las humillaciones de tus iguales, muestra a los enemigos de la revolución de América, que la virtud es, y no el egoísmo, quien da impulso a nuestra independencia! Haz ver a todo el Universo que las virtudes de los americanos renovaran en estos países los días gloriosos de Esparta, de Atenas y de Roma. Cierre sus torpes labios la negra envidia, y saque de entre la turba de asesinos, que mandan ejércitos en la

Península, un hombre que merezca los inmarcesibles laureles de Belgrano. Muéstreseme; que mis alabanzas reservadas solamente a la virtud, no serán menos expresivas para el español, que lo que han sido para el americano. Entre tanto, aquellos fanáticos que predican que nuestra revolución es contraria a la ley de Jesucristo, vengan a tomar lecciones de piedad y de sabiduría del virtuoso general Belgrano, honor de América, y lustre de sus armas.