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Crónicas
Historia de Todas las Cosas que han Acaecido en el Reino de Chile y de los que lo han gobernado (1536-1575)
LXXVII. De cómo el licenciado Juan de Torres de Vera fue a castigar un motín que se hacía en la ciudad de Valdivia, y de lo que acaesió en la ciudad de Osorno en aquel tiempo

Como el reino de Chile estaba con tantos trabajos por las ordinarias guerras, y tan pobres en general todos los estantes en él, se levantó el ánimo a un mozo, hijo de india y de español, que éstos por la mayor parte son y han sido mal inclinados, diciendo este soldado (era oficial platero) ser trabajo vivir en tierra de tanta guerra, sino irse de ella, pues había tan buena noticia de lo de adelante ser tierra rica y noble, y no estar atenidos a tantas vejaciones como de ordinario recibían de los gobernadores y capitanes; y para ponerlo en efecto vino a la ciudad de Angol, donde había muchos soldados descontentos, que está cincuenta leguas de Valdivia, donde era casado y tenía su casa. Remedando a lo que en tiempo de las comunidades hizo en Toledo un bonetero, y en Medina del Campo un frenero, por aquí quiso sonar y levantar su nombre. Llegado [a] Angol comenzó a tratar con otros como él salirse del reino, pues en él estaban tan oprimidos, y levantar una persona que los llevase a su cargo. Andando en esta plática, el capitán Lorenzo Bernal lo vino a saber y hizo contra él información y dió aviso con ella a la Audiencia. Aquellos señores mandaron en su acuerdo lo fuese a castigar el licenciado Juan de Torres de Vera, con comisión que para ello le dieron, el cual se embarcó en un navío que estaba en el puerto de aquella ciudad, y de allí fué a la de Valdivia en mitad del invierno con mucho riesgo, por la fortunosa navegación que hay por aquella costa, donde decían se habían de juntar y estaba concertado.

Luego prendió al Juan Fernández, que así se llamaba; púsolo a quistión de tormento. Viéndose en tanta necesidad, por salvar la vida, dijo que otros muchos hombres principales estaban con la misma voluntad, y que por orden suya había ido [a] Angol á saber la voluntad que tenían los soldados que allí estaban. Averiguando y sacado en limpio, se halló no ser así, mas de como hombre que se veía perdido procuraba por aquella vía su remedio, creyendo escapar por allí a vueltas de ellos, pues no hallando otro alguno culpable sino a él solo que lo tramaba, después de bien informado, lo mandó ahorcar. Hecho este castigo, llegó nueva de la ciudad de Osorno que los vecinos de aquella ciudad, degustosos con Antonio de Lastur, corregidor que los tenía en justicia, puesto por Saravia, decían algunos que sobre cobrar el salario que tenía de corregidor en descuento de deudas que a su majestad debían; otros decían que por malos tratamientos, que lo uno y lo otro no fué así, mas de por pequeñas causas, como hombres soberbios vinieron en rompimiento, de manera que sacando el estandarte que tiene la ciudad para su defensa contra deservidores del rey, apellidando su nombre, le quisieron prender y enviarlo a la Audiencia, diciendo no podían sufrir su aspereza. El corregidor, apellidando el nombre del rey así mismo, con algunos que le acudieron, que estuvieron los unos y los otros para darse batalla, y por respeto de algunos religiosos de buena vida se recogieron a sus casas para no tratar en caso de tomar las armas, hasta que Saravia proveyese o los señores de la Real Audiencia. Cuando esto acaeció en la ciudad de Osorno, estaba en la de Valdivia el licenciado Torres de Vera con la comisión que tenía, y por evitar más daño fué a la ciudad de Osorno y procedió contra todos los culpables, castigándolos en dineros. Dejó aquella ciudad quieta para de allí adelante no intentar semejantes alborotos, y llevó consigo presos algunos que más metieron la mano en el escándalo que hubo; con esto quedaron aquellos pueblos sosegados para lo de adelante y presente.

Vuelto a la Concepción y estando en ella, llegó desde a poco nueva de la ciudad de Angol que el general Lorenzo Bernal, con deseo de asentar la comarca de aquel pueblo, tuvo nueva que unos indios comarcanos a él seis leguas de camino estaban juntos bebiendo y holgándose. Mandó al capitán Zárate que con cincuenta soldados les fuese a hacer la guerra, que era informado estaban a su usanza holgándose en regocijo, y que haría en ellos una buena suerte, y que él no iba aquella jornada, que tenía por nueva de indios que en saliendo de la ciudad habían de venir sobre ella, y por este respeto dejaba de ir allá. Llevó consigo los soldados siguientes: coronel Durán, Miguel de Silva, Hernán Pacheco, Gabriel de Gaona, Pedro Plaza, Francisco Hernández Pineda, Hernando Díaz Carvajal, Juan González Orellana, don Beltrán Vergara, Juan de Leiva, Pedro Miguel Castillo, Pedro Méndez, Francisco Sánchez, Villasinda, Barrientos, Fuentes, Correa, Diego Díaz Arboleda y otros hasta cumplimiento de cincuenta. Zárate caminó hasta llegar cerca donde los indios estaban, los cuales se mudaron del puesto que tenían; así como venía caminando le dejaron llegar sin salir de él, hasta que vieron por las centinelas que tenían ser menos gente, porque a manera de a cosa hecha iban sin orden con grande determinación para meter en colleras mujeres y muchachos; que si en alguna parte se pudo decir "codicia mala rompe el saco", fué aquí, por que los indios les habían cerrado el paso a las espaldas do ellos estaban, y hicieron demostración de les defender el paso del río, entre tanto que los demás les tomaban el alto; y fué así que los desbarataron y mataron catorce hombres buenos soldados. El capitán Zárate, aunque en parte mal cómoda para caballos, arremetió en favor de los que peleaban a pie: su caballo atolló con él en una ciénaga de condición que no podía salir; viéndolo con esta necesidad un indio de los de guerra, saltó con gran ligereza en las ancas de su caballo, y le sacó la daga de la cinta, y con ella le andaba buscando por dónde cortarle la cabeza por detrás, a causa que el gorjal de la cota le cubría el pescuezo. En aquella necesidad fué socorrido de un soldado llamado Pedro Plaza, que mató [a] el indio que con él estaba a las manos y lo sacó de entre ellos. Los demás soldados estaban tan temorizados, que no pudo con ellos darles orden, aunque algunos de buen ánimo, como fué Francisco Jufre y otros de su condición, se pusieron a la defensa y defendieron no fuesen muertos más de los que al primer ímpetu murieron. Así rotos y perdidos por muchos caminos, se volvieron a Engol. Los indios con esta victoria despacharon por la provincia mensajeros, persuadiendo a los demás tomasen las armas para venir sobre la ciudad, y como es gente tan amiga de cosas nuevas, y que pequeñas ocasiones les levantan los ánimos a lo que quieren hacer de ellos sus mayores, se comenzaron a juntar cerca de la ciudad para el efecto dicho. El capitán Lorenzo Bernal mandó a Juan Morán, vecino de aquella ciudad, soldado antiguo y valiente, que con veinte soldados corriese el campo y anduviese los repartimientos de paz, animando a los amigos y castigando a los enemigos como a él le pareciese, porque no entendiesen estaban derribados los ánimos por el caso acaecido al capitán Zárate. Juan Morán, como hombre que entendía la guerra, juntó ciento y cincuenta indios amigos de los cristianos, teniendo aviso que cerca de allí estaba una junta que eran de los que se habían hallado en el desbarato pasado; su gente bien en orden caminó todo lo que pudo por hacer en ellos alguna suerte, y sucedióle conforme a su desino, porque llegó al amanecer con una neblina grande donde estaban juntos, y dió en ellos de tropel. Los indios toman las armas y se apellidan; los cristianos, antes que se juntasen, los rompieron muchas veces, y los indios amigos, con armas iguales como los de guerra, con el favor que llevaban, mataron muchos y les tomaron caballos, cotas, arcabuces, lanzas, armas de todas suertes usadas entre ellos. Con este desbarato se deshizo la junta que hacían para ir sobre la ciudad.

En estos mismos días el general Lorenzo Bernal envió a la Concepción a pedir gente a Saravia, que esperaba vendrían sobre la ciudad. No se la envió, porque tuvo nueva querían así mismo venir sobre la Concepción, y estaban juntos y pagados para el mismo efecto. Súpose por un indio que vino a la ciudad a llamar a su madre y sacarla de allí, porque los indios de guerra no la matasen aquella noche que habían de venir sobre el pueblo. A este indio se le dió tormento, y confesó estar cerca de allí ciertos indios emboscados para dar aviso a los demás. Fueron a donde decía, y hallaron unos principales, que traídos a la ciudad dijeron ser verdad; con su declaración los ahorcaron. Luego mandó el gobernador Saravia se recogiesen los del pueblo junto al fuerte. Entendido por los de guerra el aviso que tenían, mudaron de parecer, viendo que todos sus desinos les eran descubiertos.

Acaeció en esta coyuntura que cinco soldados quisieron irse del reino de Chile al Perú, pues no les daban licencia, y como la libertad sea cosa de tanto precio, posponiendo todo lo que les podía suceder, sabiendo que al fin no se les había de dar la licencia, tomaron un barco grande, y proveídos de lo que habían menester para su jornada, se fueron la vuelta del Perú, y diéronse tal maña en el navegar, durmiendo cada noche en tierra, que por su mucha pereza no salieron con su pretensión. Hallándolos menos, el gobernador despachó tras de ellos por tierra [a] Alonso de Vera, natural de Estepa, y otros soldados, como a él le pareciese, y si no que diese aviso al capitán Alonso Ortiz de Zúñiga, que tenía a su cargo la ciudad de la Serena. Recibido el aviso, mandó a los indios comarcanos estuviesen con cuidado para avisarles si viesen el barco por la costa. Desde a poco fué informado iban navegando la costa de largo; entendiendo que el todo consistía en presteza para buen efecto, mandó apercibir ocho soldados, y con ellos se metió en un barco al remo y vela. Caminó tanto, que en breve tiempo los alcanzó y mandó que amainasen; visto que no lo querían hacer, sino remar e irse su camino, mandó a los arcabuceros les tirasen. De los tiros que hicieron mataron un soldado de los que iban en el barco contrario, llamado Juan de Rica; con aquella furia llegaron a embestir, y dieron a un otro soldado una lanzada por un brazo que lo tulleron de él, y saltaron dentro del barco; los demás se rindieron. El capitán se volvió con ellos a la Serena, y de allí los envió presos a la Concepción. Los oidores mandaron al corregidor los castigase, pues estaba a su cargo y el delito habían cometido en su jurisdicción. Sentenciólos por esclavos del rey, y que perpetuamente anduviesen en su servicio; y porque se casaron con unas pobres huérfanas, mandaron aquellos señores les quitasen las argollas de hierro que al pescuezo les habían mandado poner porque fuesen conocidos. Quedaron los demás con tanto temor, que ninguno otro se huyó de allí adelante de la guerra.